Televisión hay, aún, por todas partes. Mientras avanza el siglo, e Internet la remplaza, queda como el electrodoméstico más importante. El que expulsa información sin parar. Información que debe ser sopesada. Esta columna tiene como finalidad y motor reflexionar sobre lo que se emite por televisión y considerar críticamente lo que en ella se ve y expone. Y lo hacía cada lunes. Sigue en elreceptor.com.
Hay algo inexplicablemente atractivo en los premios. Esa es, al menos, la única idea que se me ocurre para justificar nuestro interés por ellos. Bueno, eso y el porterismo para despellejar lo que han decidido ponerse las famosas —y algún famoso aislado— en un momento de alucinación temporal.
Todo lo demás no dejan de ser extraños homenajes al partidismo o parcialismo de los electores —si ellos llegaran a existir, que a veces parecen directamene evitados— y, peor aún, ajenos a nuestra propia opinión sobre quién se merece qué.
En general cuando hablamos de merecerlo estamos pendientes de dos cosas: la gente que “realmente lo merece” y aquellos que “no se lo merecen en absoluto”, aunque sorprenda siempre que nos parezca peor lo segundo que lo primero.
Luego ya los premios en sí pueden ir más por el camino emocional, por el corporativo o, como los Antesalos que se dieron ayer, dedicarse a candidaturear famosetes que ya algo caerá.
La verdad es que pasarse toda la noche despierto es doblemente insensato: No por hacerlo, claro, sino por todas las que uno va soltando y por todo lo que uno va viendo. Desde el mismo momento en que los candidatos no reflejan aquello que parece realmente más interesante —Es decir, que falta Community en cualquier sección de Comedia o que en Drama parece que el requisito para la candidatura es el Potencial de famoseo — no está muy claro qué es lo que esperamos al verlos.
¿Tal vez que el ganador sea una sorpresa más allá de que no estén candidatos? ¿Quizá que Meryl Streep se saque uno extra sin necesidad de hacer nada, simplemente preventivo? ¿O es el ver como los grandes favoritos se convierten un año más en los ganadores habituales?
La siguiente excusa habitual suele ir para el presentador. Para “Ver qué tal lo hace” el pobre desgraciado de turno. Sí, Pobre Desgraciado porque, quitando unos pocos elegidos en momentos puntuales, las entregas de premios suelen ser momentos tediosos en los que se demuestra a la perfección aquello de que el piano debe descubrir que no ha escrito la música, y también para con la “interpretación de sorpresa”, se ve que no han podido dedicarse un mes entero a estar con un ganador de premios —de nuevo, Meryl Streep— para conocerla en su mundo y saber qué cara poner cuando se lo llevan. Sólo su interpretación de que no les importa que haya ganado un compañero es peor que la de sorpresa por llevárselo.
En fin, misterios modernos, que aquí hablamos mucho de cómo han afectado las tecnologías y conectividades a la forma de ver series y consumir ficción pero nos olvidamos de algo incluso más sorprendente: La facilidad para ver y comentar unos productos que nos exigen unos cambios de ritmo de vida que no se compensan… más que con los chistes y despellejes realizados en el momento en cualquiera de los medios de comunicación instantánea que tenemos ahora a nuestro alcance.
Y lo que es peor, por mucho que me esté quejando en estos momentos y por raras que sean las ceremonias que realmente merecen la pena —digamos, el año pasado, los premios Tony que presentó Neil Patrick Harris— sé perfectamente que por lo menos los cinco o diez primeros minutos de la siguiente estaré ahí.
Por si merece la pena.
Por si acaso.
Al fin y al cabo todos sabemos que las ficciones salen de algo llamado La fábrica de ilusiones.