No era hermoso, pero rendía a las mujeres sin apenas esfuerzo. Era feliz en la dulzura de la brevedad: amaba intensamente bajo la novedad y el fuego, mas apenas sentía un leve indicio de cansancio, un gesto de futuro reproche, el más mínimo avance de la monotonía o el fracaso, desaparecía sin dejar rastro ni huellas de la huida. Así amó y abandonó a infinidad de mujeres mientras su cuerpo y su mirada despidieron un olor de animal incontrolable y magnético. Pero llegó la niebla que le cubrió el cabello y le apagó los ojos, y entonces la soledad febril y jubilosa se tornó en infierno de ausencias y miedo al abismo. Tras años enojosos de progresivo abatimiento, llegó al asilo. Percibió entonces en las miradas añejas de las ancianas el fulgor de antaño en los pezones jóvenes, y reanudó, ya hasta su muerte, la feliz existencia de serpiente, encantadora y ponzoñosa.