Cartas desde… es un intento por recuperar el espíritu de las corresponsalías epistolares de la prensa decimonónica, más subjetiva, más literaria, y que muestre una visión distinta y alternativa a la oficial de Agencias.
por Xoán Carlos Lagares
En São Paulo aprobaron una ley que obliga a retirar toda la publicidad estática de la ciudad, que elimina las vallas publicitarias, prohíbe pegar carteles en las paredes y estandariza la colocación de anuncios y letreros comerciales. Hacía algún tiempo que no visitaba la ciudad, desde que dejé de trabajar allí sólo había vuelto en dos ocasiones, y cuando supe la noticia, sólo podía imaginar vagamente lo que sería la Avenida Paulista sin sus anuncios de neón, São Paulo sin sus excesos de imágenes y palabras disparando mensajes publicitarios desde cada fachada, a la vuelta de cada esquina.
Mi primera reacción fue de incredulidad. Había leído en alguna ocasión una noticia sobre las dificultades de la Prefeitura (el Ayuntamiento) para poner disciplina en el uso de vallas publicitarias, colocadas en los lugares más insospechados sin tener en cuenta las mínimas condiciones de seguridad. La nueva norma me pareció por eso una especie de reacción exagerada ante las dificultades de aplicación de las leyes ya existentes. Una medida radical que nadie iba a tomarse muy en serio, dado que en Brasil las leyes siempre van muy por delante de la realidad. Como si bastase simplemente con aprobarlas, como si el país real fuera inalcanzable y circulara por caminos transversales, siempre al margen del mundo oficial, de ese país de papel satisfecho con sus proclamas igualitarias y sus discursos democráticos.
Hace dos semanas volví a São Paulo, ya tras la aplicación de la nueva ley, y me sorprendí al descubrir una realidad antes oculta atrás de los mensajes publicitarios (¿y no es esa precisamente la función de la publicidad?), sus largas avenidas al desnudo, las fachadas de sus edificios al descubierto. Una vez desaparecido el maquillaje de papel, la cara real se muestra en toda su crudeza.
No siempre es bonita. Inmensas vallas publicitarias ocultaban pequeñas favelas por todas partes, miserables conglomerados de chabolas de lata y madera, que antes apenas se veían y que ahora respiran libremente el humo negro que vamos dejando atrás cuando pasamos en coche por las grandes avenidas. Edificios en progresiva descomposición, como cadáveres en pie que fuesen a desmoronarse de un momento a otro y que servían apenas de inestable base de apoyo para carteles gigantescos, ahora se muestran inútiles en su precaria grandeza.
No siempre es fea. Edificios magníficos, soberbias construcciones de los años cincuenta, aparecen en (casi) todo su esplendor. Surgen árboles entre los edificios, pequeñas masas vegetales que se van arrastrando por las calles y que ahora, cuando miramos a lo lejos, percibimos por fin como una línea de horizonte razonablemente verde.
São Paulo es una megalópolis que creció vertiginosa y desordenamente en el último siglo. En 1895 tenía 130.000 habitantes (de los cuales 75.000 eran extranjeros), y en sólo cinco años, hasta el 1900, casi duplicó esa cifra, alcanzando los 239.820 habitantes. Desde entonces, no ha hecho más que multiplicar su población en proporción geométrica. En la última década pasó de diez a dieciséis millones de habitantes, aglomerados en rascacielos que conviven con casitas de dos plantas en lo que parece ser un desorden radical. Hoy São Paulo es una ciudad de ciudades, que contiene en sus calles el Nordeste brasileño, Italia, Japón…, una especie de mundo condensado, interesante, múltiple, veloz. Una ciudad de tráfico imposible, que ha establecido turnos, según el número final de la matrícula del coche, para circular por lo que se llama el “centro expandido”, medida desesperada para aliviar la congestión brutal de sus principales vías.
En esas condiciones, para los millones de humildes trabajadores que dependen del escaso, precario y caótico transporte público, ir de casa al trabajo y del trabajo a casa es simplemente un suplicio que se repite a diario. Sólo hay que verlos a las seis de la mañana, agarrados a las barras metálicas del vagón del metro, dormitando de pie en autobuses abarrotados. Esclavos de un mundo infernal que no han elegido, que no les pertenece, que nadie merece.
La primera vez que vi São Paulo fue desde el aire. Aterrizar en el aeropuerto de Congonhas era (y después del último accidente no sé si lo seguirá siendo, por lo menos para mí) una experiencia inquietante. Tras atravesar una masa blanca, aparecía allí abajo una extensión inagotable de edificios y casas, en desordenada acumulación, una especie de horror vacui urbanístico. Conforme íbamos bajando, los pequeños edificios que parecían de cartón piedra, diminutos, se iban haciendo más grandes, cada vez más grandes, hasta que por fin podíamos divisar los tejados, algunos con heliportos, y después las ventanas, a veces con gente asomada, y desde la ventanilla del avión podíamos adivinar quizá una escena doméstica detrás de las cortinas de un piso veintitantos, mientras seguíamos adelante y abajo, con la extraña sensación de que entrábamos en una maqueta, y las formas apenas diseñadas que veíamos desde el aire tomaban la consistencia dura de las cosas físicas de nuestro mundo. La sensación de irrealidad que traíamos de nuestro paseo por las nubes se transformaba en cuestión de segundos en un exceso de realidad, de olores y humos y luces. Asfixiante, un exceso casi intolerable.
Al salir del aeropuerto un cartel electrónico advierte sobre la calidad del aire. Nunca pasa de “regular”, algunos días es francamente “mala”. Por eso, no estoy seguro de lo que la Prefeitura pretende en realidad enfrentando con tal ardor lo que llaman contaminación visual, en una ciudad que es, como se puede imaginar, un pozo de polución. A la ciudadanía parece que la iniciativa le ha gustado, la mayoría la aprueba y, como consecuencia, ha subido el índice de aprobación del prefeito (alcalde).
Los únicos que han puesto el grito en el cielo son los publicitarios, que consideran la medida un atropello a la libre iniciativa y a la creatividad. La verdad es que existen otras muchas prioridades que no pueden esperar para mejorar la vida de millones de personas. Hay demasiadas imágenes que contaminan mi retina, mucho más que los carteles pringosos en las paredes y la publicidad estática, pero no seré yo quien mueva un dedo sobre este teclado para defender el derecho de los publicitarios a bombardearnos con sus mensajes. Porque, ¿limitando la publicidad nos perdemos algo realmente importante? ¿Acaso dependemos de la publicidad para experimentar los límites del lenguaje, para desde el equívoco, la metáfora y el juego verbal desatar las amarras de los significados y crear otros mundos posibles? ¿No estará, en realidad, el lenguaje publicitario “contaminando” también otros lenguajes, en un mundo en el que las relaciones sociales se asimilan cada vez más a las de compra-venta?
En fin, imagino que no era esa la razón de semejante medida legislativa, pero São Paulo al desnudo me parece estar más abierta a otras posibilidades de intervención ciudadana, donde el desarrollo de la creatividad no dependa únicamente de las necesidades del mercado.
2007-09-26 12:57
Qué bueno el artículo. Ya querrían la mayor parte de los medios disponer de un análisis así. Parabens, y hasta la próxima.
2008-12-30 08:12
Nuevamente confirmo lo que pensaba hace rato sobre la literatura al servicio de lo cotidiano, de lo urgente y con la capacidad de ser universal y contemporánea.