Nuestro mundo está lleno de paranoias colectivas, derivadas de los problemas de la información, cómo se obtiene y cómo se interpreta. El propósito de “Historias ocultas”, publicada cada día 4 del mes, no es promover la paranoia colectiva: ya hay suficiente alrededor de todos. Lo que busca con sus entregas es divertir, despertar conciencias y, sobre todo, en un mundo lleno de conspiraciones descabelladas y mentiras, presentar puntos de vista con el fin de siempre alentar en el lector la investigación equilibrada y objetiva.
Introducción
Cuando se piensa en los horrores de la Segunda Guerra Mundial, se piensa generalmente en los campos de concentración de los nazis, en los horrores de los trenes de la muerte, en las fosas comunes de Alemania, Polonia y otras partes de Europa. Sin embargo, pocos fijan su atención en la guerra en Asia y, especialmente, los crímenes perpetrados por el Japón, aberraciones que a menudo sobrepasan a aquellas cometidas en los doce años de la dictadura de Adolf Hitler. En efecto, mientras los alemanes tuvieron que enfrentar la verdad y asumir, en control de su destino, su responsabilidad en el holocausto de no sólo judíos sino de europeos, en nombre de un gobierno que ellos habían elegido y apoyado ciegamente, la historia ha sido muy distinta del otro lado del mundo. Una nación como Alemania, que había dado a la cultura universal a Beethoven, Schiller y a Goethe tenía, por supuesto, muchas más explicaciones que dar del por qué había apoyado a una dictadura criminal en su deseo de conquistar al mundo sin importar los medios. Como lo escribió en su momento Emil Ludwig, sería la educación la que salvaría a los alemanes de generación en generación, de modo que adquirieran conciencia de su historia y cultura. En el caso de Japón, a pesar de convertirse, tras 1945, en un país pacífico, el proceso fue completamente distinto al que surtió Alemania, y que de algún modo la absolvió, a fuerza de conciencia colectiva pasada de padres a hijos y a veces de abuelos a nietos, de una responsabilidad criminal que les era a todos ineludible.
En Japón, si alguien habla hoy de los crímenes perpetrados por el Imperio del Sol Naciente en el sudeste de Asia, China y principalmente Manchuria, es considerado un majareta o, si la opinión está de mal humor, un enemigo o calumniador. De hecho, en las escuelas se enseña que la lucha japonesa fue honorable bajo el marco de los derechos humanos y el respeto estricto de los protocolos de Ginebra, guerra que perdió por no tener la suerte de su lado, por luchar contra tres potencias a la vez, etc. La historia, según los historiadores japoneses, es la del criminal que fue a la guerra y regresó a casa como héroe después de haber realizado grandes favores a su patria. La negación (contrario al proceso alemán) está a la orden del día incluso en el Japón de nuestro tiempo.
La historia oscura del imperio japonés en la Segunda Guerra Mundial se compone de numerosos testimonios, fotografías que llegan de sus campos de concentración en Tailandia, Birmania y Singapur, pero sobre todo, de la historia y actividad de la Unidad 731 en Manchuria, a cargo de lo que hoy la prensa amarillista consideraría un “científico deschavetado”. El grupo de pseudocientíficos de aquella unidad realizó, en tiempo récord, y contando siempre con cobayas frescos, la más completa (hasta hora) y macabra investigación de toda nuestra historia en el campo de las armas biológicas, un proyecto que fundó la investigación militar biológica y química (secreta en mayor parte) en Estados Unidos, Europa y el resto del mundo. Y que, por supuesto, fue más grande y detallada que cualquier cosa que se haya sabido de los nazis, amantes de los sellos y el papeleo.
Nadie sabe cuándo realmente las armas biológicas comenzaron a ser consideradas potencialmente como útiles para fines bélicos. Hay antecedentes, como el del tártaro que en el siglo XIV, mientras veía a sus hombres caer por una extraña peste durante los tres años que duró el sitio de Caffa (hoy Feodosiya), tuvo la idea de catapultar los cadáveres sobre las murallas. Por supuesto que los genoveses abandonaron la ciudad rápidamente dejándola a merced de los tártaros, pero a su vez dispersaron como portadores la peste por toda Europa.
