Libro de notas

Edición LdN
El receptor por Jónatan Sark

Televisión hay, aún, por todas partes. Mientras avanza el siglo, e Internet la remplaza, queda como el electrodoméstico más importante. El que expulsa información sin parar. Información que debe ser sopesada. Esta columna tiene como finalidad y motor reflexionar sobre lo que se emite por televisión y considerar críticamente lo que en ella se ve y expone. Y lo hacía cada lunes. Sigue en elreceptor.com.

Aquellos Setentas

Toda década tiene sus momentos importantes, sus altos y sus bajos. Para mí la de los ’70 fue una década marcada por dos cancelaciones ocurridas antes y después de que terminara nominalmente, y, pese a todo, una de las décadas en las que mejor producción de series hubo y, en mi opinión, la edad dorada de las comedias. El problema es que a mitad de esa década empezó a explotar lo que acabaría dando lugar a la televisión ochentera. Pero todo esto no deja de ser adelantarse sobre el tema a tratar, algo que odio, así que empecemos con una cancelación.

Los Smothers Brothers habían sido extremadamente molestos, la CBS había terminado prescindiendo de ellos como contaba la semana pasada, y así parecía haber roto con la audiencia juvenil. Su parrilla estaba llena de series ganadoras, de apuestas seguras creadas por Paul Henning que daban, sin embargo, un aire y una idea de la cadena que al nuevo vicepresidente de programación no le gustaba un pelo.

El tipo en cuestión tiene por nombre Fred Silverman y quizá alguno de mis silentes lectores lo recuerde de la historia del SNL —acabaréis aprendiendoos algunos nombres, ya veréis, ya— porque su periodo como director de la NBC es uno de los más oscuros que conoció la cadena. Y estamos hablando de la NBC. Nadie está preparado para lograr que funcione esa cadena. Pero para lograr ese castigo divino primero tuvo que hacerlo muy bien en la competencia —que por aquel entonces se reducía básicamente a la CBS y la ABC— para lograrlo, y a fe que es cierto. Fred el Destructor modeló los años setenta destrucción tras destrucción, así que la NBC no fue siquiera su primera víctima.

Su primera víctima fue la ruralidad de la CBS. Daba igual su popularidad, sus audiencias o el cariño de cualquier otra generación de directivos, Silverman decidió arrasar cualquier cosa que oliera a verde y traer una nueva era a la cadena, les gustase o no.

Fred, que había logrado para la cadena el rotundo éxito de Scooby Doo a finales de la pasada década, supo venderles que eso era lo que hacía falta: series con jóvenes en consonancia, acercarse a los que habían asustado con los Smothers, hacerlo de una manera más discreta, usando comedias. Pero comedias con algo más. Por ejemplo, aceptando finalmente que Norman Lear realizara la adaptación de una sitcom con trasfondo que arrasaba en Gran Bretaña: La famosa Till Death Us Do Part, a la que quitaron el título provisional basado en la canción que la abría (Those were the days), pasándola al nombre con que haría la historia:

Efectivamente, All in the family. Una serie sobre un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial, miembro de la clase obrera y con unos puntos de vista totalmente carcas que se enfrentaba a su yerno de ideología socialista. El primer año tuvo un éxito tímido, aunque logró algún premio de entre todos los que se llevó el drama médico Marcus Welby. Pero al año siguiente saltó directo al puesto de serie más vista, en la que permaneció durante las cinco siguientes temporadas. Un auténtico logro que habla bien de los inteligentes y controvertidos guiones de Lear y del buen hacer de los actores, especialmente Carroll O’Connor como Archie Bunker, pero también Rob Reiner como su yerno o Jean Stapleton como su mujer Edith. La serie daría lugar a debates menores y, como su contrapartida británica, atraería tantas protestas por los puntos de vista de Archie como adhesiones, independientemente de que fueran parte de una parodia. Su posición como uno de los pilares de la comedia, y por tanto de la televisión estadounidense, le viene no sólo de su larga duración, de 1970 a 79 para pasar a continuación a Archie Bunker’s Place, cambiando la casa por un bar-restaurante dirigido por Archie con un socio en una ventura que duraría hasta 1983.

La serie sirvió no sólo para demostrar la capacidad de debate de la comedia setentera, también para mostrar la capacidad de Fred Silverman para ordeñar las series. De tal manera que el personaje de Maude, una prima de Edith de buena posición y puntos de vista progresistas, feministas y muy combativos —aparentemente basada en la mujer de Lear en ese momento—, que apareció interpretada por Bea Arthur en unos pocos episodios de la serie, tendría en 1972 su propia serie; llamada, claro, Maude y en la que intervendrían, entre otros actores secundarios, Rue McClanahan como la mejor amiga de Maude, Vivian. Maude defendía todos los puntos de vista y, sorprendentemente, aquí nadie dudó de que era una parodia —pese a que sus puntos de vista eran precisamente los defendidos por sus creadores—, de manera que su emblema de una cierta limousine liberal permitió tratar temas tan duros como el alcoholismo o, incluso, el aborto. Sí, Murphy Brown pudo ser una madre soltera, pero Maude decidió abortar dos meses después de que saliera Roe vs. Wade, en un capítulo lleno de controversia —*Maude* decide no tener al niño porque con 47 años no se ve capaz de cuidarlo y, además, no quiere pasar otra vez por ello, algo que acuerda tras larga conversación con su marido— que causó que no toda América viera este episodio doble por decisión propia de las emisoras y que valió para mover un poco el nombre de su guionista: Susan Harris —No olviden este nombre, volveremos a él en un rato—

