LdN pretende ir recopilando textos de ficción descatalogados, inéditos, o de difícil localización.
Germán Machado
Hacía tiempo que no recogía un folleto en la calle. No digo recoger del piso, sino recoger uno de esos que te entregan en la mano. Sistemáticamente, evito cruzarme con quienes los ofrecen. Si voy andando por la acera y veo que hay alguien entregándolos, calculo el momento en que esté ofreciéndoselo a otra persona y entonces avanzo, esquivándolo. He llegado a cruzar a la otra acera con tal de no toparme con muchachos y muchachas que ofrecen folletos promocionando casas de masajes, restaurantes con menú profesional, pizza por metro, out let de zapaterías, jeans a mitad de precio…
No es que desprecie a la gente que hace ese trabajo. En lo más mínimo. No hacen más que ganarse el jornal honradamente. Si no los recojo es porque después no sé que hacer con los papeles. No me gusta tirar desperdicios en el piso. Pienso que es incorrecto hacerlo. En el curso que hice en verano sobre Protección del Medio Ambiente e Higiene Social nos enseñaron a ser extremadamente cuidadosos con el manejo de los residuos, todos los residuos.
Y en nuestra ciudad —cualquiera puede comprobarlo—, uno camina cuadras y cuadras sin encontrar un recipiente donde arrojar desperdicios. Los que coloca el municipio, por lo general, están rotos, o están llenos a desbordar. Al final, cuando recojo un folleto termino por guardarlo en mi bolsillo, y me tengo que desprender de él en mi casa, o en la oficina, según me esté dirigiendo a un lado o al otro. En todo caso, es una molestia. Por eso, hacía tiempo que no recogía ningún folleto en la calle.
Hoy recogí uno. La muchachita que los entregaba me tomó por sorpresa. No la vi de antemano. Cuando llegué a la esquina, ella giró sobre sus talones y, como a quemarropa, me dijo: “Sírvase”. Me puso el puño a la altura del pulmón derecho, y con el puño, el folleto.
Estuve a punto de negarme a aceptarlo. Iba a decirle que no, que gracias, no necesito, recién me dieron. Pero la muchacha me sonrió gentilmente, como dando por hecho que yo lo iba a llevar. Y lo llevé.
Guardé el folleto en mi bolsillo y cuando llegué a la oficina, antes de arrojarlo en la papelera, se me ocurrió leerlo. Promocionaba un Curso Avanzado de Operador de Telefonía Celular.
El folleto decía: “Conviértase en un experto operario de teléfonos celulares en sólo un mes. Realice llamadas. Responda efectivamente. Envíe mensajes de texto. Use correctamente el correo de voz. Bloquee y desbloquee el teclado. Maneje el directorio telefónico. Conozca todo lo que puede llegar a hacer con su teléfono celular. Docentes expertos. Cupos limitados. Se entrega diploma una vez aprobada la prueba final. Inicio de cursos los días 10 de cada mes. Horario: Martes y Jueves de 18 a 19 horas”.
Al pie del folleto figuraba la dirección de la academia. Queda a la vuelta de la oficina. También escribieron un número de telefonía fija al cual llamar.
* * *
Estamos a 9 de agosto. El curso empieza mañana, pensé. Y no sé por qué, pero se me ocurrió que no estaría mal agregar en mi currículum este antecedente: Operario en Telefonía Celular. Claro que antes tendría que conseguir un teléfono móvil, pues no tengo.
En el folleto no dice si es necesario tener un celular para hacer el curso. Tampoco dice cuál es el costo, ni si es necesario tener experiencia previa para inscribirse. Llamaré para preguntar y luego decidiré.
Me instalé en mi escritorio y despaché rápidamente el trabajo que tenía para la mañana. Cuando quedé libre, llamé a la academia. Del otro lado, una chica me atendió muy amablemente. Me explicó que no es necesario tener experiencia previa. Que es conveniente concurrir con el propio teléfono. Que el costo del curso es de quinientos pesos, unos veinte dólares, aclaró. Que debo decidirme pronto, pues el curso comienza mañana y sólo quedan tres cupos libres.
El resto de la mañana lo pasé pensando si me conviene, o no, hacer el curso.
