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El receptor por Jónatan Sark

Televisión hay, aún, por todas partes. Mientras avanza el siglo, e Internet la remplaza, queda como el electrodoméstico más importante. El que expulsa información sin parar. Información que debe ser sopesada. Esta columna tiene como finalidad y motor reflexionar sobre lo que se emite por televisión y considerar críticamente lo que en ella se ve y expone. Y lo hacía cada lunes. Sigue en elreceptor.com.

Hilarante desgracia

El humor. Sus resortes, la forma de organizar el gag para que tenga efectividad cómica, la manera de enredar con los diálogos. Todo lo que acaba conduciendo al humor, incluso a la sonrisa, risa o carcajada. Toda la premeditación en busca de un efecto y, un buen día, descubrimos que hay series que logran ser divertidas sin siquiera proponérselo, no porque sean naturalmente graciosas sino porque tienen de su parte la comicidad involuntaria.

El viejo y estúpido Es tan malo que es bueno se basa en parte en esto. Normalmente, cuanto menos cuidado hay en la producción, más sencillo parece reírse de ello. La realidad es, como siempre, más compleja. Reírse de la falta de medios es de un snobismo bastante triste, sobre todo porque si algo está más que demostrado —especialmente por parte de los ingleses— es que se pueden realizar buenas series con los celebérrimos cuatro duros.

Normalmente el humor involuntario se produce por el procedimiento conocido —o definido— como choque de trenes. Un guión excepcional con malos actores, una trama absolutamente ridícula ejecutada con extrema seriedad, la asunción como lógico y sensato de los más insospechados planes locos… el contraste, la ruptura, es lo que provoca la risa. Por eso hay tan pocas comedias que logren ser involuntariamente cómicas; más aún, los recursos de choque en estas comedias, como usar material claramente de derribo para confeccionar el guión o el atrezzo tienden a hacer más aburrido lo que ves por la demostración de voluntariedad en mostrarse como patético y conmiserable —Y no me refiero a la RAE en esta ocasion—.

Cierto es que un profesional competente puede elevar un algo el nivel general de un desastre; este mismo año William Shatner se ha convertido no sólo en el centro de su propia serie, sino en único flotador de la misma, que, a la vez, tiene una media de once millones de espectadores. Mientras, sucesos paranormales como el éxito de Todo el mundo quiere a Raymond antes o de Dos hombres y medio ahora nos demuestran que, en realidad, lo que hace reír a la gente no puede ser claramente calculado. De ahí los bajos ratings que llevaron a la cancelación a Arrested Development o que pueden poner en aprietos en cualquier momento a Community.

Mientras tanto, en España, se daba el fenómeno al completo; una serie de humor que no hace gracia como Las chicas de oro se contraponía a una serie seria —queremos suponer— como aquella en la que está pensando mi silente lector desde que empezó esta columna. Nuestro propio y especial Primavera para Hitler demostrando que el éxito se puede sacar incluso del desastre.

Uno de los asuntos más controvertidos con respecto a la comicidad involuntaria es que, de hecho, pueden ayudar a seguir adelante a una serie. O dotarla de cierta pátina de producto de culto. Digamos que, mientras que Los vigilantes de la playa se recordará por unos motivos (cof), su feto gemelo Los vigilantes de la noche tendrá un puesto sólo gracias al absoluto desastre que representaba.

Cop Rock o My mother the car lograron esta relevancia, esta infamia gozosa que sirve para perpetuar el nombre más allá de la tradicional desaparición por la apisonadora de series.

Entre los estrenos recientes, pocos más alocados que Outlaw, una serie de abogados que reunía la premisa estúpida, las sobreactuaciones y los personajes trazados como caricaturas, todo ello sobre guiones que hubieran sido perfectamente normales en casi cualquier pseudoprocedimental de la rama legal.

Aunque el más perfecto ejemplo de este año, que merece más aún que la consideración de culto, lo ha proporcionado la espiral cómica de dolor de Persons Unknown, magnífica caricatura involuntaria de las series tras la desaparición de Lost, que usaba el viejo esquema de avanzar recto hacia el abismo para salvar los problemas a sus espaldas. Algo que acabó convirtiendo en complicado seguir los episodios —la cadena llegó a emitir uno sólo por internet mientras el último fue, alternativamente, dos episodios, uno doble, uno que condensaba los dos y, al final, viendo que no merecía la pena, los dos uno detrás de otro—, pero que proporcionaba una auténtica munición de risas.

El esquema argumentativo general, con un grupo de personas raptadas y encerradas en un pueblecito fantasma y dos periodistas en el exterior investigando la trama, pronto se mostró más cercano a un programa de sketches que a esa especie de mezcla entre El Prisionero con los de la isla que traban de vendernos. Si dentro del poblado lo mismo construían un túnel de escape en plan mineros —casi una alusión directa a Top Secret —, que lograban quemar hasta reducir a un esqueleto a una persona echándole encima aceite caliente e, incluso, creaban su propia rutina cómica con la frase Si vuelves por aquí otra vez, tendré que matarte, funcionado en espejo con los de fuera, que tenían su propio encuentro muletillesco en Si sigues investigando tendré que matarte y sus grandes gags como la irrupción en una recepción disfrazados de religiosos, la muestra de periodismo de raza que es una búsqueda de Google impresa y, mi favorito, el encuentro con una mujer recluida en un pabellón psiquiátrico casi al aire libre que llevaba una camisa de fuerza porque solía arrojarle heces a la gente que se le acercaba y que pide a cambio de su información un churro —aclaremos: el dulce—.

Si antes otras series han logrado sobrevivir, pese a la fuerza de esta comicidad involuntaria —recordemos los inicios de 24 o Smallville—, añadiendo un ingrediente extra que sirviera como redentor de lo tronado del asunto, el fallo en estas series o el abrazo directo a una forma particular de enfrentarse a la coherencia interna, hace saltar desde el más que probable uso de tics cómicos que permiten con tranquilidad un Juego de beber hasta la cancelación.

Porque, en fin, si el humor es algo que es muy serio, cuando algo muy serio es humorístico, por su propia seriedad resulta imposible que se lo tomen en serio. Y una vez te han tomado a pitorreo sabes que te recordarán, sí, pero también que tienes los días contados.

Jónatan Sark | 08 de noviembre de 2010

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