Pero el éxito de All in the family no se quedaba en la CBS y la NBC pronto solicitó a Lear una serie. De manera que él respondió como mejor supo: sacando otra serie de éxito del Reino Unido, esta vez Steptoe and son que pasaría a ser una versión algo más dulcificada —tampoco mucho, claro— llamada Sanford e hijo, que tenía la particularidad de adaptar sus personajes a la comunidad negra estadounidense. Fred Sanford es un anciano negro con mucha mala leche y una completa tendencia a los grandes planes para enriquecerse, dejando un poco más escondido el ángulo político —sólo un poco, Fred es tan especial como Archie, sus diatribas racistas contra el amigo oriental de su hijo, Ah Chew, interpretado por Pat Morita, son sólo un ejemplo de cómo se las gastaba haciendo que algunas veces se considerara que era la respuesta de un canal al otro— a favor de un repaso a las más despreciables flaquezas humanas.

Si la NBC tenía una comedia afroamericana divertida, entonces Fred Silverman también tenía que tenerla —recordemos que Cosby había tenido éxito en la serie de espías I, Spy pero se había estrellado con la sitcom The Bill Cosby Show, no era el momento de la comedia blanca negra, o negra blanca, ustedes me entienden. Espero— y de ahí a recortarle más secundarios a Archie, en esta ocasión sus vecinos Los Jefferson.

Sin embargo, si Sanford and son aún tenía el mordiente político marca de la casa de Norman Lear, con Los Jefferson eso no ocurre. En su primera aparición en All in family George Jefferson era limpiaventanas, tras un accidente abre una tienda, para cuando consiguen su propia serie ya está al mando de una cadena de siete y por eso dejan el bario obrero de la serie por un edificio de apartamentos de clase alta. Pero en lugar de centrar sus tramas en las diferencias raciales o en el cambio de clase, algo esperable en una serie de * Lear*, se limitaba a una suerte de sitcom familiar, lo que no impidió que se convirtiera en algo mítico con Sherman Hemsley repitiendo su papel de George Jefferson en el piloto de Urgencias o en el último capítulo de El príncipe de Bel Air.

No todos los spin-off fueron tan exitosos: Gloria, sobre la hija de Archie, se quedó en una temporada en 1982, los distintos intentos de continuar con Sandford e hijo fueron todos fracasos, Cheking In que venía de Los Jefferson no llegó más allá del cuarto episodio…

El único spin off de spin off que funcionó fue Good times que seguía a la primera criada de Maude cuando un aumento en el sueldo de su marido le permite dejar el trabajo. Good Times era la respuesta pedida por Fred Silverman a Norman Lear para contraatacar al Happy Days de la ABC, pese a que esta serie poco podía compararse más que en el título. Los personajes, afroamericanos de nuevo, viven de alquiler en unas viviendas masificada en un barrio pobre de Chicago. Lamentablemente el propio Silverman, que había logrado poner contra las cuerdas a Happy days, fue fichado por la ABC y se ocupó de reforzar su oferta haciendo que de su segunda temporada a la tercera, Good times pasara de la séptima posición entre los programas televisivos más vistos a la vigésimo sexta.

Lear aún tendría presencia con One day at a time, una serie creada por los actores Whitney Blake y Allan Manning que sería desarrollada por Lear y en la que se nos presenta la vida de una madre soltera que se encarga del cuidado de sus dos hijas adolescentes, basándose en ideas y experiencias de la propia Blake. La serie se convirtió en un éxito que duró nueve temporadas durante las que sufrió el habitual desgaste de los tiempos, pasando de la incorrección y los grandes debates de las primeras temporadas a ser un intento de mezcla entre la comedia y el drama que se bifurcaba y regresaba con constantes cambios, debidos, entre otras cosas, a los problemas de drogadicción de la mayor de las hijas que la obligaron a abandonar el programa en dos ocasiones.

La carrera de Lear fue declinando durante los ochenta y entró en barrena en los noventa; aún aparece de cuando en cuando por la pequeña pantalla, pero más como consultor que como creador o guionista. Su intento de regresar a realizar series que mezclaran lo cómico con lo dramático y discutieran los grandes —y pequeños — asuntos éticos, morales, políticos e ideológicos del día a día en los años noventa se demostró un completo fracaso. Como, de todas formas, tiene dinero para aburrir gracias a sus labores pasadas, a su trabajo como productor en Tandem Productions, que junto a las series del propio Lear se ocupaba de otras como Diff’rent Strokes —sí, la de Gary Coleman— y su spin-off The Facts of life, y al corto pero hilarante periodo en que Coca-Cola fue dueña de Columbia Pictures, no es como para preocuparse por él.

