Siempre me han hecho gracia las defensas ético-globales del vegetarianismo: la vida es sagrada y no tenemos derecho a arrebatarla. ¡Y la lechuga qué, ¿eh?!: “La creencia de que toda vida es sagrada puede llevar a absurdidades como permitir a los mosquitos extender la malaria, o la premisa de que las víboras anden sueltas delante de uno. Inherente a la idea de que toda vida es sagrada es la suposición de que todas las formas de vida tienen igual valor. El mundo natural revela jerarquías en la cadena alimenticia, la dominación de ciertas especies sobre otras. Y la mayoría de las criaturas con muerte en estado salvaje (normalmente víctimas de un depredador) mueren antes de que hayan alcanzado el límite genético de su longevidad.”
Por qué no soy vegetariano, de
William T. Jarvis.