Lo cierto es que la guerra biológica adquirió valor, precisamente, en el mismo instrumento que buscó sepultarla para siempre: la Convención de Ginebra del 17 de junio de 1925, con cuya suscripción las potencias se comprometían a prohibir el uso de armas biológicas. Todos los países que recién habían salido de la Primera Gran Guerra firmaron, excepto dos: Estados Unidos, lo que se antoja curioso, si lo vemos desde una perspectiva histórica, puesto que aquel país no tenía entonces interés en la investigación de esas armas. El otro, Japón, tenía otra excusa distinta. A través de la ambición, frialdad y tenacidad de un joven médico militar, el imperio japonés, en sus ansias de expansión y colonización de Asia, comenzó a visionar el método ideal para infectar a sus enemigos y derrotarlos rápidamente, en vista de un proyecto expansionista a nivel mundial que estaba por materializarse en suelo chino. Una década después de los protocolos de Ginebra, el gobierno japonés había dado a un siniestro personaje el más grande presupuesto, el rango militar necesario y había puesto a su servicio al ejército de ocupación en Manchuria para llevar a cabo semejante tarea a órdenes del emperador. Rápidamente se construyeron edificios, barracones, laboratorios y grandes bodegas de incineración, a las afueras de la ciudad china de Harbin, y en las puertas principales, los invasores escribieron “Unidad Anti-epidémica de Suministro de Agua”, en código militar la “Unidad 731”, o como se le conoce más coloquialmente, “la Unidad Ishii”.
Si bien los alemanes fueron sometidos al escarnio, y los distanciamientos, producto del reconocimiento de sus crímenes, por vía indirecta, entre una generación y la otra fueron evidentes, los japoneses jamás han admitido sus crímenes de guerra. La actual Corte Penal Internacional tuvo su precedente en los Juicios de Núremberg, y posteriormente en los juicios contra los médicos, donde se estableció el protocolo ético que rige hoy la medicina en el mundo. A pesar de que en Tokio se instaló un tribunal después de la guerra, éste omitió gran parte de los crímenes cometidos por el ejército, gobierno y emperador japoneses con el beneplácito de toda la nación. La impunidad, adicionalmente, se concretó por los intereses estratégicos por parte del vencedor, Estados Unidos, y las cicatrices entre Japón y China hoy siguen más frescas que hace medio siglo ya que Beijing reclama de Tokio una disculpa oficial (con su respectiva indemnización) por todos los delitos cometidos en suelo chino entre 1931 y 1945, los años en los que ambos países estuvieron en guerra.
Este artículo, dividido en dos partes, explorará la historia de la Unidad 731, los crímenes cometidos en Manchuria, y cómo un país tan culpable como la Alemania nazi pudo absolverse de su histórica responsabilidad penal, una que comienza con las violaciones en masa de Nanking en 1937, sigue con la explotación sexual de miles de mujeres al servicio del ejército imperial, y que culmina con la experimentación biológica en seres humanos en los bosques de Manchuria. Todos, temas tabú en la sociedad japonesa contemporánea, y que el Ministerio de Educación tilda de “fantasiosos”. En Japón no hay un solo texto escolar que no sea aprobado por esta cartera antes de llegar a las escuelas, e incluso las editoriales y poderes políticos censuran fuertemente lo que se publica sobre el tema.
En los últimos años han surgido voces disidentes, incluso de sectores académicos, y hubo en la década de los noventa del siglo pasado una exposición sobre la Unidad 731 que, a pesar de haber sido visitada por más de 250,000 japoneses, no tuvo ninguna repercusión en la sociedad. Estados Unidos encubrió dichos crímenes con un propósito claro: apropiarse de la investigación hecha por la Unidad 731, el mayor botín de la guerra en el Pacífico. De ahí que el “médico deschavetado”, el siniestro Shiro Ishii, recibió por su colaboración, en 1948, la inmunidad directamente del General Douglas MacArthur, y con ella, pudo retomar una carrera académica como profesor emérito hasta su muerte en 1959.