Aunque, eso sí, uno se pregunta cómo hemos evolucionado estas últimas décadas para que ya no nos interese el debate.

La otra serie impulsada por Fred Silverman para la CBS en 1970, tras la purga rural, era una idea de dos creadores que ya habían demostrado su buen hacer. El primero, Allan Burns, venía de crear junto con Chris Hayward, La Familia Monster, tras pasar por varias otras series —como Get Smart o el éxito de culto de Leonard Stern He & She— quedó deslumbrado por el piloto y los guiones de una serie llamada Room 222, una comedia con un fuerte componente dramático que en 1969 presentaba al segundo afroamericano en ocupar un puesto principal en una serie —y por si alguien lo duda aún, sí, los ’70 fueran una gran década para la ficción afroamericana— en esta ocasión como un profesor de historia que debatía con sus alumnos y les ofrecía consejo y guía, una historia que podría parecer tópica pero que permitía tratar desde las discriminaciones variadas a la guerra de Vietnam. El cerebro detrás de la serie tenía solo 29 años pero ya había escrito para otros programas y demostrado su capacidad para ocuparse de cualquier cosa, así que cuando Grant Tinker se acercó a ellos para que le prepararan una serie a la medida para su esposa, producida por su compañía MTM, no dudó ni un momento. Nada le parecía imposible a James L. Brooks.

A Fred Silverman le encantó esa idea de una joven independiente y fuerte en un programa que podía tocar todos los temas de actualidad y demostrar que habían llegado nuevos aires a la cadena. Así que en cuanto hubo un hueco se programó el estreno de The Mary Tyler Moore Show

El éxito acompañó a a la serie de inmediato, Mary Tyler Moore era sobradamente conocida por su participación en El show de Dick Van Dyke y el resto de actores eran igualmente buenos: Gavin MacLeod, que luego sería el Capitán Stubing, la estupenda Cloris Leachman —¡*Frau Blücher*!— como su casera y amiga Phyllis, con el añadido en la tercera temporada de una copresentadora para las noticias, Sue Ann Nivens, interpretada por la antigua candidata a un Emmy —y ganadora de otro como presentadora de concursos— Betty White y, sobre todo, Edward Asner como Lou Grant.

De nuevo, siguiendo el modelo Silverman, en cuanto hubo posibilidad se sacaron un spin-off de la manga: en el ’74 Rhoda, con la vecina y amiga de Mary, en el ’75 sería Phillys y, tras el cierre de la serie en el ’77, en un capítulo ya mítico en el que la cadena pasaba a ser comprada por un nuevo jefe que despedía a todos los honrados, esforzados e inteligentes trabajadores, manteniendo sólo en su puesto al simplón del presentador.

Phyllis no tuvo mucha continuidad pero Rhoda se mantuvo en antena durante cinco temporadas hasta el punto de tener un intento de spin-off de lo más extraño, Carlton, your doorman, que no pasó de un especial con visos de piloto que se centraba en el portero nunca visto —aunque sí oído— de la protagonista y que… estaba realizado por animación.

Sí, el intento fue extraño y no tuvo continuidad alguna porque alguien pensó que quizá se podía seguir una serie real con una animada, como si eso hubiera funcionado alguna vez. Je.

¿He dilatado ya lo suficiente hablar de Lou Grant ?

Lou Grant es la mejor serie sobre la información y, por descontado, el periodismo, que se me pueda ocurrir. No sólo eso, además el personaje hizo una transición perfecta de una comedia de media hora a una serie dramática del doble de duración — cierto es que en los setenta una comedia solía ser más dramática y debatía temas de actualidad.

Lou Grant nació en Michigan, se casó, participó en la Segunda Guerra Mundial, fue herido en combate, se hizo amigo de Walter Cronkite, fue a la universidad y trabajó en varios periódicos en ciudades como Detroit, Minneapolis o San Francisco antes de entrar en la WJM, en donde sería jefe del departamento de noticias cuando le encontramos en El Show de Mary Tyler Moore. Tras el despido masivo, su siguiente trabajo fue como editor de local del periódico Los Angeles Tribune. Y si en la comedia ya era bastante duro con el periodismo, en su propia serie —llamada, claro, Lou Grant— estaba más cerca de dar clases magistrales sobre la materia que de limitarse al papeleo.

En su nueva serie se mezclaban los periodistas a la caza de la noticia como Joe Rossi y *Animal* Price, pero también sus superiores en el periódico como la magnífica Nancy Marchand — conocida luego como Livia Soprano— en su papel de Margaret Pynchon, editora del periódico similar a la figura de Katharine Graham en el Washington Post, que le valió cuatro Emmys a Mejor Secundaria en serie dramática durante los cinco años que duró la serie. La serie incluía la particularidad de discutir no sólo sobre los propios temas de debate sino, además, sobre asuntos del mundo del periodismo: protección de fuentes —algo que, por cierto, ya enviaba a Mary Richards a la cárcel en el Mary Tyler Moore Show—, plagio, conflicto de intereses o sensacionalismo.

