Cartas desde… es un intento por recuperar el espíritu de las corresponsalías epistolares de la prensa decimonónica, más subjetiva, más literaria, y que muestre una visión distinta y alternativa a la oficial de Agencias.
por Xoán Carlos Lagares
Delirios esquizoglósicos a parte, me gusta sentir que los sonidos, las palabras, los sintagmas tienen también una historia privada, una especie de intra-historia que los hace palpitar. La vida transcurre dentro de las palabras, que son como un olor intenso, una música inspiradora, un momento grabado con fuego en la memoria. Para mí algunas palabras del portugués de Brasil están tan llenas de sugerencias, acumulan tantos recuerdos, me resultan tan instigadoras que me parece obsceno reducirlas a un simple pacto semiótico entre significado y significante.
Hace algún tiempo que intento conseguir un artículo de Einar Haugen citado por el lingüista francés Louis-Jean Calvet en Pour une écologie des langues du monde. En ese texto, titulado “Schizoglossia and the Linguistic Norm”, Haugen habla irónicamente sobre los “síntomas” de una cierta “enfermedad” que presentan hablantes expuestos a más de una variedad de su lengua. Un cierto mal del diafragma y de las cuerdas vocales, inseguridad general y un exagerado interés por los aspectos estrictamente formales de las lenguas. En casos extremos, afirma Haugen según Calvet, el esquizoglósico se acaba convirtiendo en lingüista profesional, del mismo modo que muchos individuos trastornados acaban estudiando psicología, psiquiatría o psicoanálisis con la vana ilusión de entender sus propios males.
De algún modo me sentí identificado. Soy inseguro, estoy medio obcecado por cuestiones lingüísticas a las que nadie en su sano juicio dedicaría mucho tiempo, y tengo una historia personal de exposición a dos lenguas próximas, el gallego y el español; y en los últimos años también al portugués europeo y sobre todo, obviamente, al brasileño, que son variedades de una lengua histórica denominada gallego-portugués. El conflicto de normas diferentes de una misma lengua, usando el término “norma” en el sentido de conjunto de usos propios de una determinada comunidad lingüística, debe tener alguna consecuencia en mi forma de expresarme, que no seré yo quien valore, y sin duda influye en mi perverso interés por cuestiones relacionadas con aspectos estructurales de la(s) lengua(s). En realidad, es esa perversión formalista la que permite que alguien pueda saber mucho de una lengua, que conozca sus sutilezas gramaticales, y que sin embargo sea incapaz de hablarla. Los métodos de enseñanza del inglés en nuestro sistema educativo se han mostrado especialmente dotados para realizar esa hazaña. Es algo así como saberse de memoria un completo compendio sobre natación (descripción técnica de los diversos estilos, historia de la natación entre los deportes náuticos, la natación como arte, las asociaciones de nadadores…) y sin embargo ser incapaz de dar dos brazadas en la más plácida de las piscinas. Ahondando en la metáfora, no es tan raro encontrar auténticos eruditos del mundo de la natación que le tienen miedo al agua.
En la última copa del mundo tuve una experiencia que me dejó preocupado. Estábamos viendo un grupo de amigos la final Francia-Italia en la tele mientras comíamos churrasco. Todos brasileños menos una francesa que estudiaba letras en Río y su novio, un profesor de historia parisiense que sufrió a mares durante todo el partido mientras devoraba medio buey entre sudores nerviosos. La mujer del anfitrión, de origen italiano, hizo un comentario malicioso sobre lo bien que la nación gala integraba a los habitantes de sus ex-colonias, a juzgar por el color (de piel) de su victoriosa selección, dejando sin efecto, provisionalmente y para mayor gloria deportiva de la France, todos los prejuicios y discriminaciones que sufren con frecuencia aquellos que son llamados pieds noirs y harkis. Al hilo del comentario, alguien preguntó de dónde procedía Vieira (apellido claramente portugués que el locutor brasileño pronunciaba a la francesa, Vieghá). Capté la pregunta de refilón, mientras hincaba el diente en un suculento pedazo de picanha, con un ojo en la pantalla, y me lancé sin pensarlo a aclarar esa duda contando que procedía de vĕnĕrĭa, adjetivo latino formado a partir del nombre de Venus, la diosa del amor romana. Me disponía a perorar sobre la representación de Venus surgiendo del mar sobre esa concha, como muestra el famoso cuadro de Boticelli, la concha y el mar como elementos simbólicos de clarísimo contenido sexual, y sobre el hecho curioso de que el molusco en cuestión sea más conocido en Brasil por su nombre francés, sin duda por haber entrado a formar parte de la gastronomía local a través de la cocina francesa, coquille Sant-Jacques, nombre que, a su vez, remite al hecho de que esa concha sea también el símbolo que identifica a los peregrinos que llegan desde Roncesvalles a Galicia, donde precisamente, cerrando un círculo en cierta medida paradójico, habría nacido la palabra portuguesa vieira. Digo que me disponía a ello, porque la mirada entre asombrada y reprobadora de todos me hizo entender que la pregunta no se refería, como era lógico, a la palabra vieira, sino a la persona que así se llamaba. Me callé la boca, aunque sin cerrarla totalmente (la carne estaba muy buena). El conocimiento de la lengua al servicio de la incompetencia comunicativa.
