A Camilo de Ory le pasma lo mismo que a mí respecto de las Monarquías: la gente que va a los desfiles y las clínicas a ver a los nobles.
«Daría un meñique por ser rey y convertir mi vida en un serial de amor y lujo y poder ponerme esos ternos militares llenos de medallas y esos polos de marca con bermudas y zapatos náuticos tan limpitos y tan informales, pero me arrancaría yo mismo todas las uñas de los dedos de los pies antes que hacerme monárquico. Una cosa es vivir del cuento y esquilmar a un pueblo soberano que además recibe el sablazo dando hondas muestras de satisfacción como si se tratara de un masoquista en mitad de una galopante crisis afectiva provocada por el síndrome de Estocolmo y otra es ser un miembro de ese pueblo soberano y esquilmado que para colmo adora y venera a quien se gasta en caviar y langosta el dinero de sus impuestos y besa el suelo que éste pisa y sueña con que un día él o alguno de sus apuestos familiares carnales o políticos rompa el protocolo y se acerque al expectante gentío que lo aclama detrás de la valla de seguridad y estreche precisamente su mano ignorando la de todos los demás e incluso lo distinga con un campechano y ennoblecedor abrazo. Hay dos formas de estar en este negocio y si me dejan elegir yo opto por la primera: siempre he preferido ser bota de futbolista a balón de reglamento.»