A mí la mirada de las muñecas me aterra, y encuentro algo de perverso y horroroso en su cuerpos inertes pero que anuncian vida, como si contemplara un cadáver que nunca inicia el camino de la putrefacción. Por eso me atrae tanto la historia de los autómatas y sus creadores. Antonio Martínez se fija en la obra de un relojero suizo del siglo XVIII, El escritor autómata: “El mecanismo ingeniado por Jaquet-Droz era capaz de escribir con una meticulosidad escalofriante. Al movimiento de la pluma le acompañaban algunos gestos aterradoramente humanos, como el hecho de que siguiera el texto con los ojos, mojara la pluma en el tintero o la sacudiera ligeramente para no manchar el papel. A veces, el pequeño autómata levantaba la vista y se quedaba un instante con la mirada perdida, como si estuviera pensando en la siguiente idea que pondría sobre el papel.”