José Antonio Millán hace en Compartir la lectura un bonito canto a la lectura de cuentos a los hijos, no sólo cuando suplimos con nuestra voz su incapacidad lectora, sino más allá en el tiempo: “Leer en voz alta significa verse inmerso en una práctica de siglos de antigüedad. Las novelas de la saga artúrica se leían a un público mayoritariamente analfabeto, que luego bautizaba a sus hijos con los nombres de sus héroes. El Lazarillo, El Quijote están escritos para la voz (hasta tal extremo que leídos en silencio no se entienden ciertos pasajes). Los obreros de los talleres del XIX pagaban a quien les leyera, y de la lectura de Dumas en los obradores de puros viene la marca Montecristo…
Quien no haya leído en voz alta libros de cierta complejidad no sabe lo que eso implica. Hay que marcar con inflexiones de la voz las diferencias entre pasajes descriptivos y los de acción. Conviene individualizar a los personajes que hablan (pero no demasiado: no se trata de hacer una interpretación teatral), y además reflejar someramente su estado de ánimo: indignación, confidencia, demanda… Hay que acompañar eficazmente las intenciones del autor: el suspense dilatado, la sorpresa. Y todo eso exige cierto virtuosismo (que por suerte, se va adquiriendo)…”