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Edición LdN
Oscuro por John Tones

Pregúntale a cualquiera que sepa. Te dirá que la magia es la manipulación de la realidad para adaptarla a determinados deseos. Jaime Oscuro debe ser, entonces, un mago. Porque parece que ese Madrid alternativo y esotérico por el que se mueve está construído a la medida de sus dolorosa conveniencia. John Tones garantiza con Oscuro una historia de magia y violencia, aunque no garantiza una mezcla precisamente alquímica. Guillermo Mogorrón se encarga de las ilustraciones.

Magia de cerca, parte 2

«Yo siempre miento y siempre tengo razón y un pequeño defecto al hablar» divagaba la letra de un pegadizo tema de rock clásico desde la radio del automóvil de Oscuro. Ignacio Duarte contemplaba como, de algún modo, las líneas discontinuas de la carretera que rodeaba Madrid intentaban seguir el compás de la canción. Miró a Oscuro de nuevo y tragó saliva.
–¿Y Oscuro es un apodo o…?
–Me llamo Jaime Oscuro. –Oscuro giró lentamente la cabeza y escudriñó los ojos de su copiloto–. Nadie tiene muy claro de dónde viene el apellido de mi madre. Mi nombre completo real es Jaime Gutiérrez Oscuro.
–Es… apropiado.
Oscuro sonrió, sin dejar de mirar la carretera.
–No te imaginas hasta qué punto.
La carretera, a las tres y treinta y cinco de la noche, no parecía tener ni fin ni curvas ni irregularidades. No se habían cruzado con otros coches ni visto apenas señales. Oscuro tomó una salida que les llevó a la zona sur de la ciudad.
–¿Cuánto tiempo lleva trabajando para…?
–El suficiente para saber que hay preguntas que es mejor no hacer.
Ignacio volvió a mirar al frente. La monótona carretera que circunvalaba la ciudad había quedado atrás y ahora la calle jugaba al ping pong con sus propias tripas de cemento gastado. Árboles clavados en las aceras como mondadientes en una tortilla servían de puntos de encuentro, a un lado y otro de la calzada, para prostitutas, yonquis, borrachos y universitarios. Oscuro dejó caer la mirada por su propia ventanilla.
–Escucha, chaval –Oscuro le dio un manotazo al intermitente y comenzó a girar a trompicones por una rotonda–: no te lo tomes a mal, pero no estás aquí por elección mía. Eres una imposición de Beiral, y si ambos tenemos claro que ese es exactamente el motivo por el que has venido, la noche transcurrirá sin incidentes. ¿Entendido?
Ignacio asintió, rascándose la barbilla y viendo surgir ante ellos el edificio donde vivía Sebastián Ágreda. Tras aparcar a unos metros de la entrada del edificio de hormigón colorado, Oscuro apagó el motor del coche. El ronroneo del motor alemán se disipó bajo el asfalto con un jadeo. Tras unos segundos eternos mirando el portal, Ignacio se atrevió a volver a hablar a su superior, una esfinge calva con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento y en total oscuridad.
–¿Vamos a…?
–Silencio.
Ignacio se estiró en el asiento. Tras cuatro largos minutos en los que comenzó a temer que podría quedarse dormido en el coche si la noche seguía teniendo aquellas trazas, Oscuro arrancó las llaves del contacto con un gesto rápido y abrió la puerta.
–Vamos.
Ignacio bajó de un salto y cerró la puerta tras él. Oyó el bip de la cerradura de seguridad y apretó el paso para ponerse a la altura de Oscuro. Justo cuando lo alcanzó, un hombre de cuarenta y tantos con bigote y bufanda y acompañado de un ridículo cachorro de chihuahua dobló la esquina de la manzana, encaminándose hacia la puerta. Como en una coreografía, los recién llegados alcanzaron al portal cuando el hombre introducía la llave en la cerradura. Oscuro sacó las del coche y las sostuvo a la vista.
–Buenas noches. Hace frío, ¿eh?
El hombre miró los abrigos de los recién llegados, sostuvo la puerta para que entraran al portal y apretó el paso en dirección a un patio interior.
–¿Encuentras las llaves del piso de Sebastián o qué, chaval?