Delirios esquizoglósicos a parte, me gusta sentir que los sonidos, las palabras, los sintagmas tienen también una historia privada, una especie de intra-historia que los hace palpitar. La vida transcurre dentro de las palabras, que son como un olor intenso, una música inspiradora, un momento grabado con fuego en la memoria. Para mí algunas palabras del portugués de Brasil están tan llenas de sugerencias, acumulan tantos recuerdos, me resultan tan instigadoras que me parece obsceno reducirlas a un simple pacto semiótico entre significado y significante. Me pasa, por ejemplo, cuando escucho la palabra pipoca. Me acuerdo siempre de Recife, en el estado de Pernambuco, la primera ciudad brasileña que conocí cuando en 1997 me vine a pasar aquí cuatro meses con una beca Intercampus. Conocí esa palabra de origen tupí en su sentido connotado, cuando me invitaron a ir de pipoca al Recifolia.
El Recifolia es un carnaval fuera de época. El carnaval allí es tan bueno y junta tanta gente que se dan el lujo de hacer dos por año, intentando doblar así de paso los rendimientos turísticos. Sigue el modelo del carnaval bahiano, con un desfile de grandes camiones sobre los que actúan grupos de música, seguidos por foliões que han pagado para formar parte del “bloco” y que lucen una camiseta que los identifica. Por motivos de seguridad, para marcar jerarquías o con ánimo de discriminar, el caso es que los miembros del “bloco” bailan en un espacio delimitado por una cuerda. En algunos casos, en los extremos hay guardias jurados contratados por la organización. Los que están fuera del “bloco”, esa multitud de cabezas que no han pagado y que saltan con fervor, prácticamente unas por encima de las otras, es lo que recibe el nombre de pipoca. Es decir, palomitas de maíz (y al escribir este sintagma que hace tiempo que no utilizo, por la distancia y el extrañamiento, estoy viendo literalmente pequeñas palomas blancas revoloteando en una cazuela).
Es también mi propia historia con la palabra marimbondo la que le da al sustantivo un valor que ningún diccionario conseguirá nunca recoger. De origen africano, procedente del quimbundo, la oí primero en la voz de un cantante portugués, Fausto, en un disco llamado A preto e branco, donde interpreta poemas de autores africanos de lengua portuguesa. Los versos finales de un poema de Ernesto Lara Filho dicen: Marimbondo /Mordeu tua filha no olho y después Marimbondo /Foi branco quem inventou...
Ese ser mordedor se me aparecía en la imaginación como una especie de monstruo fabuloso. Si la pereza no me lo impidiese habría consultado un diccionario y resuelto todas mis dudas. Pero no lo hice.
Un día, ya en Río, estaba yo acostado en la hamaca en el balcón de casa, contemplando somnoliento la floresta da Tijuca, el Cristo sobre el Corcovado al fondo, cuando mi mujer me alertó: “¡Cuidado con el marimbondo!” Salté de la hamaca pensando que estaba siendo atacado por un ser mitológico. Una especie de helicóptero me rondaba la cabeza, un mosquito aquejado de gigantismo, un bicho de proporciones colosales. Se trataba simplemente de un insecto. ¡Pero de qué dimensiones! Me fui apartando despacito para no enfadarlo. Parece que su picada es realmente dolorosa. Después descubrí que en algunas variedades de portugués se utiliza el verbo “morder” para referirse a las maldades que los insectos hacen con nosotros. Es una exageración en la mayoría de los casos, ya que casi todos los mosquitos utilizan como armamento un pequeño aguijón. Sin embargo, un insecto mínimo, que aquí se llama borrachudo, realmente muerde con sus fauces diminutas, que pellizcan y dejan una gotita de sangre bajo la piel y un pequeño hinchazón que arde durante días.
También me emociona descubrir la reorganización de formas derivadas de palabras gallego-portuguesas. Como la inexistencia en Brasil de trapalheiros, habiendo sin embargo, como los hay, trapalhões, ambos a partir del verbo gallego-portugués-brasileño, atrapalhar (‘confudir, perturbar, hacer algo mal’...). Se me vienen muchas cosas a la cabeza al escribir este verbo, pero eso ya es otra historia.
2007-12-04 19:42
La etimología de vieira debe ser más bien viaria, no venerea. Viaria hace referencia a la concha que se utiliza por los viajeros en la via (camino) de Santiago.