No sólo eso, Ed Asner, el actor tras Lou, es el actor masculino que más Emmys ha ganado, 3 por su papel en la comedias, 2 en el drama y es, además, el único que lo ha ganado con un mismo personaje en los dos tipos de categoría.

Así pues, una serie llena de premios que permanecía entre los diez espacios más vistos del año pese a levar cinco años en antena y doce —en el caso de Asner— como personaje central. ¿Cómo es que la cerraron?

Por sorprendente que pueda parecer, el paso de los años ’70 a los ’80 y la llegada de Reagan a la Casa Blanca fue también un cambio de moral y estilo. Asner era conocido por ser miembro del DSA (Democratic Socialists of America), presidente del sindicato de actores y uno de los más importantes defensores de la huelga que realizaron en el año ’80, habitual orador a favor de todo tipo de causas o para censurar la política USA en Centroamérica, miembro de todo tipo de organizaciones benéficas desde las que van contra el racismo hasta las a favor de la vida salvaje, pero sobre todo las que buscan proteger la libertad de expresión —como la Comic Book Legal Defense Fund —, así que era cuestión de tiempo que colisionara con los intereses de la cadena.

Su posición en la serie y como presidente de los actores, utilizada para difundir sus puntos de vista, ya había causado algún problema a la cadena con sus anunciantes. Las críticas a la intervención en El Salvador, especialmente una declaración en la que respondía a la pregunta de un periodista acerca de su apoyo a unas elecciones libres en El Salvador aunque eso supusiera un eventual triunfo de los comunistas —a lo que Asner contestó que, obviamente, cualquier elección realizada en libertad por los votantes debía ser respetada gustara o no el resultado— enfurecieron a cientos de personas que le motejaron de pro-comunista, haciendo que la cadena decidiera retirar la serie de antena.

Casi como el escándalo Sheen, vaya.

El cierre de Lou Grant en 1982, como el de los Smothers Brothers en 1969, parecen ser los paréntesis entre los que podríamos colocar la televisión americana de los años setenta.

A Brooks aún le dio tiempo de participar en la creación de otra serie antes de centrarse en su carrera cinematográfica. Una serie con personajes excéntricos y de diversos puntos de partida, multicultural y de humor extraño: Taxi, una serie que permitió introducirse en los hogares estadounidenses a cómicos tan importantes como Danny DeVito, Christopher Lloyd y —por supuesto— Andy Kaufman además, claro, de Tony Danza. Siguiendo con el estilo de la época aquí se abordan problemas graves pero, siguiendo un estilo de humor que cada vez estaba más presente, se nos presenta la camaradería entre gentes muy dispares con un humor excéntrico, en el que esas grandes cuestiones son secundarias.

Por supuesto Brooks no dejaría del todo la televisión, su impulso está detrás de muchas grandes comedias como EL Crítico aunque, sin duda, su último triunfo que el echar una mano a Matt Groening para desarrollar Los Simpson, serie para la que no sólo ha actuado como developer sino que ha escrito y participado de las más diversas maneras.

Pero regresemos con el malvado Fred Silverman, porque su siguiente punto era adaptar a la pequeña pantalla una película de gran éxito y espíritu anti-belicista: M*A*S*H

Es difícil explicar lo que significa esta serie porque casi podría considerarse el crisol de todo lo que se iba preparando durante años; por un lado es una serie antibelicista y, a la vez, se ambienta en una guerra; su teórico armazón es un género clásico como el de las series de médicos —como dije, Marcus Welby era la serie más vista en 1970— pero tampoco tiran por ahí los capítulos, hay mucho juego entre personajes extraños —pensemos en Radar sabiéndolo todo antes siempre o Klinger y sus vestidos de mujer— que no dejan de ser compañeros de trabajo. Los giros entre lo cómico y lo dramático, las discusiones sobre los temas candentes y los típicos giros que las idas y venidas de actores causaban.

La figura central de las series es Alan Alda; su Ben Hawkeye Pierce ofrece un ejercicio de buen humor, despreocupación y cuidado en su trabajo que resulta fundamental para la serie. Cierto es que según fueron pasando temporadas ya se ocupaba él de ir asumiendo más poder hasta que casi podríamos decir que la serie pasó a ser The Alan Alda Show, pero como a todo el mundo le gusta Alda parece menos grave.

La serie logró tener poco o nada de risas enlatadas, realizó episodios míticos que reinventaron algunas reglas del juego —incluido, por ejemplo, uno en tiempo real— y consiguió infinidad de premios así como 11 temporadas, durando más que la guerra en la que se supone que servían, teniendo, además, el honor de que su último capítulo Goodbye, Farewell, and Amen lograra en 1983 una cantidad de espectadores tan masiva —105,7 millones de personas, un 77% de share y 60, de rating en Nielsen— que durante 27 años no sería superado, tendría que llegar la Superbowl de 2010 —y la llegada de un parque de televisores que subía de los 83,3 millones del 83 hasta 115 en 2010— para poder superarlo.

