Libro de notas

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Una aguja en un pajar por María José Hernández Lloreda

Se pretende ir construyendo, los días 10 y 20 de cada mes, una antología personal de poemas (que no de poetas) de autores más o menos contemporáneos, más o menos conocidos. Los poemas tienen en común el ser lo suficientemente cerrados para producir una sensación/idea compacta y lo bastante abiertos como para que además emerjan nuevas significaciones con cada nueva lectura. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportamiento de la Facultad de Psicología de la UCM.

1985. Manuel Vilas

      El 24 de diciembre de 1985 Manuel Vilas estaba de guardia en el Cuartel del Regimiento de Infantería de Barbastro, en donde cumplía el servicio militar. La guardia nocturna se conocía con el nombre de «refuerzo». Vilas era cabo y por tanto su cometido en los refuerzos consistía en distribuir a los soldados por las garitas y después regresar al cuerpo de guardia. Miguel Fernández Díaz, un soldado de reemplazo, al que Vilas había dejado a las 22 horas en la garita número 4 (la más alejada del cuerpo de guardia) eligió ese momento para pegarse un tiro en la boca. Normalmente, Vilas ya no se acuerda de esto, porque fue hace muchos años. Normalmente, Vilas ya no se acuerda de nada, y tampoco sabe muy bien por qué se olvidan las cosas (imagina que porque las cosas se deshacen en medio de la memoria). Recuerda Vilas que se quedó mirando las salpicaduras en el techo de la garita, iluminadas por la luz de una linterna. Recuerda los expertos comentarios del capitán de guardia sobre la trayectoria de la bala, las conjeturas sobre el boquete que se abrió en la cabeza de Fernández Díaz. Era una bala de Cetme, que convirtió el juvenil orden cerebral de Fernández Díaz en un caos sanguinolento y acabado.
      Piensa Vilas en lo que Miguel Fernández Díaz se ha perdido a lo largo de estos últimos 22 años. Piensa Vilas que tal vez vivió esos 22 años en las 22 milésimas de segundo que le costó a la bala desatar el nudo caliente de la carne. Vilas se ve a sí mismo como un radiante turista en el pasado. Al día siguiente, es decir, el día de Navidad, vino el padre de Miguel Fernández. A su madre no consiguieron encontrarla. No había móviles entonces. Nadie sabía dónde estaba. El padre vino porque alguien le pagó el viaje en autobús. Seis horas de autobús. Llevaba una bufanda.
      No había móviles entonces, ningún sitio adonde llamar.
      Claro que fui el último ser humano que vio vivo a Miguel Fernández Díaz. En alguna instancia celestial tendrá sentido el hasta luego que me dedicó con una dulce sonrisa impropia de aquella noche oscura.
      Un honor, sin duda, aquella sonrisa.
      Un gran honor.
      Pues, naturalmente, tanto Miguel Fernández Díaz como Manuel Vilas Vidal fueron hombres de honor.
      Y el honor es la vida.
      ¿Sabes?, tengo la extraña sensación de que fui yo el que cayó esa noche en medio de las miles de balas del enemigo, en medio de las ráfagas luminosas en el cielo de las playas de Normandía, en medio de la metralla suprema, en medio de los obuses de aquella artillería fantasmal en la noche caliente de nuestra juventud, y sé que no pudiste hacer nada por mí, pese a que te jugaste la vida por mí, y el enemigo cantaba canciones de gloria.
      Bah, tío, estás loco, turismo y memoria, turista en tu propia memoria. Pero ese chico, ese chico no tuvo suerte, y ese chico era bueno, y yo tampoco tuve suerte y da igual. Ok, eso es todo, da igual. Debe de ser eso lo que me está matando. Porque es verdad que algo me está matando.

Manuel Vilas
de Calor. (Visor, 2008)

María José Hernández Lloreda | 20 de diciembre de 2009

Comentarios

  1. Paco
    2010-02-10 18:31

    Impresionante!

  2. María José
    2010-02-10 21:45

    Sí, Manuel Vilas es casi siempre impresionante, salvo cuando colabora con Fernández Mallo. Incomprensible.


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