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Supongo que le amo profundamente

Franca Velasco


Supongo que le amo profundamente. En caso contrario, con toda seguridad no seguiría a su lado después de trece años, porque si algo tengo claro en la vida es que no me gusta arrastrar situaciones o personas que no me llevan a ninguna parte.
No es que él me lleve a destino alguno reconocido, pero viene conmigo por mi mismo camino, y eso en el fondo es llevarme. A ratos lo llevo yo, a ratos me lleva él, depende de cómo se dé el camino, de lo tortuoso o retorcido que sea dependiendo de los zapatos que calzamos cada uno.
Y lo cierto es que a pesar de mis tacones, suelo llevar paso más estable, y tropiezo menos, o esa es mi visión de nuestro caminar juntos.
Estoy convencida de que a las personas nos definen nuestras vivencias. No comulgo con esa máxima de que la persona nace o se hace, no. Creo que se hace en cualquier caso, y a él lo hicieron algunos años difíciles de los que nunca pudo recuperarse del todo, a pesar de la paz y el relativo equilibrio de nuestro tiempo juntos.
Un padre alcohólico marca mucho. Los recuerdos infantiles y preadolescentes de un hombre que llegaba a casa dando portazos y rompía la serenidad del hogar obligando a los niños a esconderse bajo las camas para presenciar lo menos posible discusiones llenas de gritos y amenazas convierten a un ser humano en alguien permanentemente asustado, que puede optar por reproducir ese mismo modelo o bien rechazarlo de plano.
Afortunadamente, su caso es el segundo. De aquel extremo, él ha pasado al extremo contrario, de modo que cualquier incremento del tono de voz ante las rabietas de los niños se convierte en un espanto en su cara y una reacción defensiva que no guarda proporcionalidad con el hecho.
Y eso, evidentemente, se traduce en incomprensiones, más protestas, más discusiones en las que reconozco que pierdo los nervios del todo.
Mi conclusión en esas ocasiones es que ya no me quiere como antes, ya no soy yo la protagonista de sus duermevelas, ya no la única y más importante razón de su día a día, ya no soy su preocupación, ya no le desasosiega el hacerme feliz por encima de todo.
Supongo que es cierto, entonces, que aquel enamoramiento del principio, como dice la gente, da siempre paso al cariño de ahora, a la relación testaruda de fuerte base pero escasa emoción.
Luego está el asunto de la convivencia. Tremenda palabra. Hoy en día existen incluso concursos en televisión basados en ese concepto, en la dificultad de afrontarla y superarla, donde asistimos absortos a los conflictos de completos extraños con los que en ocasiones nos sentimos profundamente identificados.
El tiene la costumbre de salar los filetes directamente sobre la encimera de la cocina. Lanza la carne sobre el granito y vuelca el salero con gran profusión.
No es que me parezca censurable. Lo que sin duda me lo parece es que luego no pase una bayeta y lo limpie, porque siempre casualmente ubico algún documento sobre la pasta infame de la sangre del animal pegoteada de granitos salados.
En la película “Hable con ella”, el personaje que interpreta Javier Cámara dice que el cerebro de las mujeres es un misterio. Supongo que es cuestión de cristal a través del que se mira, pero yo siempre he pensado que el misterio está en el de los hombres.
No concibo dejar la tapadera del water elevada después de usar el baño alrededor de una docena de veces al día, o el cuchillo lleno de mantequilla sobre la mesa, junto a madalenas desmigadas y la taza sucia al irme a trabajar por las mañanas.
No me explico cómo puede salpicarse hasta el último centímetro cuadrado del espejo en una sola lavada de manos y no darse cuenta al salir, ni por qué el lugar idóneo para dejar las zapatillas es la mitad de la alfombra de la habitación.
Me resulta incomprensible que el menú más apetecible si yo no estoy, aunque el frigorífico esté lleno de manjares sea un pollo asado del supermercado, y su desinterés por si los niños llevan el pantalón de un chandal y el jersey del otro.
En mi ausencia, los niños van al colegio con las greñas que han despegado de la almohada, sin que un triste peine las domestique. Los deberes pueden regresar en la mochila sin resolver tal y como llegaron, está permitido comer palomitas sin haber probado primer ni segundo plato y lanzarlas por doquier sin prejuicios.