¿Qué fue lo que hizo Fred Silverman ahora que su cadena tenía los mayores éxitos de la televisión de corte urbano y capaces de hablar de los grandes problemas?

Por supuesto: Volverse al campo.

Quizá la purga rural podía tener una finalidad concreta y práctica, pero eso no quería decir que Silverman hubiera olvidado a los espectadores que habían sacado de allí. Lo que necesitaba era otra manera de atraerles, algo menos… paleto y para eso tenía a Earl Hamner Jr., que ya había escrito antes para la televisión pero cuya creación más notable hasta el momento era un libro: Spencer’s mountain. Una historia que resumía y recordaba la infancia de Hamner en un pueblecito casi montañés, apartado, apacible, tranquilo en apariencia, pero en el que, en realidad, se daban los mismos problemas y dramas humanos que en cualquier otra parte. Por eso Silverman vio claro que había que adaptarlo a la televisión, como un drama familiar al estilo de los que realizaban los ingleses. Así nació Los Walton.

Su éxito inicial fue crítico, la calidad de los actores y —sobre todo— de los detalles de producción —estaba ambientada en los años treinta— la convertía en algo más allá del melodrama folletinesco tradicional, bordeaba peligrosamente el concepto de culebrón sin llegar a caer en él jamás. Pronto a los premios acumulados se iba uniendo el reconocimiento popular que se enganchaba a unas tramas que lograban hablar de los problemas atemporales centrándolos en esta familia. Durante nueve temporadas y un especial que incluía momentos como un día de Acción de Gracias en el Hospital de Veteranos, esperando noticias sobre su hijo derribado en combate; porque a los Walton les pasaban más cosas malas que buenas, pero las sobrellevaban con templanza.

Sin embargo el auténtico éxito de Hamner llegaría al terminar los Walton, cuando desde la CBS le pidieron algo en la línea de Dallas y ahí se sacó de la manga Falcon Crest, serie sobre la que podremos hablar largo y tendido pero en otra ocasión, cuando atendamos a este auge de series.

Obviamente la NBC pensó que se podía hacer algo similar a Los Walton así que se buscó otro libro, este ambientado en el siglo XIX, que, además, se iba a aprovechar de la presencia como director de un conocido actor de una de las series más vistas de la anterior década. Efectivamente, él era Michael Landon y la serie La casa de la pradera

Evidentemente la serie fue un éxito, incluso más que Los Walton entre el público, aunque no ente la crítica. Frente a los interminables problemas de los Walton los Ingalls sufrían más, no sé si mejor pero sí más. Si les hubiera podido explotar un reactor nuclear ahí habrían estado ellos, dispuestos a quedarse ciegos y lo que fuera necesario.

Mientras tanto, en la ABC empezaban a estar algo desesperados. Cuando la NBC te adelanta sabes que algo está fallando. Sobre todo si el malvado Fred Silverman está logrando hundir la serie que mejor estaba funcionando en la cadena. Una serie que reflejaba una época y estaba llamada a hacer historia.

Si algo estaba caracterizando a los Estados Unidos de los últimos años era la gravedad; no tanto que las cosas cayeran por su peso como que todo pareciera más duro, más complicado, más triste. La guerra de Vietnam se había convertido en un tema de debate nacional y las ansias de paz se equiparaban con las dudas sobre la propia capacidad estadounidense para mantenerse como superpotencia en el juego de la guerra fría. Si en los sesenta las cintas de espías y las dramatizaciones sobre el muro se habían convertido en poco menos que una obsesión nacional en la que se podían proyectar los ideales masculinos de una nación, la llegada de los setenta estaba demostrando ser más de lo que cualquier hombre podía resistir.

Daba igual cómo fuera la situación o quién llevara las de perder, el caso es que el mundo había cambiado. Ni los detectives parecían ya los mismos y, así, Mannix, el amante de los coches deportivos, era destronado en 1971 por Colombo.

Asalariado policial, perpetuamente desaliñado y por muy brillante que fuera más cercano en apariencia a un sapo que a un maniquí. Así fueron los policías triunfantes: Gordos como Cannon en 1971, calvos como Kojak en el ’73, pobres como Rockford en el ’74 o tan heterodoxo, con sus pintas y su cacatúa como Baretta en el ’75.

Sí, el investigador privado siempre había sido un tipo arrastrado y si Webb pudo ser actor principal de Dragnet tampoco parecía muy complicado, pero en los años ’60 los espías eran guapos y los detectives parecían espías. Ahora las fuerzas del orden tenían que distinguirse.

Hawai 5-0, que empezó a finales de los sesenta, era una serie indudablemente enrollada, igual que lo sería la que cerrara el ciclo de estos detectives de derribo, la célebre Starsky & Hutch, en 1975.

Sólo una serie había servido como bastión del clasicismo en la televisión policiaca y era gracias a los dos extraordinarios actores, los dos monstruos de la pantalla allí reunidos: Las calles de San Francisco, con Karl Malden y Michael Douglas. Prueba de ello fue que en cuanto Douglas se fue a continuar con su carrera cinematográfica tras ganar su primer Oscar —como productor de Alguien voló sobre el nido del cuco — aquello se desplomó en audiencia.

