El día de faena, el rebaño pasa por el brete. Allí se aplica el marronazo a todas y cada una de las reses. Del ganado muerto, un par de vaquillonas quedarán en la estancia para el asado de la peonada.
El día de faena, el patrón —un hombre de bien— reparte carne asada entre el personal de la estancia. Además de convidar con asado, el patrón presta a los peones más viejos unas dentaduras postizas. Las reparte tratando que los talles se ajusten más o menos bien a las necesidades de masticar de los desdentados. Luego que estos las usan, se las devuelven y él las guarda en el depósito de herramientas, desinfectándolas con agua y creolina. ¡Así de higiénica es la tarea en la estancia!
Es que el patrón sabe que en la próxima jornada de faena volverá a usar las dentaduras; por eso las conserva. No usará todas, por cierto, porque entre jornada y jornada, sucede que alguno de los peones viejos va a dar con sus encías bajo tierra.
]]>Hacía tiempo que no recogía un folleto en la calle. No digo recoger del piso, sino recoger uno de esos que te entregan en la mano. Sistemáticamente, evito cruzarme con quienes los ofrecen. Si voy andando por la acera y veo que hay alguien entregándolos, calculo el momento en que esté ofreciéndoselo a otra persona y entonces avanzo, esquivándolo. He llegado a cruzar a la otra acera con tal de no toparme con muchachos y muchachas que ofrecen folletos promocionando casas de masajes, restaurantes con menú profesional, pizza por metro, out let de zapaterías, jeans a mitad de precio…
No es que desprecie a la gente que hace ese trabajo. En lo más mínimo. No hacen más que ganarse el jornal honradamente. Si no los recojo es porque después no sé que hacer con los papeles. No me gusta tirar desperdicios en el piso. Pienso que es incorrecto hacerlo. En el curso que hice en verano sobre Protección del Medio Ambiente e Higiene Social nos enseñaron a ser extremadamente cuidadosos con el manejo de los residuos, todos los residuos.
Y en nuestra ciudad —cualquiera puede comprobarlo—, uno camina cuadras y cuadras sin encontrar un recipiente donde arrojar desperdicios. Los que coloca el municipio, por lo general, están rotos, o están llenos a desbordar. Al final, cuando recojo un folleto termino por guardarlo en mi bolsillo, y me tengo que desprender de él en mi casa, o en la oficina, según me esté dirigiendo a un lado o al otro. En todo caso, es una molestia. Por eso, hacía tiempo que no recogía ningún folleto en la calle.
Hoy recogí uno. La muchachita que los entregaba me tomó por sorpresa. No la vi de antemano. Cuando llegué a la esquina, ella giró sobre sus talones y, como a quemarropa, me dijo: “Sírvase”. Me puso el puño a la altura del pulmón derecho, y con el puño, el folleto.
Estuve a punto de negarme a aceptarlo. Iba a decirle que no, que gracias, no necesito, recién me dieron. Pero la muchacha me sonrió gentilmente, como dando por hecho que yo lo iba a llevar. Y lo llevé.
Guardé el folleto en mi bolsillo y cuando llegué a la oficina, antes de arrojarlo en la papelera, se me ocurrió leerlo. Promocionaba un Curso Avanzado de Operador de Telefonía Celular.
El folleto decía: “Conviértase en un experto operario de teléfonos celulares en sólo un mes. Realice llamadas. Responda efectivamente. Envíe mensajes de texto. Use correctamente el correo de voz. Bloquee y desbloquee el teclado. Maneje el directorio telefónico. Conozca todo lo que puede llegar a hacer con su teléfono celular. Docentes expertos. Cupos limitados. Se entrega diploma una vez aprobada la prueba final. Inicio de cursos los días 10 de cada mes. Horario: Martes y Jueves de 18 a 19 horas”.
Al pie del folleto figuraba la dirección de la academia. Queda a la vuelta de la oficina. También escribieron un número de telefonía fija al cual llamar.
* * *
Estamos a 9 de agosto. El curso empieza mañana, pensé. Y no sé por qué, pero se me ocurrió que no estaría mal agregar en mi currículum este antecedente: Operario en Telefonía Celular. Claro que antes tendría que conseguir un teléfono móvil, pues no tengo.
En el folleto no dice si es necesario tener un celular para hacer el curso. Tampoco dice cuál es el costo, ni si es necesario tener experiencia previa para inscribirse. Llamaré para preguntar y luego decidiré.
