Rafael Marín nos cuenta una historia en Mentiras arriesgadas que tiene todos los ingredientes para que alguien hiciera de ella una novela —aunque ya se nos cuenta muy bien aquí—: caso real, intriga, amor, desamor, internet y Second Life(o ambientación estupenda en la era en que vivimos), y hasta reminiscencias de una canción de esas que pueden irse pero siempre volverán. Ah, y Rafa saca, además, conclusiones sociales.
«[...]Total, que la relación entre los desconocidos internautas se consolida, y cuando deciden pasar de los píxeles a lo práctico, que lo platónico está muy bien pero lo aristotélico es más divertido, quedan para conocerse en persona. Riesgo terrible, ya lo sabemos, porque si bien la tele nos hace a todos cinco kilos más gordos, los avatares de los ordenadores nos convierten en gente mucho más atractiva y deseable.
Y es entonces cuando se forma el taco, porque como si la vida fuera una película de enredo de Hollywood o una comedia de muchas puertas abriéndose y cerrándose, la tradición que va desde Plauto a Muñoz-Seca, cáspita, resulta que ambos los dos enamorados subrepticios son ni más ni menos que marido y mujer en la vida real, o sea, en la vida que está fuera, de momento, de los ordenatas. La historia, si fuera cosa del cine, sabemos que terminaría bien después de ponerse chunga durante un rato (“Tú me mentiste”, “Tú a mí más”, “En el fondo era sincero”, “Yo también”, etcétera), y colorín colorado el matrimonio recompondría su vida de aburrimiento e iniciaría el segundo capítulo de su romance viajando a París, a Cayo Coco o a Cancún, convenientemente lejos de los ordenadores, por si acaso.
Pero nada. No coló, y la noticia tiene el triste (y lógico final) de que la pareja (serbia, por cierto), decide mandarse mutuamente a hacer gárgaras y se divorcia porque su amor era una impostura. Desde fuera nos parece divertido, materia de farándula y de cuplés, pero desde dentro tiene que haber sido una tragedia.
La reflexión, claro, es cómo la tecnología nos ayuda, cada vez más, a evadirnos de la realidad, colocándonos una serie de caretas sobre las caretas que ya nos hemos puesto previamente para vivir en sociedad. [...]»