Si incluso las series policíacas, siempre tan populares, se plegaban a los cambios de la nueva forma de hacer las cosas, ¿qué podía hacer el público que no estaba contento con los cambios? ¿Y aquellos que preferían tiempos pretéritos en los que todo era más sencillo? ¿Qué les podía ofrecer una cadena como la ABC para esos días felices?

Dentro de la historia de la televisión hay éxitos complicados de explicar y otros que, simplemente, parecen autoexplicativos. Que una serie de poco éxito en los ’50 como Leave it to Beaver fuera, veinte años después, una de las más recordadas gracias a su candidez e ingenuidad, como representación de los tiempos mejores y más fáciles no sólo hace temer lo que recordaremos dentro de veinte años, además hace que uno se pregunte qué series arriesgadas nos recordarán con nostalgia.

Porque de eso iban todos estos Happy Days que aprovecharon un regreso colectivo para alimentarse y potenciar esa idealización de la tan lejana década —siempre se ha discutido hasta que punto influyó American Graffiti, estrenada con gran éxito el año anterior; la verdad es que ya existía un primer piloto rodado, con Ron Howard como protagonista, que se paralizó para crear la serie pero a la que se supone que George Lucas tuvo acceso, lo que nos llevaría a una bonita discusión de ¿quién influyó a quién? que tampoco es tan importante— y, ya de paso, hacer historia de la televisión a muchos diferentes niveles.

La verdad es que la serie en sí es complicada incluso de esbozar y eso se debe a su principal razón de éxito: Arthur Fonzarelli, alias Fonzie, alias The Fonz.

La primera temporada fue bien, pero según le colocó el malvado Silverman God Days delante para torpedearla las cifras se hundieron. Como ABC decidió que lo sensato era contratar a la bruja y Silverman —en un ejercicio de ética difícil de igualar— se dejó comprar, en cuestión de un año estaba decidiendo cómo relanzar la serie y hundir su propio torpedero. Por un lado contaba con la confusión que la marcha dejaría en la CBS, por otro contaba con el potencial, que es de lo que todo esto acaba yendo. Mientras el de Good Days se iba por la borda esta serie —que había nacido como idea de un episodio de la serie antológica Love, American Style, el famoso piloto mencionado antes, y se había ido desarrollando en embrión hasta acabar como proyecto independiente— abrazaba progresivamente la idea de comedia ingenua y tranquila, sin conflictos ni discusiones, alegre y para toda la familia y, sobre todo, la aparición constante de Fonzie, que pasó de ser un secundario a robar el protagonismo. Durante los siete primeros años de la serie estaba claro que Howard, que había triunfado en televisión en El show de Andy Griffith y acababa de pegar el taquillazo con American Graffiti era el centro de la acción, el protagonista. Pero a quien la gente iba pidiendo cada vez más era a su amigo que hablaba raro y siempre parecía estar de buen humor. Hasta el punto de que, a la salida de Howard en la séptima temporada, se quedó la serie. Cierto, seguían estando los Cunningham gracias a la hermana pequeña de Richie y su relación con el primo de Fonzie, pero era el Fonz el que marcaba el ritmo, como demuestra que fuera él el que acabara acuñando la expresión: Saltar el tiburón.

Sabe dios las vueltas que pudo dar la serie con los personajes entrando y saliendo, algunos incluso regresando, y con gente como Pat Morita que componía a un dueño de restaurante que daba lecciones de artes marciales; el caso es que había que rellenar los capítulos cada temporada y por eso a alguien se le ocurrió, entre bodas y llegadas, que a Fonzie lo que realmente le apetecía era saltar un tiburón. Un tiburón de verdad. Esa era su ilusión y a conseguirlo invertiría todo un capítulo. Si ya de por sí la serie carecía de sentido o dirección ver esta locura hizo que muchos exclamaran que ya no podía caer más bajo, la serie estaba agotada y había ido más allá de lo factible. De manera que cuando ahora una serie parece errática, condenada o que ha sobrepasado el límite de salvación es que ha saltado el tiburón. Dadle las gracias a Fonzie por la expresión.

O, mejor aún, dádselas a Henry Winkler, no sólo él construyó al Fonz para salvar a la serie, desplazando a Potsie como mejor amigo de Richie, además, su presencia constante se ha dejado en sentir en otros proyectos, casi siempre como roba-escenas de oro, ya sea en Turno de noche ayudando a despegar la carrera como director de Ron Howard —sobre la teórica mala relación de ambos durante la serie, por asuntos como exigir ir el primero en los títulos de crédito, decir que ha colaborado en multitud de proyectos con el ahora director y es, de hecho, el padrino de la hija de éste, Bryce Dallas— o darle un punto a Scream de Wes Craven, además de aparecer regularmente como otro más de la pandilla de Adam Sandler en una gran mayoría de sus películas. Además, claro, de su papel secundario en Arrested Development en donde pudo, de nuevo, saltar un tiburón.

