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Cartas desde Brasil por V.V.A.A.

Cartas desde… es un intento por recuperar el espíritu de las corresponsalías epistolares de la prensa decimonónica, más subjetiva, más literaria, y que muestre una visión distinta y alternativa a la oficial de Agencias.

Todo sobre el carnaval carioca

por Xoán Carlos Lagares

Quem me vê sempre parado, distante, garante que eu não sei sambar,
Tô me guardando pra quando o carnaval chegar.
Chico Buarque

Los tópicos nunca andan solos. Tiras de uno y te encuentras con un racimo de prejuicios entrelazados, como cerezas en una gran cesta. No sé si será una exageración o un recuerdo inventado, pero siempre por estas fechas me vienen a la cabeza aquellas imágenes de cierre de telediario español con sus textos correspondientes sobre el carnaval carioca. Antes o después del vídeo con las mulatas semidesnudas desmontándose al ritmo enloquecido de la música, siempre se ofrece, cual parte de guerra, el número de muertes violentas durante los días que dura el jolgorio. Recuerdo (¿lo recuerdo realmente?) haberle preguntado a mi padre, siendo yo niño, de qué se morían todas aquellas personas que parecían divertirse tanto en la tele. La respuesta de mi padre no era original, ya la tenía preparada y me la había soltado en otras ocasiones, por ejemplo, para explicarme las causas de la muerte de Elvis Presley. Según él, los cariocas, igual que el rey del rock-and-roll, se morían de agotamiento…

Supongo que siendo como es conocida la violencia criminal que se padece en Río de Janeiro, cualquier ocasión es buena para hacernos tragar estadísticas siniestras, que (por desgracia) no son sensiblemente diferentes a las de otras épocas del año, pero que vienen que ni pintadas cuando la noticia se centra en la capital fluminense. No importa que la mayoría de los muertos por armas de fuego sean, como el resto del año, insisto, víctimas de enfrentamientos entre bandas rivales del narcotráfico o entre narcos y policías. La mente periodística en cuestión debe de funcionar más o menos así: Brasil igual a carnaval; Brasil igual a violencia; ergo, Carnaval igual a Violencia. Punto. Buenas noches y hasta la próxima edición.

Siempre digo a quien quiera oírme, y pocos me creen, que la época del año más tranquila para visitar Río de Janeiro es precisamente el carnaval. Mucho más tranquila, por ejemplo, que la navidad, cuando se respira en la ciudad una especie de agresividad latente. Aquellos que pueden comprar, los incluidos, estresados haciendo filas en los centros comerciales, corriendo atrás del penúltimo regalo, pasando por arriba, codos y piernas en ristre, de todo aquel que ose cruzarse en su camino. Y los que no pueden comprar, los excluidos, destilando su frustración a golpe de atraco, o bien intentando vender a cualquier precio y de malos modos lo que tengan para vender, inconformes con su papel de espectadores en la gran bacanal consumista.

Durante el carnaval, sin embargo, hay menos tráfico en las calles, las playas urbanas están más vacías, es fácil encontrar mesa en los restaurantes y no es necesario hacer grandes filas para ver una película en el cine o asistir a un espectáculo. Eso porque una enorme cantidad de cariocas suele abandonar la ciudad para ir a las playas del litoral del Estado, lo que convierte las carreteras, dígase de paso, en la más perfecta versión terrena de los círculos infernales, y los que se quedan, cuando no están de resaca, andan sambando por las calles detrás de los “blocos” carnavalescos. La verdadera fraternidad y el buen rollito los encontramos ahí, en las fiestas rabelaisianas por las calles, más que en las familiares guerras de baja intensidad de las cenas navideñas.

Esas charangas tienen nombres tan sugerentes, incluso groseramente traducidos, como “Carmelitas” (porque dice la leyenda que una monja de clausura del barrio de Santa Teresa saltó el muro del convento para perderse en el carnaval), “Cariño, no tardo nada” (las últimas palabras de un amante esposo en un sábado de carnaval, y que no volvió hasta el miércoles de ceniza), “Ven a mí, que soy muy fácil” (sin comentarios), “¿Qué mierda es esa?” (dicen que lo dijo algún integrante de la tradicional Banda de Ipanema, declarada patrimonio cultural de la ciudad, cuando vio venir en dirección contraria un “bloco” con más afición que talento musical, que transformó la pregunta inmediatamente en nombre), “Simpatía es casi amor”, “Bésame que soy cineasta” (sin comentarios), o el “Sobaco de Cristo” (que circula por el barrio Jardín Botánico, justo a la altura del sobaco derecho del famoso Cristo que está sobre el monte Corcovado), por poner sólo algunos ejemplos. Puede servir como prueba de la buena voluntad reinante algo que presencié hace dos carnavales en mi barrio. Justo en la calle por la que pasaría el “Sobaco de Cristo” hay una iglesia metodista, que decidió expresar su malestar con el nombre del “bloco” colocando una pancarta en la puerta del templo con los siguientes decires: “No te quedes sólo en el sobaco. Conoce a Cristo por entero”. Un incomparable ejemplo de oportunismo y, al mismo tiempo, de delicadeza.

A pesar de los tópicos persistentes sobre el caos en que se transforma Brasil durante el carnaval, la verdad es que en esa época del año el país entero exhibe una gran capacidad de organización, porque lo que tiene que funcionar en tan señaladas fechas (cuando casi todo el mundo se toma unos días libres) funciona milimétricamente, con precisión y rigor prusianos. El mejor ejemplo es el desfile de las escuelas de samba en la avenida Marqués de Sapucaí, que, por tener gradas construidas especialmente para esas ocasiones, recibe el popular nombre de sambódromo. El desfile, que produce esas imágenes planetarias de mulatas semidesnudas moviendo cadenciosamente sus sinuosas curvas, es en realidad un concurso en el que un jurado puntúa la actuación de cada escuela, juzgando la letra de la canción (llamada “samba enredo”), la calidad y originalidad de los carros alegóricos, la sincronización de la “batería”, y muchos otros aspectos que transforman la fiesta en una cosa complicadísima. Lo sé porque lo he visto por la tele. Hay incluso comentaristas profesionales, con peinados graciosísimos y perennes gafas de sol. Además, las escuelas tienen un tiempo determinado para acabar el desfile, así que todos los participantes deben completar disciplinadamente el trayecto marcado. Es como una parada militar, sólo que con plumas y lentejuelas, algo así como una multitud de legionarios en espíritu drag-queen. Todo lo que se dice sobre la subversión carnavalesca es cierto, las escuelas pertenecen a comunidades pobres y sus estrellas son seres anónimos el resto del año, pero esos días brillan como artistas globales. El desfile es un gran negocio, en el que se invierten cifras astronómicas de dinero, que no se sabe muy bien de dónde viene ni a dónde va, lo cual parece no importar especialmente a nadie. En la fiesta planetaria participan muchos turistas, artistas mediáticos y personas de clase media, que pagan para enfundarse una de aquellas “fantasías” estrambóticas y, con suerte, salir en la tele atropellando una música trepidante.

En fin. Hay una abundantísima literatura sobre el carnaval en Brasil, su valor antropológico, sus orígenes y filiaciones, que si las fiestas saturninas, que si los momos de las cortes medievales portuguesas, pero a quién le interesan esas cosas cuando ya se oyen a lo lejos los “batuques” y sabemos que “vai passaaaar nessa avenida o samba populaaar…”

Xoán Carlos Lagares | 30 de enero de 2008

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