Pregúntale a cualquiera que sepa. Te dirá que la magia es la manipulación de la realidad para adaptarla a determinados deseos. Jaime Oscuro debe ser, entonces, un mago. Porque parece que ese Madrid alternativo y esotérico por el que se mueve está construído a la medida de sus dolorosa conveniencia. John Tones garantiza con Oscuro una historia de magia y violencia, aunque no garantiza una mezcla precisamente alquímica. Guillermo Mogorrón se encarga de las ilustraciones.
La consciencia volvió a patalear en el estómago de Sebastián Ágredad cuando Oscuro, cansado de esperar, le rebanó la yema del meñique izquierdo con una navaja de bolsillo. Despertó con un alarido ininteligible y escupió algo de sangre que permanecía a medio coagular en su traquea desde hacía horas, justo antes de enfocar la vista y distinguir a Oscuro sacudiéndose el rojo de la mano.
Miró apresuradamente a su alrededor. Estaban en un habitáculo de paredes equidistantes a unos seis metros entre sí. En el techo, a unos tres metros de altura, parpadeaban unos tubos fluorescentes. Todo estaba cubierto de una especie de aluminio esponjoso. Oscuro miraba fijamente al joven, que daba tirones a las esposas que le mantenían sujeto a la silla metálica donde estaba sentado.
–¿Ya? –preguntó Oscuro incorporándose.
–¿Dónde…?
–En una cámara de aislamiento total. En términos terrenales, un trastero insonorizado en las afueras de Madrid. Adicionalmente, un espacio protegido por varios pactos de aislamiento absoluto. Lo que quiere decir que estamos fuera del alcance de cualquier curioso de la Tierra, el Cielo o el Infierno.
Ágreda tragó saliva.
–Pero… pero qué…
–Voy a preguntar yo, si te parece. Porque hay demasiadas cosas que no entiendo en lo que me ha ido pasando en los últimos días.
El mago dio un par de zancadas hacia Ágreda y tiró a sus pies la muñeca de madera que le había dado Berial hacía tres días.
–Hace unas semanas dejaste esta mierda en el bolso de una de mis jefas. Le robaste un foulard y usaste tu propio cabello para un conjuro de alcance, digamos, simbólico.
–No… yo…
Oscuro descargó la palma de su mano sobre el cuello de Ágreda.
–¿Me vas a negar que este es tu pelo, ricitos?
Colocó el muñeco de madera junto a la cabeza de su prisionero y el cabello de ambos se fundió perfectamente. Oscuro tomó un pequeño impulso con la mano y lo estrelló contra la mejilla de Ágreda. Antes de dejarle gemir, le rodeó el cuello con sus enormes dedos, delineados por cicatrices azuladas y místicas.
–Lo que debería tenerte acojonado no es un demonio capaz de entrar en mi zona de sueño, que yo consideraba prácticamente inexpugnable, sino algo que está por encima de mí.
Oscuro dio un paso atrás, dejando respirar a su prisionero.
–Y de tu jefa.
Tras unos segundos transpirando sonoramente, Ágreda consiguió articular un gruñido de interrogación.
–Estaba claro, Sebastián. Tú no tienes la preparación para un trabajo como éste, y sobre todo, no tienes la prudencia que echaría a cualquiera atrás a la hora de tocarle los huevos a mis superiores. Pero ni siquiera son mis superiores los que deberían preocuparte. ¿No te has dado cuenta de esto?
Oscuro se inclinó frente a Ágreda e introdujo el pulgar en la cuenca vacía de su ojo derecho. Palpó con la yema toda la cavidad circular, rebañando un viscoso líquido blanco. La cuenca exhalaba un ligero olor agrio, sin relación con ningún proceso físico natural. Oscuro sacó el pulgar del interior de la cabeza de su prisionero, que le miraba como si su ojo sano se fuera a caer de la órbita, y le restregó el pulgar por la punta de la nariz, dejándole un desagradable moquillo blanquecino.
–No te habías dado cuenta de esta mierda, ¿verdad? Tienes media cara podrida, estás hecho un cromo. Toca, tócate. No sangras. Una necrosis te ha reventado todas las terminaciones nerviosas de la cuenca del ojo derecho. Un cáncer óseo místico, si quieres.
Oscuro se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo con los extremos anudados.
–Ah, esto –dijo, mostrando al desdoblar el pañuelo un ojo que había perdido su forma esferica. Algunas zonas del globo ocular tenían un color morado repulsivo y cerca del iris supuraba unas gotas de sangre rosada.
Oscuro lanzó el ojo al suelo y lo aplastó con la punta del pie. Ágreda dejó escapar un aullido desgarrador, interrumpido por unas arcadas espásticas y sin contenido. Después se meó en los pantalones.
–Podemos seguir jugando a los magos o me puedes contar qué pretende tu jefa con todo esto.
–Sonia.
Oscuro recordó su primera conversación con Beiral. Sonia Postigo era el único enlace de Ágreda con lo esotérico, mediante una secta andaluza de tres al cuarto creada para sangrar a unos cuantos crédulos y, posiblemente, somatizar las necesidades de dominación sexual de su líder.
–Está en la cárcel. Mató a una menor de edad en un exorcismo barato, ¿te acuerdas?
–Se ha comunicado con varios de los que no fuimos a la cárcel porque no participamos en aquello, o con quienes los análisis psicológicos dictaminaron que no éramos peligrosos.
–Un momento: ¿habéis ido a visitarla a la cárcel?
Ágreda negó con la cabeza.
–Déjame que te lo pregunte con total franqueza, zumbado –dijo Oscuro–: ¿has estado oyendo voces en tu cabeza de un tiempo a esta parte?
Oscuro se dirigió al respaldo del asiento y comenzó a desatar a su prisionero. No era más que otro caso de aprendiz de nigromante de saldo.
–No la conozco de nada.
–¿Perdón? –dijo Oscuro.
–No habia oído hablar de Laura Beiral en mi vida.
Puede que fuera cierto. Puede que Ágreda hubiera descubierto quién era Beiral durante su estancia en la secta. Era poco probable, teniendo en cuenta cómo Beiral y los suyos borraban cada paso que daban, pero no imposible. Puede que, simplemente, Ágreda hubiera mordido más de lo que podía tragar.
–Creo que con esto –dijo Oscuro señalándole la cuenca vacía del ojo– tienes claro que estás de mierda hasta el cuello. Te voy a decir lo que creo que ha pasado: alguien te metió en la cabeza que asustar a Beiral podía reportarte beneficios en la magia, y la atacaste. Te recomiendo que te lo pienses dos veces antes de repetir estos truquitos.
Ágreda se puso en pie, acariciándose las muñecas.
–Solo una cosa –dijo Oscuro–: ¿cómo me devolviste el demonio onírico? ¿De dónde sacaste ese recurso? ¿Quién te ha hablado de mí?
–No había oído hablar de ti en mi vida.
Oscuro miró a Ágreda al ojo sano, como si también le hubiera desaparecido de la cuenca del cráneo. El joven se señaló la sien con gesto despreocupado.
–Postigo.
Oscuro le dejó salir de la sala. Tenía la boca seca y una molesta sensación en las manos, como si se le hubieran dormido los dedos.