Decorar de mil colores a rotulador la mesa blanca del salón no es sino una obra de arte, y llenarse la ropa recién lavada de manchas heterogéneas, una tarea ineludible a la que no pueden oponerse servilletas ni baberos.
Los niños son felices, por supuesto, pero yo pierdo el cabello del estrés de forma cada vez más preocupante.
Recuerdo una ocasión en la que un bol entero de patatas fritas sufrió un lamentable accidente, y él recogió varios puñados de forma mecánica, haciendo crujir el resto bajo sus pasos por la cocina sin ningún recato.
Cuando le pregunté si no era consciente de que un alto porcentaje de patatas fritas continuaba en el suelo y estaba pegándose a la suela de sus zapatos preguntó: “¿Qué patatas?”.
Tenemos un serio problema con las cortinas. Yo insisto en cerrarlas para evitar que las moscas se introduzcan en nuestro hogar y se conviertan en molestias insoportables durante todo el verano. El las descorre completamente cada vez que entra y sale al porche, aunque nunca me ha explicado por qué.
Cuando el bebé duerme la siesta intento caminar de puntillas por toda la casa, apenas suspiro, y si me caliento un café cierro la puerta de la cocina para que el pitido del microondas no la despierte.
El se sitúa justo en la puerta de su habitación y se suena la nariz de esa manera suya indescriptible que se asemeja al sonido que emite el elefante africano hembra, que es el que manda en la manada.
Otro grave problema es su condición de exfumador empedernido reconvertido en liga antitabaco unipersonal. Cuando su familia, que comparte conmigo el indeseable hábito, viene a casa a comer, él nos obliga a reunirnos tiritando en pleno invierno en la puerta de casa para consumir un cigarro en el menor tiempo posible, sin que una sola bocanada de humo traspase la puerta.
Otra de sus inefables costumbres es la de quitarme lo suelto que llevo en el monedero sin avisar. Cuando llego a Carrefour, descubro con sorpresa que no tengo euro para introducir en el carrito de la compra, lo que me obliga a entrar en el hipermercado, sacar dinero del cajero, comprar cualquier cosa innecesaria para conseguir una moneda, volver a salir al parking y entonces, desenganchar el carrito.
Por supuesto, en el transcurso de los minutos que dura esta operación, voy farfullando todo tipo de pestes, especialmente teniendo en cuenta que siempre llevo prisa.
Cuando nos casamos pensé con alivio que había recuperado finalmente el derecho a leer en la cama por las noches, una costumbre que mi madre persiguió históricamente obligándome a apagar la luz y dormirme a la fuerza, estrangulando así mi amor por consumir Literatura a diario y convirtiéndome en una nocturna prófuga de la lectura.
Mi obcecación por leer durante toda mi adolescencia me llevó a hacerlo a escondidas bajo las mantas, ayudándome de una linterna, y posteriormente, cuando nos cambiamos de casa, acercándome todo lo posible a la ventana y aprovechando la luz de una farola de la calle.
De este modo, cuando a los 30 años me sometí a un reconocimiento médico empresarial, el oftalmólogo comprobó con sorpresa que adolecía de vista cansada, como si tuviera veinte años más de los que tenía.
Sin embargo, el cambio de estado civil no vino sino a redundar en el mismo problema.
El aseguraba, primero suavemente, que no era capaz de dormir si la lamparilla de mi mesita estaba encendida. Cuando arreciaron mis protestas, se rindió a los argumentos, pero meses más tarde consideré insoportable su forma de mascullar entre dientes, dando vueltas en la cama tan vigorosamente que el colchón parecía una frágil lancha a la deriva en la más fuerte marejada, de modo que replegué mis tropas y abandoné el ansiado hábito.
Años más tarde, consideré que ya que no se me permitía leer, al menos exigiría un rato de televisión entre las sábanas como alternativa para conciliar el sueño.
Al principio él compartía esos ratos conmigo, pero en pocos minutos caía a plomo sobre la almohada y de nuevo comenzaba a gruñir y roncar alternativamente, hasta que se sentaba en la cama y estallaba de ira, llamándome egoísta.
De nuevo replegué mis tropas y me obligué a mí misma a permanecer en el inhóspito sofá del salón, cubierta por una manta, todo el invierno, hasta que el cansancio me rendía y me arrastraba trabajosamente por las escaleras hasta el lecho conyugal en el que él, curiosamente, permanecía roncando, pero con los auriculares de la radio en los oídos.