Si algo no hay que olvidar jamás es que los crímenes más horrendos que vio el siglo XX no fueron ideados por políticos y militares; fueron los científicos, entre más brillantes mejor, quienes convencieron a sus líderes de las más torcidas aberraciones. Fue por ejemplo el químico alemán Fritz Haber, quien en su discurso tras recibir el Premio Nobel en 1919, reconociera al gas venenoso como “un método superior de matar”. Fue Albert Einstein quien, con otros científicos, propuso al Presidente Roosevelt la investigación nuclear que terminó con dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón. Y en el caso de la Unidad 731, fueron Shiro Ishii y sus colegas del Instituto Nacional de Salud, y no los fanáticos que dominaban el gobierno al servicio del emperador en los años de la guerra, quienes promovieron la barbarie al servicio del ejército. Crímenes que se extendieron, incluso posteriormente a 1945, en hospitales mentales y prisiones, auspiciados por el Instituto Nacional de Salud de Japón.
Cuando los delitos y crímenes quedan impunes, lo único que jamás puede borrarlos es la memoria colectiva, que predomina sobre las conspiraciones e historia.
Manchuria
El 8 de agosto de 1945, dos días después de que Hiroshima fuese arrasada por una bomba atómica, Moscú notificó a Tokio que existía un estado de guerra entre los dos países. Ese caluroso día de verano, miles de soldados soviéticos cruzaron la frontera fuertemente militarizada entre Siberia y Manchuria, dando así comienzo a la derrota completa de Japón en todos los frentes, y a una de las últimas batallas más sangrientas de la Segunda Guerra Mundial. Aunque el emperador japonés, Hirohito, se dirigió a su país el 15 de agosto anunciando la rendición incondicional, la lucha en suelo chino se prolongó por semanas: había generales que estaban dispuestos a llevar la guerra hasta las últimas consecuencias. Al final, la maquinaria de la URSS fue superior, y los japoneses, divididos aquí y allá, pronto se rindieron. A medida que las tropas soviéticas penetraron en Manchuria, encontraron que, al retirarse, los japoneses habían dinamitado rápidamente sus antiguas bases, borrando rastros. La inteligencia militar soviética no tardó mucho en precisar que se trataba más bien de una destrucción selectiva, y que no abarcaba todos los edificios militares. Pronto, informantes y testigos comenzaron a revelar los números de las unidades japonesas en Manchuria, los nombres de los comandantes y la naturaleza de cada complejo o campamento japonés, si era secreto o no, entre otros datos. Las ruinas todavía humeantes iban generalmente acompañadas, no muy lejos, de descubrimientos inhumanos: en las colinas circundantes a Hailar, por ejemplo, el ejército soviético encontró en su avance una fosa común poco profunda con más de diez mil cuerpos de hombres, mujeres y niños, aún tibios, que los japoneses habían liquidado en su retirada. Y había otro detalle: en los sitios que dinamitaba el enemigo, los liberadores encontraban cientos de animales, desde camellos hasta monos del sudeste asiático, que al inspeccionarlos estaban enfermos, decaídos y, en muchos casos, agonizando.
Al principio nadie tenía la respuesta. ¿Qué exactamente había hecho Japón en Manchuria desde la ocupación, casi quince años antes del fin de la guerra? Pues bien, no pasó mucho tiempo para que se supiera que Manchuria había sido el laboratorio más grande (por extensión geográfica) para la investigación química y biológica en el mundo.