Me instalé en mi escritorio y despaché rápidamente el trabajo que tenía para la mañana. Cuando quedé libre, llamé a la academia. Del otro lado, una chica me atendió muy amablemente. Me explicó que no es necesario tener experiencia previa. Que es conveniente concurrir con el propio teléfono. Que el costo del curso es de quinientos pesos, unos veinte dólares, aclaró. Que debo decidirme pronto, pues el curso comienza mañana y sólo quedan tres cupos libres.
El resto de la mañana lo pasé pensando si me conviene, o no, hacer el curso.
La consultaría a Mariella, la secretaria del jefe, mi compañera de oficina, si no fuera porque está de muy mal humor.
A primera hora el jefe le hizo una observación a Mariella que ella consideró impertinente. Mientras siga enojada, prefiero no importunarla. Resolveré solo qué hacer.
Pienso: el horario es adecuado, comienza media hora después que salgo de trabajar. Pienso: no tengo problemas de dinero; el mes pasado ahorré lo suficiente para pagar el curso y hasta dispondría de efectivo para comprarme un teléfono celular; si es que me decido a hacer el curso, claro.
* * *
A la hora del almuerzo, salí a buscar comida a la rotisería. Caminando hacia allí, vi que en la misma cuadra hay un local de venta de teléfonos celulares. Ese local está allí hace tiempo, pero nunca me había llamado la atención. Recordé entonces lo que había aprendido en el curso de Management del Entorno Visual que hice el año pasado. Allí nos explicaron que uno fija la atención sólo en aquello en lo que previamente ya fijó la atención. Es así. Desde hoy de mañana fijé mi atención en la telefonía celular, y por ello, ahora, atiendo al hecho que en esta cuadra hay una casa que vende estos aparatos, cosa en la que no había reparado antes.
Me paro a observar la vidriera. Hay celulares de todo tipo. Entro a la casa y consulto por unos que están a un precio accesible. Lo compro. La chica que vende se ofrece para explicarme cómo funciona. Le digo que no es necesario, que no se moleste, que ya me las voy a arreglar solo. En definitiva: decidí hacer el curso.
Antes de regresar a la oficina pasaré por la academia a inscribirme.
La academia es una casa vieja donde dan cursos de distintas materias: informática, diseño gráfico, electrónica, comunicaciones y así. Entro. En la recepción está la chica que me atendió cuando hablé por teléfono. La reconozco por la voz. Aprendí a reconocer a la gente por su voz luego que realicé un Curso de Reconocimiento Fisonómico y Fónico de Personas, ya hace unos años de eso.
La chica, cuando me ve entrar, me saluda muy gentilmente. Me pregunta qué deseo. Le explico que había llamado en la mañana averiguando por el Curso de Operador de Telefonía Celular, y que decidí hacerlo. “Vengo a inscribirme”, termino diciéndole.
Ella, entusiasmada, me informa que hay que completar una ficha de inscripción. Luego, una vez que cumplimos con todas las formalidades, sin dejar de sonreír un solo momento, me felicita por mi decisión. “Bienvenido”, agrega, mientras me entrega el certificado de inscripción.
* * *
Hoy es jueves 10 de agosto. Comencé el curso. El profesor es un tipo joven y elegante. Sabe combinar la vestimenta formal con la indumentaria casual. Impresiona a su auditorio como una persona ágil y moderna. Me doy cuenta. Cumple perfectamente con el modelo de “joven persuasivo”, del cual me hablaron en el Curso de Semiótica de la Presencia y el Buen Vestir, un curso rápido, de los tantos que realicé antes de asistir por un semestre al Taller de Trabajo Voluntario y Primeros Auxilios, hace ya más de tres años.
La primera clase fue amena. Una clase típicamente introductoria. El profesor hizo que todos los concurrentes nos presentáramos. Unas nueve personas, mayoritariamente adultos. Luego, con prestancia y cierto aire de superioridad, se refirió a los objetivos y al programa del Diploma en Telefonía Celular.
Para aliviar las ansiedades características de estos cursos breves e intensos, el profesor explicó con suma claridad en qué consistiría la prueba de evaluación final. “Serán cuatro ejercicios”, dijo: “el primero, realizar una llamada; el segundo, recuperar una llamada perdida; el tercero, añadir un número de teléfono en el directorio del aparato; el cuarto, enviar un mensaje de texto. No tendrán mayores dificultades”, culminó.
