Sarah Palin me recibé en su cabaña de Alaska, donde me invita a tomar asiento cerca de la chimenea y me sirve un café en una jarra metálica y abollada. “Hace frío, ¿eh, Jaime?” Le hubiera contestado, de no tener la mandíbula entumecida. “Pues el frío que hace aquí demuestra que esos jipis están equivocados: ¡el cambio climático es un invento de los rusos para acabar con el modo de vida occidental! Lo explica claramente Shell en un artículo científico titulado Vosotros, ecologistas, sois los terroristas“
Mientras entro en calor (Palin tiene su morbo y el fuego ayuda), recuerdo las vicisitudes del complicado viaje que me ha traído hasta Alaska: una caminata de varios días, trayecto en mula, remontada del curso de un río medio helado y ruta a través de un páramo lleno de lobos sanguinarios hasta llegar al aeropuerto del Prat, donde pude coger un avión hasta Anchorage. Y eso para saberlo todo, pero todo, acerca de La Guerra del Oso Polar (con música de John Williams).
“Es muy sencillo, Jaime —explica Palin, mientras recojo del suelo uno de los dedos que se me ha congelado—, sé que hay americanos que no están de acuerdo conmigo; hay algunos que incluso son de izquierdas. Puede que incluso los haya católicos. Pero eso no quita que nuestra constitución reconozca el derecho a matar osos polares. Si no, ¿para qué nos dejarían tener escopetas? ¿De qué te sirve una escopeta si no puedes utilizarla para defenderte de los osos polares? Eso es algo que los izquierdistas no entienden y sólo entenderían si se enfrentaran cuerpo a cuerpo con un oso. Perderían, morirían y me dirían: ‘Sarah, tenías razón’”.
Por lo que parece, a Palin no le importa que los osos polares estén en peligro de extinción por culpa del calentamiento global, que está derritiendo los casquetes polares. “Para empezar, el calentamiento derrite los casquetes, no a los osos. Luego, eso de que cada vez hay menos casquetes —no puedo evitar carcajearme por lo bajini cada vez que dice “casquetes”— polares es muy discutible. ¿Hay alguien que cuente los casquetes? —Je, je, je…—Hasta que no haya un recuento fiable del número de casquetes —je, je, je…—, hemos de optar por seguir con nuestra vida normal y seguir cazando los osos que nos dan estas alfombras tan mullidas”.
Y lo cierto es que la alfombra es agradable y apetece tumbarse en ella. Cosa que hacemos tras abrir una botella de champán. “Por último —continúa—, es mucho mejor que no haya osos polares. El oso polar es engañoso y traicionero: ha elegido el color blanco para ocultarse entre el hielo y planificar así mejor sus ataques terroristas”.
Le pregunto qué es lo que tienen esas gafas que la hacen tan atractiva. “Una montura rara”, contesta, sin decir, para mi decepción, “un casquete”. “Pero no me interrumpas —dice, interrumpiendo a su vez mi reconozco que poco respetuoso hilo de pensamiento—. Deberías preguntarme si creo que los osos son terroristas”. La obedezco: “Me alegra que me hagas esa pregunta. Yo creo que los osos polares son la peor clase de terrorista que hay. Los osos polares comen más personas que los terroristas. Un oso puede llegar a devorar a entre cero y varias personas a lo largo de su vida. Sin cocinarlas, siquiera; como los ateos”.
Burt Bacharach suena en el tocadiscos (ah, el encanto del vinilo) mientras me explica que piensa declarar la guerra al oso polar cuando llegue a la vicepresidencia. “McCain no estaba muy convencido, dada su melena cana, que podría dar lugar a dolorosas confusiones. Pero a la luz de los informes de British Petroleum me ha tenido que dar la razón. BP explica en un estudio muy serio cómo los osos polares ayudaron a Hitler a invadir Checoslovaquia”.
Entre el alcohol, el dulce sonido del acento de Alaska, la melodía cadenciosa de The look of love y lo indudablemente cómoda que es la alfombra de oso polar, me quedo dormido.
Cuando despierto, estoy solo y tengo una tortícolis de caballo. Emprendo el camino de regreso al aeropuerto. Me atacan tres osos (uno detrás del otro), cosa que me lleva a comprarme una chapa con una señal de prohibido y un oso dentro. Funciona: no me ataca ninguno más. Aunque un lobo, ayudado por un terrorista islámico, se me come una pierna.