También fue Fonzie el primer personaje en robar una serie. Sí, antes habíamos tenido secundarios importantes o cambios en la trama, pero sólo Fonz_ se quedó con la serie desplazando al protagonista, una hazaña sólo igualada por Frasier —el otro gran secundario revelación— y de la que pocos ejemplos se pueden encontrar más salvo, claro, el Steve Urkel de Jaleel White.

Pero el mayor de los triunfos de esta serie fue, sin duda, poner en marcha la maquinaria MilletBoyett.

Tom Miller y Bob Boyett están aún vivos así que podemos considerarlos con total tranquilidad Leyendas vivientes de la televisión. En 1969 el camino de Miller —antiguo asistente de Billy Wilder, escritor y desarrollador en diversas series— se cruzó con Eddie Milkis —que es leyenda, aunque ya haya muerto— y juntos decidieron apoyar la idea de Garry Marshall —responsable de la adaptación de La extraña pareja a la televisión y futuro director de éxitos como Un mar de líos o Pretty woman — recrear esos años ’50 a través de la familia Cunningham. Y si bien la línea argumental de la serie es complicada de explicar, no es así la de la productora. Pronto se encontraban ante una mina de oro.

Si añadimos la presencia de Fred Silverman en la cadena podemos imaginar qué tocó a continuación. Efectivamente: spin-offs.

Las primeras en aparecer, señoras absolutas de una de las series más importantes y recordadas, quizá el mejor spin-off hasta Frasier, fueron Laverne & Shirley

Una operación de maquillaje de Silverman que recuperaba roles de mujeres fuertes e independientes como protagonistas, ese clásico de los setenta, con estas dos jóvenes amigas de Fonzie, una más marimacho, la otra más dulce, que vagan juntas tratando de forjarse su destino. O lo que sea. La verdad es que para tener que estar ambientada en los ’50 por exigencias del guión se les olvidaba de cuando en cuando el asunto ambiental.

En cuanto a la otra… Mis silentes lectores recuerdan, sin duda, que les he dicho que lo de saltar el tiburón viene como idea de agotamiento de una serie. Pues bien, haceos a la idea de que esto surge de cuando aún no estaba agotada:

Sí, Mork & Mindy. Sí, es un extraterrestre. Sí, sí, sí. Os lo explico. En un capítulo de Happy days deciden homenajear la serie clásica Mi marciano favorito, así que se inventan un planeta, Ork, del que viene un marc.. orkiano llamado Mork, interpretado por un… humano… llamado Robin Williams. La idea de Mork de llevarse, sabrá dios por qué, a Richie Cunningham se verá frustrada por… efectivamente, Fonzie. Aunque al final resultará ser un sueño de Richie, demasiado influenciado. No sabemos de qué, pero demasiado influenciado.

En la cadena, que ven el filón del éxito que tuvo el personaje entre su joven —y desamparada— audiencia deciden darle serie propia. Conserva el nombre y el origen, además del actor que lo interpreta. Sólo cambia todo lo demás. Ahora vivirá con una chica que le protege y le esconde mientras intenta comprender a los humanos, algo así como ALF pero con más pelo.

Todas son éxitos, cada una en su estilo, y pese a la aparición de spin-off que no lo fueron (Out of the blue, Blansky’s beauties y sobre todo Joanie loves Chachi) sirvieron para cimentar la reputación de la compañia, en al que se había incluido a Boyett a finales de los ’70.

En las décadas posteriores realizarían algunas de las series más recordadas y seguirían los postulados de Happy days : Historias amables, personajes que entran y salen de la serie sin muchas preguntas, cambios de localización si fuera menester y una estúpida y pegadiza sintonía. Suyos serían Primos lejanos y Cosas de casa, igual que Padres forzosos o Step by step . De todas formas hablaremos de ellos con mayor profundidad en futuras columnas.

La nostalgia que vendía Happy days, servida a un país que trataba de olvidar Vietnam y que había sufrido el duro mazazo del Watergate de Nixon acabó derivando en una dualidad entre las series de éxito.

Por un lado algunas series con componente racial o conflictivo seguían funcionando, pero siempre desde una dulcificación y un mayor grado de comedia. Así no sólo triunfaban las series de Bob Newhart, también Chico and the man en la NBC que presentaba a Freddie Prinze (Senior) como Chico, un jovenzuelo que logra hacerse un hueco en al casa y el corazón del gruñón Jack Albertson, una especie de Archie Bunker versión Matthau. En Welcome back, Kotter tenemos a un profesor y sus alumnos, todos ellos dispuesto a aprender no sólo sobre la historia, también sobre la vida, incluso un jovencísimo John Travolta dándose a conocer al público en su papel de Vincent Vinnie Barbarino, en una especie de versión edulcorada de la Room 222 de Brooks, Alice retomaba la historia de la película Alice ya no vive aquí y construía su propia versión de serie centrada en mujeres fuertes que, francamente, aquí podría ser entendido incluso como caricatura, igual que Angie y su teórica lucha de clases, no dejaba de ser una tonta historia de amor entre un chico bien y una chica de clase obrero; y de Con ocho basta me da hasta reparo hablar y la estrategia Silverman de adaptar series inglesas trajo Tres es compañía y subsecuelas (como Los Roper) a la ABC.