La consultaría a Mariella, la secretaria del jefe, mi compañera de oficina, si no fuera porque está de muy mal humor.
A primera hora el jefe le hizo una observación a Mariella que ella consideró impertinente. Mientras siga enojada, prefiero no importunarla. Resolveré solo qué hacer.
Pienso: el horario es adecuado, comienza media hora después que salgo de trabajar. Pienso: no tengo problemas de dinero; el mes pasado ahorré lo suficiente para pagar el curso y hasta dispondría de efectivo para comprarme un teléfono celular; si es que me decido a hacer el curso, claro.
* * *
A la hora del almuerzo, salí a buscar comida a la rotisería. Caminando hacia allí, vi que en la misma cuadra hay un local de venta de teléfonos celulares. Ese local está allí hace tiempo, pero nunca me había llamado la atención. Recordé entonces lo que había aprendido en el curso de Management del Entorno Visual que hice el año pasado. Allí nos explicaron que uno fija la atención sólo en aquello en lo que previamente ya fijó la atención. Es así. Desde hoy de mañana fijé mi atención en la telefonía celular, y por ello, ahora, atiendo al hecho que en esta cuadra hay una casa que vende estos aparatos, cosa en la que no había reparado antes.
Me paro a observar la vidriera. Hay celulares de todo tipo. Entro a la casa y consulto por unos que están a un precio accesible. Lo compro. La chica que vende se ofrece para explicarme cómo funciona. Le digo que no es necesario, que no se moleste, que ya me las voy a arreglar solo. En definitiva: decidí hacer el curso.
Antes de regresar a la oficina pasaré por la academia a inscribirme.
La academia es una casa vieja donde dan cursos de distintas materias: informática, diseño gráfico, electrónica, comunicaciones y así. Entro. En la recepción está la chica que me atendió cuando hablé por teléfono. La reconozco por la voz. Aprendí a reconocer a la gente por su voz luego que realicé un Curso de Reconocimiento Fisonómico y Fónico de Personas, ya hace unos años de eso.
La chica, cuando me ve entrar, me saluda muy gentilmente. Me pregunta qué deseo. Le explico que había llamado en la mañana averiguando por el Curso de Operador de Telefonía Celular, y que decidí hacerlo. “Vengo a inscribirme”, termino diciéndole.
Ella, entusiasmada, me informa que hay que completar una ficha de inscripción. Luego, una vez que cumplimos con todas las formalidades, sin dejar de sonreír un solo momento, me felicita por mi decisión. “Bienvenido”, agrega, mientras me entrega el certificado de inscripción.
* * *
Hoy es jueves 10 de agosto. Comencé el curso. El profesor es un tipo joven y elegante. Sabe combinar la vestimenta formal con la indumentaria casual. Impresiona a su auditorio como una persona ágil y moderna. Me doy cuenta. Cumple perfectamente con el modelo de “joven persuasivo”, del cual me hablaron en el Curso de Semiótica de la Presencia y el Buen Vestir, un curso rápido, de los tantos que realicé antes de asistir por un semestre al Taller de Trabajo Voluntario y Primeros Auxilios, hace ya más de tres años.
La primera clase fue amena. Una clase típicamente introductoria. El profesor hizo que todos los concurrentes nos presentáramos. Unas nueve personas, mayoritariamente adultos. Luego, con prestancia y cierto aire de superioridad, se refirió a los objetivos y al programa del Diploma en Telefonía Celular.
Para aliviar las ansiedades características de estos cursos breves e intensos, el profesor explicó con suma claridad en qué consistiría la prueba de evaluación final. “Serán cuatro ejercicios”, dijo: “el primero, realizar una llamada; el segundo, recuperar una llamada perdida; el tercero, añadir un número de teléfono en el directorio del aparato; el cuarto, enviar un mensaje de texto. No tendrán mayores dificultades”, culminó.
La clase fue más práctica que teórica. Discurrió con un ritmo jocoso y ágil, si bien fue interrumpida por los espasmos de los diferentes timbres de los teléfonos, que se disparaban caótica e incontroladamente entre las manos y las risotadas de los alumnos.