2007-12-04 20:30
Bueno, es una posibilidad. Desde el punto de vista del cambio fonético, mucho más simple. Aunque el hecho de que exista también una forma “venera” en castellano, documentada también en portugués parece que desde el siglo XVIII, para referirse a esa concha de los peregrinos, complica esa lectura. El mundo de la etimología es realmente nebuloso. A mí me pone mucho más interpretarlo como referencia a Venus, como hacen la mayoría de los diccionarios. Licencia poética…
2007-12-06 00:39
Está claro que nadie puede aprender bien una lengua fuera de tiempo, lugar y situación reales, por mucho que se memoricen y practiquen sus elementos gramaticales. Si no hay una auténtica inmersión no se siente ese olor, sabor, esa urgencia, vivencia que hace que se movilicen todas nuestras neuronas y nos transmitan fácil y naturalmente a la lengua las palabras y expresiones acertadas con todas sus posibles connotaciones y sutilezas. De ahí en nuestro país el fracaso estrepitoso de aprender el inglés. ¡Hay que vivirlo allí, aunque sólo sea una temporadita!...
Por otro lado, a medida que la idiosincracia social evoluciona (por ejemplo desde la religiosidad al ateísmo o mejor al descreimiento) se producen leves tanteos de variaciones en nuestro lenguaje que me resultan especialmente chocantes. Por ejemplo, está la interjección “¡adiós!”, que mucha gente rehuye tratando de utilizar otras sustitutivas sin encontrarlas del todo equivalentes. Pese a todo, parece que actualmente se está imponiendo la fórmula “¡hasta luego!, la cual se sigue y sigue utilizando en toda clase de despedidas con la vana esperanza de que así finalmente llegue a significar lo mismo que la primera, cuando siempre será algo diferente: Un hasta luego es un hasta luego, mientras que un adiós es un adiós -que puede ser hasta luego, h.mañana o h. nunca, mientras que decirle h. luego a alguien q sabemos no vamos a ver nunca más resulta del género tonto. Es una huída hacia adelante de gente que ya no se siente cristiana tratando de evitar el adiós, cuando es más fácil, rápido y acertado decirlo -¡¡Por Dios!! ¡qué importa si su origen y etimología se deriven del cristianismo!...
Algo parecido ocurre cuando alguien estornuda y en vez de no decirle nada (lo más acertado) o el clásico “¡Jesús!” (interjección que denotaba susto, no otra cosa) ahora hay gente que trata de sustituirla exclamando “¡Salud!”... ¡Pero bueno!... Obviamente, el que estornuda no necesita que nadie le desee salud, porque por hacerlo no está a punto de perderla necesariamente…
¡Pero en fin!... Extrañas intentonas que no conducirán a ninguna parte, porque tanto el ¡hasta luego! o ¡salud! la mayoría de veces no vienen a cuento.
Bueno, ¡hasta luego Lucas!...
2007-12-07 00:50
Coincido contigo, Damocles, en que lo mejor es la inmersión. Nada ayuda tanto a nadar como la necesidad de no ahogarse. Aunque siempre se puede empezar de forma controlada, en una piscina con socorrista, por ejemplo, antes de aventurarse en mar abierto. Me parece que colocar la lengua como objeto, como materia, produce un cierto “extrañamiento”, que nos puede alejar del “entrañamiento” necesario para hablarla.
La obsesión etimologista, esa manía de querer recuperar el sentido “original” de las palabras, no es cosa sólo de ateos. Recuerdo que cuando se aprobó la ley del matrimonio homosexual hubo alguna manifestación de la Real Academia en el sentido de que no se podía utilizar la palabra matrimonio en ese caso porque en su raíz estaba la palabra latina mater (madre). Con ese impecable razonamiento filológico se podría negar el derecho a la propiedad a la mujeres, porque en la raíz de la palabra patrimonio está el sustantivo latino pater (padre). Supongo que ningún sabio académico defendería eso, pero vete tú a saber…
Gracias por pasar por aquí. Hasta luego (ahora sí).
2007-12-08 16:27
Damocles, no estoy muy segura, pero creo que el «¡Jesús!» después del estornudo se quedó así por abreviar «Jesús, María y José, el ángel de la Guarda le acompañe a usted [usté]» y que se decía porque los síntomas de un resfriado común, como los estornudos, eran iguales a los síntomas de la gripe, que era una enfermedad mortal; vamos, que lo que se le deseaba era que le protegiera el ángel, Jesús, María y José, no fuera que uno solo no bastara. En esto de las etimologías, ya sabes, de todas formas, que es difícil discernir la verdad de las leyendas.
Aun así, te doy la razón: ¿por qué cambiar lo que funciona? ¿Por pura reacción contra algo?
Un beso