Manchuria fue para Japón el eslabón perdido en su búsqueda de la supremacía racial en Asia y el dominio continental. La irregularidad que Japón usó para anexar aquel territorio, la farsa de democracia, el desdén de las potencias del momento frente a ese abuso y la colonización facilitaron, para 1935, que Manchuria quedara al margen de las leyes japonesas y las internacionales, un lugar donde podía gastarse con gran libertad el presupuesto militar, o mejor aún: un paraíso para la investigación científica y la mala vida. Fue en Harbin donde, ese año, Tokio estableció el Instituto Continental de Ciencias, un modelo experimental que, por las leyes japonesas, jamás se hubiese podido instaurar en la metrópoli.
La inmigración japonesa a Manchuria era abundante, ya que la seguridad era estricta, las garantías plenas y se consideraba a la población china Han inferior racialmente, la cual gozaba de muy pocos derechos, cuando no se les eran vulnerados completamente. En pocas palabras, se emigraba a la colonia para enriquecerse fácilmente a expensas de la población local. El narcotráfico, la extorsión, la expropiación, el chantaje… aquello era pan de cada día en Manchuria.
El Doctor Ishii
En entrevista aparecida en el Japan Times, página 12, del 29 de agosto de 1982, Harumi Ishii, la hija mayor del doctor y Mayor General Shiro Ishii, dijo, ante las “presuntas” acusaciones sobre la participación de su padre en crímenes contra la humanidad:
“Si no hubiese sido por la guerra y la carrera que escogió, su genio hubiese dado frutos en otro campo distinto a la ciencia médica, posiblemente en la política. Mi padre hubiese sido un estadista excepcional. Lo que hizo, o lo que lo acusan de haber hecho cumpliendo órdenes como oficial médico y soldado del Ejército Imperial Japonés, es censurable desde cualquier ámbito ético. No obstante, nadie puede olvidar que todo ocurrió bajo circunstancias extremadamente excepcionales; estábamos en guerra.”
Se sabe que en el verano de 1933, apareció en el villorrio manchuriano de Beiyinhe, compuesto por veinte familias pobres, un convoy del ejército japonés, acompañado por funcionarios de alto rango. Después de una inspección, e intercambiar opiniones in situ, el oficial principal ordenó a sus subalternos comunicarles a los campesinos que debían abandonar el villorrio antes de tres días o serían fusilados. La ubicación de Beiyinhe era privilegiada por varias razones: estaba a un lado del río Beiyin y a solo 600 metros de las vías ferroviarias de la línea Lafa-Harbin. Además, la capital provincial, Harbin, estaba a menos de 100 kilómetros al norte, la cual ponía a solo hora y media de viaje. Conscientes de la brutalidad de los invasores, las veinte familias de Beiyinhe abandonaron el sitio rápidamente.
El convoy era comandado por un hombre que los chinos conocían como Zhijiang Silang, pero que en Japón era conocido como Shiro Ishii. El comandante Ishii era por entonces un recién llegado a Manchuria, pero con conexiones de alto nivel en Tokio y el respaldo político y militar local. Ya en 1931, en preparación del desplazamiento forzado en Beiyinhe, había comunicado a sus superiores que las investigaciones sobre bacterias estaban listas, por lo que “es momento de comenzar nuestro experimento. Apelo a ustedes me comisionen a Manchuko para el desarrollo de las nuevas armas.”
Shiro Ishii nació en 1892 en el poblado de Chiyoda Mura, un lugar hoy no muy alejado del Aeropuerto Internacional Narita de Tokio. Su familia era la más rica de la comarca, y ejercía sobre el distrito una especie de dominio feudal. Poco se sabe de su niñez, aunque se ha rescatado que era un estudiante despierto y capaz, que algunos creían llegaría a ser un genio. Con una memoria extraordinaria, sus compañeros murmuraban que podía memorizar un libro con solo leerlo una sola vez. Era el alumno favorito de los profesores, al punto que, los otros niños, resentían de él también por su arrogancia y actitud cortante. Con los años, Ishii se convirtió en un estudiante verdaderamente brillante, con una inteligencia prodigiosa, que le permitió, ya en abril de 1916, ingresar a la Facultad de Medicina de la Universidad Imperial de Kioto. Allí pronto descrestó a sus profesores, quienes lo matricularon en cursos más avanzados dado su talento.