Al finalizar esa primera clase, ya sabía encender y apagar mi teléfono celular. Había seleccionado una sinfonía de Schubert para el timbre de mi teléfono. También había aprendido cómo recargar la batería, lo que hice a la noche, antes de acostarme a dormir.
* * *
El mes del curso se pasó volando. En la oficina hubo mucho trabajo y en casa me pasaba horas realizando los ejercicios que el profesor mandaba los martes y jueves. Aprendí perfectamente todo lo que se nos enseñó en clase. No es por jactarme que lo digo, pero luego de un mes de intensiva tarea, pienso que de verdad me he convertido en un experto operador de teléfonos móviles.
Mariella, que en este mes ha mejorado su humor notoriamente, fue mi mejor aliada. Ella respondía mis llamadas y contestaba mis mensajes de texto cada vez que me ejercitaba en esas materias.
Al principio, a Mariella le llamó la atención que yo hubiera comprado un teléfono celular: “¿Para qué lo querés?” —me preguntó— “Si vos nunca hablás con nadie”. Le expliqué que, justamente, no hablaba con nadie porque no tenía teléfono celular, y que eso era lo que pretendía subsanar.
Mariella, durante el horario de trabajo, se pasa todo el tiempo enviando y recibiendo mensajes. Fue por eso, creo, que el jefe la había observado la otra vez. A pesar de la amenaza que significaba que el jefe volviera a reprenderla, practicábamos en la oficina enviándonos mensajes de un escritorio a otro.
Ella estaba contenta con el vínculo que estábamos generando. “Nuestro vínculo”, decía Mariella, que a menudo comentaba las ventajas y desventajas de los diferentes modelos de celular que existen. Además, supongo, Mariella estaba contenta porque cuando comenzamos con las prácticas le regalé una tarjeta para recargar su teléfono. No era para menos, considerando las molestias que le iba a causar cada vez que tuviera que contestar mis llamadas y mensajes. Llamadas y mensajes en los que apenas decíamos cosas como: estoy acá; me estoy yendo; voy para allá; nos vemos en un rato; chau.
A Mariella no le dije nada sobre el curso que estaba haciendo. Sólo le dije que necesitaba practicar. Según lo pienso, no se trata de que cualquiera acceda a estos diplomas y luego compita con uno a la hora de presentar los currículum para obtener un puesto. Hoy somos aliados y buenos compañeros, ya lo creo, pero si el día de mañana tenemos que competir por un ascenso en la empresa, ella y yo seremos feroces enemigos, cumpliéndose así lo que me enseñaron en el Curso de Coatching Empresarial y Emulación Laboral, uno que realicé años atrás. El tiempo dirá.
* * *
Hoy tendré la prueba final. Estamos a 7 de setiembre. Un jueves. Si todo sale bien, hoy obtendré mi Diploma de Operador en Telefonía Celular: De-O Te-Ce, lo designa el profesor. No estoy para nada nervioso. De todos modos, pedí para salir media hora antes de la oficina, así practico un poco antes de la prueba.
* * *
La prueba es individual. La mesa examinadora estará integrada por el docente del curso y la Coordinadora General de la Academia, una mujer de aspecto ambicioso, pero de trato muy cordial.
Nos hacen pasar de a uno. Cuando me toca a mí, estoy completamente tranquilo.
Entro a la sala. El profesor me saluda y me pregunta si estoy pronto. Yo tengo mi aparato en la mano, encendido. Le contesto que sí. Para comenzar, me pide que agregue al directorio de mi celular su número de teléfono y el de la Coordinadora Gerneral. Me los dicta. Cumplo esa tarea rápidamente. Cuando termino, el profesor me alienta: “correcto, correcto”, repite.
Inmediatamente, me pide que llame por teléfono al celular de la Coordinadora General. Lo hago. Mientras estoy hablando con ella, él me envía una llamada a mi celular. La llamada de él queda perdida en mi aparato. Cuando termino de hablar con la Coordinadora General, me pide que recupere su llamada. Lo hago. Entretanto, me envía un mensaje de texto.
No lo dije antes, por lo cual me permito ahora una digresión: algo que nos llamó la atención, y fue comentado por todos los alumnos, es la velocidad con la que el profesor hace bailar su pulgar sobre el teclado. Es increíble la cantidad de texto que puede escribir en apenas unos segundos. Difícilmente, algún día, haya alguno de nosotros que pueda superarlo.