Por suerte un par de comedias lograron sobrevivir al barrido, aunque el gran éxito de la segunda mitad de los años setenta fuera el Saturday Night Live. Las comedias, por su parte, no podía ser más diferentes, excepto en un punto: Ambas toman un género popular y lo reimaginan con los nuevos modelos de comedia.

En primer lugar Barney Miller, serie poco conocida fuera de Estados Unidos, auténtico antecedente de Canción triste de Hill Street y repaso a los problemas burocráticos de la policía y su multiculturalidad. Por sus detectives, cada uno de una etnia minoritaria distinta, desde Fish, el judío hasta el intelectual afroamericano Harris o el simple pero progresivamente tierno Wojo, se va viendo la forma en que se van complementando y superando las situaciones. No hay persecuciones en esta serie y el papeleo oficial es casi más importante que atrapar a los malos, de manera que logra con muy pocos medios ofrecer una imagen realista y divertida de la unidad entre variedades y de los grandes temas tratados con más ligereza que superficialidad.

Algo similar ocurre con la última gran comedia de los años setenta. ¿Recordáis a la autora del capítulo sobre el aborto en Maude, Susan Harris? Pues aquí tiene una serie para ella sola en la que satirizar sobre la televisión y los culebrones. Quizá el mejor juguete cómico de la historia de la televisión, me refiero obviamente a

Llevo tantos años cantando las bondades de esta serie que poco se me ocurre ahora que decir. Estamos ante un artilugio perfectamente hilvanado, que no rehuía ningún tema por complicado que resultara y que era capaz de hacernos ver a un muñeco de ventrílocuo como personaje que nos presentaba un exorcismo. No había reglas que se pudieran respetar y así lo demostraba la autora introduciendo al primer personaje abiertamente homosexual de la televisión, interpretado por Billy Crystal, tratando del espinoso asunto del amor con sacerdotes o parodiando casi cualquier situación que se nos pudiera ocurrir. Quizá la comedia de Susan Harris Las chicas de Oro le diera más dinero o popularidad, pero ninguna como Enredo —o Soap— supo resumir una década y convertirse en su culminación.

Silverman también decidió apostar por la reivindicación del drama de corta duración, la miniserie, y lo hizo como lo hacía todo, a lo grande, con dos historias magníficas. Primero probó el formato con una historia de amplio calado y gran trasfondo, una narración que servía la vez para tratar temas profundos y para venderlo como un culebrón para las masas. Me refiero, claro, a Hombre rico, hombre pobre, una adaptación a televisión que se convirtió en uno de los éxitos incontestables de la década.

Para su siguiente número decidió ir a por el más difícil todavía. Habiendo captado el creciente interés de la comunidad afroamericana gracias a sus éxitos y viendo lo célebre que era ya la blaxploitation, lo más lógico fue empezar por una serie emblemática: Raices, la historia de un africano llevado como esclavo a Estados Unidos y las sucesivas penurias que él y sus descendientes tendrían que sufrir por culpa de su raza. Una obra que causó un gran impacto en su época y, desde luego, hizo grandes audiencias.

Por contra, la ciencia ficción pasa a tener un componente más… recreativo. La ABC tiene un éxito entre manos con El hombre de los seis millones de dólares que Silverman sabe ver y potenciar, mejora su ubicación en la parrilla y, como siempre, se saca de la manga un spin-off, La mujer biónica. Un éxito que anima a otras compañías como la CBS, que estrena con gran éxito El increíble Hulk.

Todo lo cuál acaba creando una cierta tendencia hacia programas de evasión, de puro disfrute y gozo, a los que se quita cierto posible fondo, son menos graves, más rellenos de explosión, o de laca como Los ángeles de Charlie:

Una genialidad producida por Aaron Spelling —de quien tendremos tiempo de hablar en los ochenta— que unía este éxito al de Starsky & Hutch y al posterior de Vacaciones en el mar. Toda una nueva forma más amable con la familia y menos reflexiva que anticipaba lo que nos esperaba en la década siguiente.

Aunque el momento definitivo de descerebre, la serie gozosamente exagerada y completamente libre de segundas lecturas, que sirvió como puente entre los ’70 y los ’80 sería una reivindicación llena de persecuciones y golpes del concepto rural. Si la CBS comenzaba los ’70 haciendo una purga rural que centraba sus series en ambientes urbanos y discusiones políticas, morales, ideológicas y lo que estuviera a tiro, ahora teníamos a coches saltando por los aires y la reivindicación de la ruralidad como diversión y sencillez feliz. Por eso, para ir avanzando lo que nos venía en los años ’80 no hacía falta más que fijarse en cómo eran las cosas en Los Dukes de Hazzard.

[Un afectuoso abrazo para Manuel Haj-Saleh que se ha tomado el ímprobo trabajo de corregir y legibilizar esta columna, y las anteriores, para que ustedes las puedan disfrutar. No olviden mencionarle en sus oraciones.]

Jónatan Sark | 14 de marzo de 2011

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