Nunca he entendido por qué el timbre de voz de Jose Ramón de la Morena no perturba su sueño, y en cambio, mi televisor sí lo hace, a pesar de que el volúmen era tan bajo que necesitaba aplicar las palmas de mis manos a los pabellones de mis orejas para conseguir desentrañar lo que decían los protagonistas de la película de turno. Hay noches que despierto, sobre las tres o cuatro de la madrugada, al son de alguna melodía o la voz de algún meloso locutor radiofónico nocturno y compruebo con espanto que los auriculares continúan pegados a su cráneo.
Pero él es así. Supongo que le amo profundamente porque soporto estoicamente sus manías y sus costumbres, e imagino que, aunque no me lo diga nunca, él también soporta las mías. También imagino que aquel jamón colgado del cielo que mi madre decía que estaba intacto, esperando a la primera pareja que lo mereciera por no haber discutido nunca, continúa allí.
Creo que es un padre estupendo, aunque no sea perfecto. Probablemente habrá pocos en la Historia que hayan criado unos niños tan saludables y felices hombro con hombro junto a una mujer con semejante dedicación, de hecho, hay pocos padres (afortunadamente actualmente más, pero siempre pocos) que crien a sus hijos.
También es un compañero de camino magnífico. A pesar de todos los pesares.
Sé que es su buena intención la que le lleva a ponerse la gorra de “señor todoarreglado” de la que habla el autor de “Los hombres son de marte y las mujeres de venus” cuando me quejo de que los niños no me dejan dormir los fines de semana, y propone que me vaya unos días a casa de mis padres a descansar.
Sé que quiere lo mejor para mí cuando me impele a llamar a tal o cual persona para conseguir un empleo mejor, aunque a mí eso me saque de mis casillas y le conteste que soy mayorcita para llamar a quien quiero y que no deseo su ayuda.
Sé que sus besos son sinceros, aunque en el fragor de la batalla diaria nos los demos escasa y casi maquinalmente.
Sé que no se da cuenta de que azul y verde muerde, y por eso viste a los niños como le parece, y que no los peina porque los encuentra guapos de todas formas.
Sé que nuestra relación está viva porque él pone mucho de su parte, porque sin duda queda mucho de aquello que nos apegó el uno al otro casi desesperadamente cuando nos conocimos, de forma casual, aquella mañana de Enero.
Anoche, a oscuras, en nuestro dormitorio, acurruqué mi cabeza en su regazo durante largo rato. Charlamos profusamente de todo un poco, apenas recuerdo de qué, porque estaba adormilada, pero sí recuerdo su tono de voz, acariciadora y sus manos sobre mi pelo, incansables, velando mi viaje de la vigilia al sueño.
Sólo en sus brazos me siento en casa. Sólo su calor reconforta mi alma incluso al término del día más descorazonador, más agotador o más aburrido.
Creo que una vez más hablamos del amor, de lo que lleva a las personas a conocerse, de esos largos dedos de un destino mágico que te sitúan en un lugar concreto en un momento concreto, de modo que ese instante cambia tu trayectoria vital.
O hablamos de nuestros hijos, de sus ingenuidades, de sus ilusiones, de sus presencias en nuestras vidas.
Con él, las conversaciones se convierten en eternos monólogos compartidos, en interminables poemas dialogados, en intercambio de instantáneas de la memoria, casi en diálogos conmigo misma. Incluso las soledades son hermosas. Porque son deseadas.
Me gusta decirle que es mi media mitad, porque así lo siento.
Supongo que, algunas veces, cuando la convivencia nos supera momentáneamente, olvido que estoy refunfuñando contra mí misma, que con quien me enfado es conmigo, por no ser capaz de expresarle del modo adecuado lo que no me gusta.
Supongo que le amo profundamente, porque aunque no me deja leer o ver la televisión en la cama, nunca me he planteado dormir en otra.
Imagino que si dormir con él me sigue compensando, es porque le amo profundamente.
Y cuando a mediodía, al llegar del trabajo con el correo recogido del buzón, he dejado las cartas sobre el desierto de granito de la encimera de la cocina y los sobres se han llenado de esos gordos granos de sal, lo he imaginado con una gran sonrisa, entre los humos de la sartén, y cortando la carne en pequeños trocitos para que los niños puedan masticarlo bien.
Y la ternura de esa imagen ha recorrido mi cuerpo como un escalofrío.

Franca Velasco | 05 de marzo de 2005

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