A principios del siglo XX, los héroes clásicos iban a pasearse en el callejón del Gato y su esperpéntico reflejo retrataba el sentido trágico de la vida española. A principios del XXI, aquello aún parece hermoso comparado con lo que nos ha quedado: una foto de aquel reflejo en baja resolución, imprimida en escala de grises, fotocopiada en modo ahorro, caída en una cuneta y meada por un perro. El día 29 de cada mes, Sergio Barrejón reflexiona sobre la irrecuperabilidad de España, el único país del mundo que ha sido república dos veces… y las dos veces se ha vuelto a convertir en monarquía.
Oigo muchos improperios contra los que crearon la crisis: “es injusto que los ciudadanos tengamos que pagar esto con nuestros impuestos. Que paguen los que crearon la crisis”. Siendo éstos, mayormente: los bancos, los políticos y los mercados.
Desde el punto de vista de la ética, no puedo estar más de acuerdo: el que rompe el plato debe pagarlo. Pero desde el punto de vista de la gramática, ya no estoy tan de acuerdo. Sospecho que el uso de la tercera persona no es del todo correcto. Porque los bancos, los políticos y los mercados necesitan combustible para encender las hogueras en las que arden nuestros derechos. Y sospecho que parte del combustible se lo han estado dando los mismos que ahora protestan porque España se esté convirtiendo en una gigantesca quema de rastrojos.
No sé si es genético, cultural o qué, pero en este país hay una incapacidad endémica para ver las cosas en perspectiva. En 1982, por ejemplo, millones de españoles se quisieron creer que Felipe González crearía 800.000 empleos en España. Treinta años después, millones de españoles aúpan al poder a un partido que promete 250.000 empleos… sólo en Eurovegas. En España hay que cambiar el refrán: es el mismo collar en distinto perro.
Los supuestos años de bonanza que hemos vivido durante los gobiernos González y Aznar se han basado en dos gigantescos castillos de naipes, tan gigantescos que 9 de cada 10 españoles no eran capaces de identificarlos como tales… por tenerlos delante de las narices. Cuestión de perspectiva, vaya. Primer castillo de naipes: España debe entrar en la Unión Europea. Segundo castillo de naipes: es buen momento para comprar.
El primer castillo es fácil de analizar. Para permitirnos la entrada en la Unión Europea, Francia y Alemania impusieron unos “criterios de convergencia” cuyo espíritu se resumen en el clásico: dame tu oro, nativo, y toma estas bonitas cuentas de colores. El oro era nuestra industria y nuestra ganadería, y las cuentas de colores eran dinero francés y alemán para construir exposiciones universales, ciudades olímpicas y miles de fuentes en las rotondas de todos los pueblos de España.
Recuerdo una viñeta de Forges de los noventa. Dos náufragos en una isla desierta, desolados y harapientos. Uno le dice al otro: “¿Y cuando alcancemos los dichosos criterios de convergencia… por lo menos nos dejarán comérnoslos?”. La respuesta estaba clara entonces. Pero, por el tema de la falta de perspectiva, incluso hoy hay millones de votantes que no se han enterado de qué va la vaina.
Para profundizar en el segundo castillo, necesito extenderme un poco más. Me voy a fijar en una escena muy concreta, aparentemente anecdótica pero creo que muy representativa. Estamos en la oficina de un notario, interior día. El comprador y el vendedor del inmueble (que ya han visitado la casa, concretado las condiciones y pactado un precio) se han reunido en el despacho del señor notario para firmar el contrato de compra-venta.
Tras leer el contrato y ver que ambas partes estaban de acuerdo en todo, el señor notario hace una pausa antes del momento definitivo de la firma: “yo tengo que salir un momentito, vuelvo en dos minutos”. Tiempo suficiente para que el comprador entregase al vendedor el pago en negro: un pago en metálico que no figura en ningún contrato, pero que habían pactado también de antemano.
Entre los años 2000 y 2006, si un atracador hubiera sido lo bastante hábil para apostarse en la puerta de un notario cualquiera de Levante, pongo por casa, y atracar a los clientes que venían a formalizar la compra de un piso, en una sola mañana podría haber ganado dinero suficiente para mantenerse unos años.
Porque durante esos años, nueve de cada diez compradores de pisos en España llegaron al notario con un bolsillo sensiblemente más abultado que otro. Sin que nadie les pusiera una pistola en la cabeza, docenas de miles de españoles pasaban por el banco antes de ir al notario, sacaban miles de euros en efectivo, y se los entregaban en mano a un señor al que no conocían de nada. Previa retirada discreta del señor notario, que naturalmente estaba al tanto de todo sin que nadie se lo tuviera que contar.
En esta sencilla escenita, representada ya por tanta gente que todos conocemos a alguien que lo haya hecho, intervienen tres personajes exquisitamente españoles: el vendedor es el pícaro de toda la vida. El comprador es el honrado trabajador de toda la vida, de tan honrado tonto de remate, dispuesto a colocarse el yugo él solito. El notario es el pescador de río revuelto de toda la vida.
En cada uno de esos billetes se iba el sueldo de maestro, una cama de hospital, una píldora del día después, una prótesis gratis para un abuelo, un lote de libros para una biblioteca y la beca de un investigador, entre otras muchas cosas.
Es cierto que, durante años, el sistema ha empujado al ciudadano de a pie a comprar casas. Le ha ofrecido desgravaciones fiscales por hipotecas, cuentas vivienda, viviendas de protección oficial y otras muchas “facilidades” que consiguieron hacer creer a muchos honrados trabajadores que lo normal era llevar a cuestas una hipoteca de cuarenta años.
Es cierto que la locura del ladrillo fue alentada desde las instituciones y los medios de comunicación con una insensata fiereza, hasta el punto de que los que nunca hemos sido amigos de entramparnos con los bancos éramos tratados de tontos por tirar nuestro dinero en un alquiler. Familiares, amigos, tertulianos y gobernantes se reían de nosotros por desperdiciar la oportunidad de comprar una casa, que era para toda la vida, y además nunca bajaría de precio.
Comprendo perfectamente a la gente que en esos años contrató una hipoteca para una primera vivienda. No comparto sus razones, pero entiendo las decisiones que les llevaron a ello. Comprendo algo menos a los que contrataron una hipoteca para una segunda vivienda en la playa. Pero en fin, hasta ahí también llego. Pero jamás entenderé qué mecanismo mental te lleva a entregarle 20.000€ en metálico a un fulano. Y mucho menos aún entenderé cómo después de hacer eso voluntariamente eres capaz de pensar que fueron otros los que crearon la crisis. Eso es como pensar que el atasco lo han provocado los otros, que tú sólo pasabas por allí con el coche.
Yo, personalmente, cada vez que oigo improperios contra los que crearon la crisis, procuro acordarme también de los que la pidieron a gritos. Por mantener la perspectiva, ¿no?
2012-12-29 14:23
Sublime.