Televisión hay, aún, por todas partes. Mientras avanza el siglo, e Internet la remplaza, queda como el electrodoméstico más importante. El que expulsa información sin parar. Información que debe ser sopesada. Esta columna tiene como finalidad y motor reflexionar sobre lo que se emite por televisión y considerar críticamente lo que en ella se ve y expone. Y lo hacía cada lunes. Sigue en elreceptor.com.
Que no os engañe nadie, todo el mundo tiene criterio. Otra cosa es que la mayor parte de la gente lo use de manera activa. Muchas veces las decisiones que consideramos como irreflexivas o guiadas por los gustos no dejan de ser esas manifestaciones de criterio.
El problema es que, por esto mismo, se puede llegar a confundir un criterio con una opinión y, peor aún, con el ejercicio de la crítica.
El conjunto de nuestros gustos puede organizarse de muchas maneras, por eso no es extraño encontrarnos a gente que opina según ellos, usando como criterio para decidir si una película es buena la exposición dérmica que contenga, su posible pertenencia a alguna popular corriente de género o la inclusión de determinado equipo técnico y artístico. Es normal. Incluso cuando el criterio es el uso de avances técnicos o la aparición de determinados temas o iconos culturales —entendámonos: Piratas, zombies, nazis, dinosaurios… no Lady Gaga o Michael Jackson— de manera que así es como se escoge.
Existe un segundo paso en el cuál se reconoce que nuestro criterio puede ser difícil de aceptar o impopular así que la gente, culpabilizada, triste y autoderrotada, decide hacer valer al carta de placer culpable que es cuando el ser decidiente se rinde antes de intentar explicar qué es lo que le gusta dentro de lo impopular. —Y, de hecho, decide también qué es lo impopular, de manera que lo que para uno es placer culpable para otro grupo puede ser canon — Del mismo modo existe la idea de que hay gente que tiene mejor criterio —alguno habrá que diga gusto, sic— basado en su conocimiento de los resortes de la crítica.
La simple existencia de este grupo sirve como demostración de lo errada que es la frase Todas las opiniones son iguales. Precisamente los críticos tienen la obligación de poder opinar con un mayor conocimiento de causa.
Por un lado, porque es de esperar y desear que un crítico conozca una cantidad mayor de muestras de aquello sobre lo que opinan lo que les permitirá una visión temporal más completa —que, en general, servirá para establecer una genealogía de lo que se está disfrutando— así como un conocimiento de los aspectos más técnicos, la carpintería, de aquello que tiene que comentar, de manera que sabrá ver cuándo se está tapando con emoción prefabricada un agujero argumental o cuándo los criterios de dirección embarullan más que aclaran la acción demostrada.
El combo de conocimiento histórico más conocimiento técnico suele necesitar de un refuerzo en la explicación y exposición de las reflexiones derivadas de la contemplación, no sólo tiene que saberlo, también tiene que lograr que se entienda esta importancia de los logros.
Todo esto es el camino último para un enfrentamiento definitivo, Objetividad vs. Subjetividad que suele ser el gran caballo de batalla de la crítica. Normalmente se considera que la objetividad pura no existe, todo el mundo es rehén de sus opiniones, juicios y prejuicios en alguna parte de su propia capacidad crítica obviando que también el criterio subjetivo es mutante, cambiante en cada momento de visionado y con los años pues al ser lo más importante no la obra en sí sino el espectador avezado todo aquello que le cambie es susceptible de modificar su opinión sobre la obra.
“Pues vaya mierda.” Diréis.
Pues sí. Lo ideal sería que se manifestara una capacidad crítica frente a lo que recibimos o percibimos que no dejara de lado la importancia objetiva —entendida en una búsqueda de la ruptura con la influencia anterior y de su importancia posterior, en cuanto al contexto histórico, de su ejecución técnica y artística y, desde luego, de su efectividad, tema controvertido que tiende a ser olvidado: Si una película está hecha para entretener o para reflexionar y no logra de nosotros la respuesta adecuada todo lo demás dará bastante igual.— y que fuera consciente del grado en el que el criterio pesa en la valoración final.
Pero la verdad es que suele escasear ese comportamiento y esa capacidad de análisis, incluso en lo más básico, limitándose al megustismo.
Más aún, a la hora de recomendar algo, una serie por ejemplo, estos criterios serán sólo la mitad de lo que habrá que tener en cuenta, porque para decidir sobre personas hace falta algo más que un certificado de idoneidad de la obra, intervienen también los criterios propios y personales del receptor. —En minúscula, obviamente— que evita el viejo problema de recomendar algo que ha impresionado ala crítica a alguien que ni le importa ni lo valora. Eso no significa que dentro de la opinión de, pongamos, la crítica especializada, no pueda hacerse un trasvase para la gente ajena, esto es, se puede recomendar Juego de Tronos a la gente que no es muy partidaria del fantásticos si no está frontalmente contra el género —y, ya puestos, si le va el histórico sección medieval— pero será más fácil hacerlo para los fanes de la fantasía épica.
Todo esto viene a algo, aunque les cueste creerlo. Concretamente, a las reacciones de sorpresa de la gente al descubrir que el año pasado el Premio BAFTA a la Mejor Serie Dramática fue para la extraordinaria Misfits.
Cierto es que hablamos de una serie y un premio netamente británicos, que allí la tradición fantástica está respaldada por un cariño, reconocimiento y seriedad que no existe no ya en España, donde sigue existiendo un rechazo genérico a lo que va contra el realismo, sino también a Estados Unidos en donde parece perpetuarse la división entre alta y baja cultural televisiva usando precisamente estos criterios como diferenciadores.
Esa es la diferencia de Misfits con Heroes y Los Protegidos. Porque cada país tiene sus criterios.