Sólo alcanzaban el orgasmo cuando el príncipe llegaba a las notas más altas, y el fragor con que la orquesta barría los últimos agudos acunaba ese amor lánguido que quedaba tras el coito. Durante meses habían perfeccionado las cadencias y empujes y habían trabajado la mente para lograr la armonía perfecta, de modo que el roce y la humedad y la música convergiesen en el punto requerido. Una mañana ella abandonó la estancia y al hombre para siempre, cansada de intentar percibir si era ella misma o era el príncipe a quien vencían sus embates.