Para fines del siglo XIX, la concepción ética de la medicina occidental había llegado a Japón, pero en aquel país no se enseñaba la ética médica, como materia, puesto que la comunidad académica y científica consideraba que cada estudiante sabía que estaba estudiando para ayudar y sanar a las personas, no para destruirlas. A pesar de que a menudo se hacían charlas y conversatorios sobre ética, es claro que Ishii se mantuvo al margen de ellos. Se graduó con honores en diciembre de 1920, a los veintiocho años, lleno de ambición y consciente que los años de estudios, para él, habían sido muy fáciles. De inmediato, atraído por el furor del desarme producto de la Primera Guerra Mundial, Ishii fue admitido por el Ejército Imperial como oficial de regimiento a prueba, y cinco meses después, en abril de 1921, fue ascendido a Cirujano-Teniente Primero de la Guardia Imperial. Debido a su interés en la investigación (más que en la práctica), Ishii consiguió ser transferido al Hospital del Primer Ejército en Tokio en agosto de 1922, donde se destacaría por una habilidad para engatusar y manipular a sus superiores. En contraste, era despiadado y acosador con los empleados a su cargo. A pesar de ello, su inteligencia y capacidades descrestaban a cualquiera, mucho más que su voz potente y su estatura, mayor al promedio de la época. Adicionalmente, le gustaba beber, y frecuentaba el distrito rojo de Tokio, donde era cliente de los prostíbulos cuyas geishas contaran con dieciséis años de edad. El nombre de Ishii era famoso en el distrito rojo. Aunque sus superiores sabían de sus andanzas, también comprendían que Ishii merecía algo mejor. Finalmente en 1924, se decidió que el joven médico debía ser promovido a un mayor rango, al de Mayor General, por lo que Ishii regresó a Kioto para comenzar estudios de posgrado.
Allí estudió bacteriología, serología, patología y medicina preventiva. Mientras completaba sus estudios avanzados, en la isla de Shikoku, al sur de Japón, estalló una epidemia que, rápidamente, comenzó a propagarse. Ishii fue enviado en la comisión académica a investigar. Se trataba de una nueva cepa de la encefalitis, conocida como la “B japonesa”. Ishii localizó y aisló el virus mediante técnicas de filtro. Esta experiencia cambiaría su perspectiva acerca del poder de un virus para diezmar poblaciones y transmitirse.
Después de los estudios de posgrado, Ishii siguió investigando. Fue en este tiempo que hizo amistad con el rector de la Universidad Imperial de Kioto, Torasaburo Araki, quien era uno de los médicos más eminentes que tenía Japón. Ishii finalmente se casó con una de las hijas de Araki, catapultándose así en su carrera. A fines de 1926 o principios de 1927, se doctoró en microbiología. Recibía su título con el flamante rango de Capitán del Cuerpo Médico del Ejército Imperial, al cual había sido ascendido dos años antes.
Contratado en el Hospital del Cuerpo Médico del Ejército de Kioto, Ishii descubriría la política, no por vías de la democracia, sino por el discurso ultranacionalista y las arengas de las tabernas. En Kioto continuó en los meses siguientes con sus actividades investigativas cuando cayó en sus manos un documento que, se afirma, cambió su vida. Se trataba del reporte sobre armas biológicas del Primer Teniente Médico Harada, que había asistido a la Convención de Desarme de Ginebra en 1925 como oficial del despacho del Ministro de Guerra de Japón. Harada había hecho copias del informe y las había puesto a circular en la comunidad médica, sin que llamase la atención de nadie. Sin embargo, cuando cayó en manos de Ishii, el informe cobró vida no como una prohibición sino como el primer paso en la exploración de las posibilidades de construir un armamento biológico que beneficiaría al Japón en un futuro cercano. Una oportunidad única, sin duda, ya que los demás países habían renunciado a dicho potencial.
