Daniel Bellón escribe una extensa reflexión sobre La obsesión por la presencia (pública) de los poetas, la publicación constante de libros para seguir en el candelero, mientras que él considera el oficio del poeta como el de alguien que espera preparado a que el poema quiera llegar. Yo, les confieso, soy tremendamente despistado.
«Porque un/a poeta puede ser prolífico, como no, y dedicarse a escribir poemas las 24 horas del día, y sentir como le surgen versos casi sin querer por las yemas de los dedos y tal, pero, por un lado, es muy dudoso que todo eso que escriba merezca transformarse en letra impresa (en general me caen bastante mal los ladrones de tumbas literarios que se dedican a publicar post mortem cosas que el autor o autora no había tenido malditas ganas de hacerlo en vida), y, por otro, la verborragia puede dañar el trabajo de un poeta hasta volverlo, por momentos, vacío. Si eso le llegó a suceder en ocasiones a autores de la altura de Neruda o Alberti ¿qué decir de mis contemporáneos, entre los que, disculpen la miopía, no acabo de atisbar alturas de ese nivel?»