La mirada de Oscuro llevó a Ignacio a fingir que se buscaba en el abrigo un llavero, aunque el hombre del perro ya estaba abriendo la puerta de su casa más allá del patio interior.
–Vamos. Tercer piso –ordenó Oscuro tirando de su manga hacia la escalera.
El rellano estaba en penumbra. Oscuro se arrodilló frente a la primera puerta a la izquierda.
–Salvo que la casa esté protegida –dijo, entre susurros–, que yo desde luego no percibo nada, con una invocación de llave debería bastar para abrir. ¿Me puedes dar algo de luz? Necesito ver bien la cerradura.
-Claro. ¿Quieres un sortilegio de fuego o te basta con…?
Oscuro se volvió hacia el joven y se incorporó con parsimonia, rascándose el ojo izquierdo con una mueca de desagrado. A pesar de que sacaba dos cabezas a aquel viejo de cabeza afeitada y barba irregular, Ignacio retrocedió un par de pasos según se le acercaba, como si el aire del descansillo le empujara hacia la puerta del vecino.
Oscuro estiró el brazo izquierdo hasta tocar, junto al hombro de su compañero, el interruptor de la luz de la planta en la que estaban. El descansillo se iluminó con un chasquido.
–Céntrate –musitó–. Y guárdate los truquitos para cuando hagan falta.
Oscuro volvió a arrodillarse ante el ojo de la cerradura. Masculló unas fórmulas mientras Ignacio se asomaba, nervioso, al hueco de la escalera o intentaba detectar sonidos sospechosos tras las puertas de los vecinos. Un pequeño crujido de la puerta devolvió su mirada al piso de Ágreda. Del recibidor salía un olor a madera y ambientador extraño y desagradable. Oscuro le hizo un gesto para que entrara en silencio.
Cerraron la puerta detrás de sí. El experimentado brujo volvió a mascullar entre dientes fórmulas en un idioma prohibido. El tiempo se ralentizó durante un microsegundo, el suficiente como para que Ignacio viera vibrar el aire a su alrededor, como si hubieran estado dentro de una pompa de jabón que acababa de estallar.
–Puedes hablar. Estamos dentro de una protección rudimentaria, no nos puede ver ni oír.
–¿Ha empleado…?
–Una mera mención a Beltis. Debe estar durmiendo, no necesitamos más.
Oscuro se asomó a una puerta de doble hoja que daba a un salón desganado con una pequeña televisión de plasma y un sencillo mueble blanco. En él descansaban unos cuantos volúmenes sobre astrología y demonología sin ningún valor.
–Si sus conocimientos están a la altura de su biblioteca, estamos perdiendo el tiempo –dijo Oscuro, subrayando sus palabras con una mueca desganada–. Busca de todos modos algo que nos dé alguna pista sobre su relación con Beiral o con la Hermandad esa andaluza. Yo voy a al dormitorio.
Oscuro entró en la habitación susurrando y se deslizó hasta el lado de la cama en el que dormía Ágreda. Se arrodilló junto a la mesita de noche y colocó la muñeca de madera que le había dado Berial en el suelo, a la altura aproximada de la cabeza del durmiente. Se incorporó, sin dejar de mascullar fórmulas negras e inconexas.
Oscuro oyó una respiración pesada junto a la ventana por la que entraban unos rayos lunares que plateaban toda la estancia. Recostado en una silla de madera, le observaba con ojos muy abiertos y olisqueando la nada un maduro mastín inglés de pelaje ocre.
Oscuro le acarició junto a una oreja, recibiendo a cambio un quejido sumiso. Luego salió del dormitorio entornando la puerta.
–¿Alguna novedad? –preguntó Ignacio.
–Tiene un perro enorme.
–Oh. ¿Ha dado problemas?
Oscuro señaló un espantoso volumen encuadernado en piel negra con letras doradas cuyo lomo rezaba “Tratado iniciático de necrología”.
–Alguien que vive en esta casa tiene que cagar junto a las farolas de la calle, pero al menos sabe cuándo le corresponde estarse quietecito. A ver si conseguimos enseñárselo también al otro perro.
Salieron de la casa con precaución para no interrumpir el sueño de Ágreda. Ignacio no volvió a articular palabra en toda la noche.

John Tones | 21 de junio de 2013

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