De inmediato, Ishii echó mano a sus conexiones con los ultranacionalistas en el Ministerio de Guerra, buscando convencerlos. Nadie quería invertir en una investigación de esa magnitud, mucho menos producir un arsenal biológico cuando los términos de paz de una guerra sangrienta estaban aún demasiado frescos. Ni siquiera los inteligentes alegatos de Ishii sobre el potencial táctico descrestaron al Ejército. Frustrado por la actitud del gobierno, Ishii partió en abril de 1928 en un viaje de dos años por el mundo pagado por el mismo Ejército como premio por su eficiencia, con el fin de dialogar con sus iguales y recopilar información de inteligencia militar. En todos los países Ishii presentó sus credenciales como investigador sobre “guerra bacteriológica”. Cuando Ishii regresó a Tokio desde Estados Unidos, encontró que en sus dos años de ausencia, el Ministerio de Guerra había cambiado: los viejos, reticentes funcionarios se habían marchado, y los que entonces lo conformaban, tenían una posición distinta sobre el potencial bélico de un programa biológico estatal; de hecho, los jingoístas habían subido al poder, con sus ideas de hegemonía y expansión territorial, si es que Japón quería sobrevivir como imperio. Por sus aportes en su expedición internacional, cuatro meses después, Ishii fue nombrado Profesor de Inmunología en la Escuela Médica del Ejército en Tokio, y ascendido a Mayor. Desde su nueva posición, instauró oficialmente la investigación biológica en Japón con fines militares, ganando el apoyo de los nacionalistas en el poder, bajo el argumento de “tiene que ser muy bueno para que haya sido prohibido por la Liga de las Naciones”.
Rápidamente el joven investigador había llamado la atención del principal científico militar de la época, Chikahiko Koizumi, quien además de haber sido pionero en distintos campos hasta llegar a desempeñarse luego como Ministro de Salud, era un ultranacionalista convencido. Koizumi no solo había abandonado antes el camino de la búsqueda de armas biológicas, sino que hoy es el padre de la investigación de armas químicas en Japón. Tras revisar la excelente hoja de vida y verificar los méritos de Ishii, de inmediato el respetado investigador le otorgó todo su apoyo. Como primera medida, se creó el Departamento Nacional de Inmunología, a petición de Ishii. Pronto, el ambicioso médico contaba no solo con el apoyo incondicional de Koizumi, sino del Ministro de Guerra Sadao Araki y el influyente General Tetsuzan Nagata. Ishii estaba en la cima: en 1932, partió en una gira exploratoria por Manchuria, que recién se había anexado el imperio japonés. No mucho después, el ultranacionalista Doctor Ishii regresó a Manchuria con excelentes credenciales, un enorme presupuesto y el respeto tanto en el territorio ocupado como en Japón. Con la evacuación forzada del villorrio de Beiyinhe, comenzó una de las épocas más oscuras de la historia de la Segunda Guerra Mundial en Asia.
El nacimiento de la Unidad 731
La desaparición de Beiyinhe de la faz de la tierra fue el comienzo de la espeluznante Unidad 731 de investigación biológica del Ejército Imperial Japonés. Con un presupuesto de más de 200,000 yenes (una enorme suma) que provenían de cuentas secretas del ejército, el dinero fue aumentando año tras año así se sacrificasen otros frentes del Ministerio de Guerra. En 1932, la Unidad 731 comenzó sus labores con alrededor de 300 personas (que aumentaron con los años), para ejecutar un programa ultra-secreto, del cual dependía la seguridad nacional del Japón.