Así, cuando termino de recuperar su llamada perdida, y ni bien termino de responderla, suena Schubert en mi teléfono, avisándome que tengo un mensaje de texto. Lo leo. Es el mensaje del profesor. Me dice que esa es la última prueba, y me pregunta si estoy satisfecho con los resultados del curso. “Responda en tres palabras”, agrega al final del mensaje. Con mi dedo pulgar, ni muy rápido, ni tampoco muy lento, contesto: “estoy muy satisfecho”. Y oprimo la tecla SEND.
Suena el celular del profesor avisándole que tiene un mensaje. Es el mío. El profesor lo lee y lo responde al instante. Ahora suena mi aparato. Leo el mensaje que me acaba de enviar: “¡Enhorabuena!” —dice— “Ha aprobado la prueba”.
La Coordinadora General, al otro lado de la mesa, se pone de pie y me felicita. Extiende su mano para saludarme. El profesor hace lo mismo. Cuando me da la mano, siento en mi palma la callosidad de su dedo pulgar: una callosidad áspera, corrugada, alfanumérica.
Saludo al profesor siguiendo los procedimientos que aprendí en el curso de Negociación y Buenos Modales que hice mientras culminaba el bachillerato. La Coordinadora General completa el diploma, un formulario preimpreso con el logo de la Academia. Escritura mis datos y la calificación obtenida: “Excelente” —garabatea— con una caligrafía que me resulta algo inhóspita, inadecuada para la ocasión. Firma ella y le da el diploma para que lo firme el profesor. Luego, me lo entregan. Cuando voy saliendo del salón, el profesor llama al siguiente alumno.
Con un aire de satisfacción, a punto de salir de la Academia, me detengo en el ambulatorio. Guardo mi celular en el estuche que llevo en el cinturón del pantalón. Estoy en eso cuando me aborda la secretaria de la Academia y me entrega un folleto. Sonriente, me explica que es el programa de un Curso para Operador de Faxes y Centralitas Telefónicas que inicia la próxima semana. Me advierte que no quedan muchos cupos, pero que me reservará un lugar hasta el lunes, pues los alumnos que hicieron el curso de Telefonía Celular tienen preferencia para inscribirse.
Le agradezco su atención. Le digo que lo pensaré, y me retiro. Ya en la calle, con el folleto en una mano, repaso mentalmente las hojas encuadernadas de mi currículum, donde hoy agregaré el diploma que tengo en la otra mano. Me pregunto, entonces, si Mariella tendrá un diploma de Operadora de Faxes. Lo dudo.
Montevideo, Noviembre de 2006.
2006-11-17 08:50
¡¡Genial!! A pesar de lo ficticio… es terroríficamente real. Me preocupa que alguien de CCC o de CEAC esté leyendo esto y le dé ideas :-)
2006-11-21 11:30
Ufff.. genial, y, además tan realista como que esa idea de dar cursos para aprender a manejar los teléfonos móviles rondó hace ya unos años la cabeza de un empresario de la formación amiguete mío. De todas maneras, lo interesante es cómo la vida del protagonista se articula alrededor del trabajo y la formación vinculada al trabajo. Poco más (nada menos) sabemos de su vida. Ni siquiera a qué se dedica exactamente. Lo que puede hoy decirse de tanta gente que, sin embargo, la vemos cruzar apurados la calle de la oficina a la academia, de la academia a casa. Da miedo, sí.
2006-12-04 17:24
Una traducción al inglés de este artículo puede encontrarse en: http://zenitservices.com/Translations/2006/LifelongLearning.html
2011-11-20 06:48
La chica de la esquina con el folleto cumplió con su trabajo, la meta era pagar la matricula para el curso, la compra del móvil para los fines prácticos con el folleto que el aparato trae en el empaque.
Al final vimos traducido en que le convirtieron en un consumidor de primera en llamadas y mensajes de texto donde el consumo le lleva a pagar mas o menos según el uso que se la haga al artefacto con linea.
Le felicito ya que se requiere de valentía para ser experto en comunicación móvil, los jóvenes comprendieron el curso y en verdad se vio que entendieron la causa del profesor y de la academia.