Se pretende ir construyendo, los días 10 y 20 de cada mes, una antología personal de poemas (que no de poetas) de autores más o menos contemporáneos, más o menos conocidos. Los poemas tienen en común el ser lo suficientemente cerrados para producir una sensación/idea compacta y lo bastante abiertos como para que además emerjan nuevas significaciones con cada nueva lectura. La autora es profesora del Departamento de Metodología de las Ciencias del Comportamiento de la Facultad de Psicología de la UCM.
No supuse que mi salud fuera a deteriorarse tan rápidamente. El dolor había sido mi único mérito místico y nunca ocupó parcela física; era para mí un atributo espiritual que no admitía el escarnio del paisaje o el efímero regalo de nuestros cuerpos. Yo arrebañaba diariamente el plato del dolor muy lejos de los conflictos toscamente ligados a mi organismo y, como si solamente tuviera cualidades para luchar contra el firmamento, empezaba a adquirir un extraño estoicismo, una impasibilidad, que algunos cercanos llegaron a confundir con la vulgar luz de la dicha. Aunque permaneciera ceñido al más trágico de los hundimientos, en mi aspecto exterior se repetía un paz férrea. Varios años estuve esperando la ocasión de contraer una enfermedad que tuviese la virtud de hacer vulnerables mis brazos temporales.
Las pesadillas, en las que Hades comenzaba a multiplicarse mansamente asido a mis huesos, dejaron únicamente una liviana huella. Sentado en el jardín o jugando en el adarve del castillo a imitar la delicadeza fugitiva del último pájaro de la tarde, surgió aquella punzada de ceniza prieta en el estómago, que al fin me exponía como hombre y me descargaba de los hombros el peso de una innoble divinidad. Oh, el dolor, ahora bulto creciente en los costados, vigilando mi sangre, incendiando mis venas. En breve tiempo la herida avanzaba hasta el pergamino crujiente del pecho y se instalaba en la garganta, como un huésped que en todos sus rasgos coincidiera conmigo. Encogido en el suelo, con la cabeza reclinada en el belvedere, asistía a su física llegada, dispuesto a saciar su hambre infinita. Después de las convulsiones, arrastraba a la cama mi cuerpo con todos los órganos exhaustos. De mis manos colgaba una seda súbita. Oh, el dolor, hermano gemelo que ya habitaba en mí y que sobreviviría tras mi merecida caída.
Francisco Javier Irazokide Cielos segados. (Universidad del País Vasco, 1992)