Ishii y sus subalternos adoptaron nombres en código. La Unidad primero operó en el barrio industrial de Harbin, donde ocupó bodegas abandonadas y edificios que expropió a sus dueños. La investigación se clasificó en A, para experimentos muy peligrosos, y B, para experimentos de inoculación, poco peligrosos. Con el pasar de los meses quedó claro que el cuartel de Harbin eran necesarias instalaciones adecuadas para la investigación A, sin que el equipo corriese riesgos, y que involucraba a cobayas humanos. Mientras Ishii buscaba el lugar adecuado para establecer un complejo discreto, su equipo seguía trabajando con vacunas en los laboratorios de Harbin. Entonces, en el verano de 1932, el doctor Ishii dio con Beiyinhe, y tras evacuar a sus habitantes, el ejército japonés destruyó todas las chozas salvo una, acordonó medio kilómetro con el fin de preparar el terreno para construir una estructura que sirviese como laboratorio y prisión. Se trajo mano de obra local esclavizada, que de inmediato levantó pisos, paredes, y un muro de tres metros, protegido con alambre electrificado, altas garitas, torres de luces, y se estableció un terreno restringido de 250 metros adyacente al área, una “zona de muerte”. En menos de un año, al interior de los muros, los albañiles construyeron más de 100 edificios de ladrillo. El personal militar a cargo hacía lo imposible por impedir que los constructores tuvieran perspectiva de lo que estaban erigiendo. En el centro del complejo, se alzó un enorme edificio, que serviría en parte de prisión y en parte de laboratorio. Por su tamaño, usualmente la población local se refería a él como el “Castillo Zhong Ma” (Colonia Carcelaria de Zhong Ma fue como lo llamaron los japoneses). Otros edificios albergarían animales.
El llamado Castillo de Zhong Ma se dividía en dos alas: en la primera funcionaba una cárcel, los laboratorios, un horno crematorio y un basurero de municiones. En la segunda estaban las oficinas, los barracones, las bodegas, una cantina y un estacionamiento de uso del ejército. En plena capacidad, la cárcel podía alojar 600 reclusos, entre meros “sospechosos”, miembros de la resistencia, los “bandidos” que seguían a Chiang Kai Shek y los comunistas del otro lado de la frontera. Gracias a sus contactos, Ishii lograba que todos ellos purgaran sus condenas en su castillo, aunque preferiblemente la policía local enviaba a la Unidad 731 a los acusados políticos.
Regularmente, el mismo Ishii o alguno de sus ayudantes extraían alrededor de 500cc de sangre de cada prisionero cada tres o cinco días. La rutina jamás se interrumpía. Como resultado, los prisioneros se deterioraban rápidamente. Cuando esto ocurría, se les inyectaba veneno y, tras la autopsia reglamentaria, los cuerpos desaparecían en los hornos crematorios.
En los primeros años del proyecto secreto, los experimentos de Ishii eran rudimentarios, sin ninguna importancia salvo torturar personas hasta asesinarlas. A veces se medía el impacto de proyectiles y granadas sobre el cuerpo humano solo por el interés de hacer una autopsia. Sería después que Ishii perfeccionaría lo macabro, especialmente en tres frentes: ántrax, muermo y plagas. Si bien se dice que los archivos de la unidad Ishii en Beiyinhe fueron destruidos en 1945, numerosas narraciones sobre sus experimentos perviven, entre los que están la inducción de bacterias infecciosas a los prisioneros con el fin de practicarles autopsias en su estado de delirio. En 1934, sus investigaciones sobre el cólera demostraron que este, transmitido por medio de plagas, era efectivo como arma biológica. Los equipos a cargo de Ishii (había uno de envenenamiento por gas, otro de envenenamiento líquido, otro de muerte con electricidad, etc.) pasaban sus días haciendo horribles experimentos como en una fábrica de ideas. Entre los más sonados, están los de las víctimas que eran congeladas y luego revividas con agua caliente, o la forma como extraían órganos de personas vivas, simplemente con un hacha y manos fuertes para sostener a la víctima.
