Hay una paradoja incuestionable: yo (y por lo tanto todos, mi singularidad es nula en cuestiones universales) sé más de muchos libros que no he leído que de otros tantos cuyas hojas recorrí con detenimiento. Ante esta experiencia hay que tomarse en serio las reflexiones de Álvaro Ceballos Viro (que sigue a Bayard): Instrucciones para no leer un libro.
«Nuestras suspicacias respecto de las virtudes de la lectura (de textos literarios) tienen una explicación. La lectura como etapa inicial e indispensable en el aprendizaje de la literatura era ideología hegemónica allí donde nos licenciamos, en la Universidad Autónoma de Catatonia, que en este y en otros muchos sentidos tenía poco de excepcional. Muchos profesores asumían en público que su función principal era estimular y controlar esa lectura de los textos primarios. No tiene ni que decirse que dicha política respondía la mayor parte de las veces motivos de orden práctico, como era el hecho de que los mismos docentes no hubieran sido capaces o no tenían ganas de hacer nada más que eso: animar a la lectura. Si, como ellos parecían creer, la lectura proveía a los estudiantes de un tipo de conocimiento perfecto e inmediato, las clases podían dejarse en manos de los propios alumnos, que deberían ser capaces de autogestionar ese conocimiento, refrendado por la presencia legitimante del profesor, que de ese modo se restringiría a su primigenio papel sacerdotal.»