No se sabe cuántas personas realmente fueron exterminadas en la Unidad 731 como en toda Manchuria. Sin embargo, después de la guerra, el General Yasutsugu Okamura escribió en sus memorias: “No sé los detalles de los avances médicos que hizo, pero cuando la guerra terminó Ishii me dijo que su trabajo había producido más de 200 patentes”.
Ishii abandonó el complejo de Beiyinhe en 1937. Ordenó que todo fuera destruido, y que se eliminaran todos los testigos posibles. Todos los prisioneros fueron acribillados, y el equipo de Ishii se dirigió a un nuevo complejo, más cerca de Harbin, donde comenzaría lo que llamaría “su obra maestra en la investigación científica”. Fue allí, entre 1937 y 1945, que la Unidad 731 ganó su escalofriante reputación.
La historia del complejo de Beiyinhe se mantuvo secreta por más de cuarenta años. Fue a principios de los años 80 del siglo pasado cuando un investigador y académico chino, Han Xiao, director adjunto del Museo 731, descubrió, por casualidad, la sórdida historia de la experimentación científica sobre seres humanos en el campo Zhong Ma, que se remonta, según se calcula, a 1932, poco después de la invasión de Manchuria por parte de Japón.
“Escuché sobre los preparativos para la guerra biológica en el Ejército japonés por primera vez después de posesionarme de mi cargo como miembro en la Unidad de Cuarentena del Ejército Kwantung en diciembre de 1939… Se le conocía como la “Unidad Ishii” en el Ministerio de Guerra. Al asumir mi cargo me concentré en el cultivo de bacterias… Fui de mala gana testigo de los preparativos para dicha guerra bacteriológica. Creía completamente que el Teniente General Ishii había concluido en ese lugar un gran experimento científico en preparación de esa guerra… Basándome en los datos y el trabajo realizado por los equipos bajo el liderazgo de… Ishii, que conocía muy bien, doy fe así de mi responsabilidad en los experimentos realizados por los equipos de Ishii en los que cuerpos humanos vivos fueron sacrificados en la investigación.”
(Testimonio del Mayor Tomio Karasawa, septiembre de 1946, Doc. 9306, Expediente en Grupo 153, Archivos del Juez Fiscal General del Ejército. Archivos Nacionales de Estados Unidos, 107-0.)
FUENTES:
2011-08-04 16:02
Felicidades por el artículo, muy interesante. ¿Podrías recomendarme bibliografía sobre el tema editada en castellano?
Gracias.
2011-08-05 13:19
Excelente artículo. Hace unos años me interesé por la unidad 731, aunque ni mucho menos llegue a recabar tanta información como la que aquí se muestra.
En todo caso querría hacer una apreciación sobre los experimentos realizados por Ishii y sus secuaces.
No eran un montón de científicos locos realizando experimentos aleatorios a ver cómo podían torturar más y mejor sin un objetivo claro. Creo que era algo mucho más frío e inhumano.
Las pruebas con munición real sobre humanos se empleaban para determinar el efecto y eficacia del armamento y como aumentarlo. Estas mismas pruebas servían para entrenamiento de los cirujanos militares, que trataban las heridas y así practicaban sobre casos reales en humanos para luego emplear esos conocimientos sobre las tropas japonesas heridas en batalla. De esta manera se adquiría una valiosa experiencia sin coste en vidas japonesas.
Igualmente las enfermedades o las congelaciones, en las que se empleaban y experimentaba con cobayas humanos de forma sistemática (como recuperar mejor una congelación en brazos, piernas, identificación de síntomas y curación de infecciones, etc.) para su posterior uso en medicina militar.
La investigación en guerra bacteriológica era una parte muy importante de la unidad 731, pero también ofrecía resultados inmediatos al ejército imperial como centro de formación médica, al coste de un desprecio total por la vida.
Es por eso que EEUU dio a Ishii y sus colaboradores inmunidad a cambio de sus conocimientos y resultados de sus experimentos sobre humanos, algo que ellos, EEUU, nunca podrían realizar a tal escala.