La clase fue más práctica que teórica. Discurrió con un ritmo jocoso y ágil, si bien fue interrumpida por los espasmos de los diferentes timbres de los teléfonos, que se disparaban caótica e incontroladamente entre las manos y las risotadas de los alumnos.
Al finalizar esa primera clase, ya sabía encender y apagar mi teléfono celular. Había seleccionado una sinfonía de Schubert para el timbre de mi teléfono. También había aprendido cómo recargar la batería, lo que hice a la noche, antes de acostarme a dormir.
* * *
El mes del curso se pasó volando. En la oficina hubo mucho trabajo y en casa me pasaba horas realizando los ejercicios que el profesor mandaba los martes y jueves. Aprendí perfectamente todo lo que se nos enseñó en clase. No es por jactarme que lo digo, pero luego de un mes de intensiva tarea, pienso que de verdad me he convertido en un experto operador de teléfonos móviles.
Mariella, que en este mes ha mejorado su humor notoriamente, fue mi mejor aliada. Ella respondía mis llamadas y contestaba mis mensajes de texto cada vez que me ejercitaba en esas materias.
Al principio, a Mariella le llamó la atención que yo hubiera comprado un teléfono celular: “¿Para qué lo querés?” —me preguntó— “Si vos nunca hablás con nadie”. Le expliqué que, justamente, no hablaba con nadie porque no tenía teléfono celular, y que eso era lo que pretendía subsanar.
Mariella, durante el horario de trabajo, se pasa todo el tiempo enviando y recibiendo mensajes. Fue por eso, creo, que el jefe la había observado la otra vez. A pesar de la amenaza que significaba que el jefe volviera a reprenderla, practicábamos en la oficina enviándonos mensajes de un escritorio a otro.
Ella estaba contenta con el vínculo que estábamos generando. “Nuestro vínculo”, decía Mariella, que a menudo comentaba las ventajas y desventajas de los diferentes modelos de celular que existen. Además, supongo, Mariella estaba contenta porque cuando comenzamos con las prácticas le regalé una tarjeta para recargar su teléfono. No era para menos, considerando las molestias que le iba a causar cada vez que tuviera que contestar mis llamadas y mensajes. Llamadas y mensajes en los que apenas decíamos cosas como: estoy acá; me estoy yendo; voy para allá; nos vemos en un rato; chau.
A Mariella no le dije nada sobre el curso que estaba haciendo. Sólo le dije que necesitaba practicar. Según lo pienso, no se trata de que cualquiera acceda a estos diplomas y luego compita con uno a la hora de presentar los currículum para obtener un puesto. Hoy somos aliados y buenos compañeros, ya lo creo, pero si el día de mañana tenemos que competir por un ascenso en la empresa, ella y yo seremos feroces enemigos, cumpliéndose así lo que me enseñaron en el Curso de Coatching Empresarial y Emulación Laboral, uno que realicé años atrás. El tiempo dirá.
* * *
Hoy tendré la prueba final. Estamos a 7 de setiembre. Un jueves. Si todo sale bien, hoy obtendré mi Diploma de Operador en Telefonía Celular: De-O Te-Ce, lo designa el profesor. No estoy para nada nervioso. De todos modos, pedí para salir media hora antes de la oficina, así practico un poco antes de la prueba.
* * *
La prueba es individual. La mesa examinadora estará integrada por el docente del curso y la Coordinadora General de la Academia, una mujer de aspecto ambicioso, pero de trato muy cordial.
Nos hacen pasar de a uno. Cuando me toca a mí, estoy completamente tranquilo.
Entro a la sala. El profesor me saluda y me pregunta si estoy pronto. Yo tengo mi aparato en la mano, encendido. Le contesto que sí. Para comenzar, me pide que agregue al directorio de mi celular su número de teléfono y el de la Coordinadora Gerneral. Me los dicta. Cumplo esa tarea rápidamente. Cuando termino, el profesor me alienta: “correcto, correcto”, repite.
Inmediatamente, me pide que llame por teléfono al celular de la Coordinadora General. Lo hago. Mientras estoy hablando con ella, él me envía una llamada a mi celular. La llamada de él queda perdida en mi aparato. Cuando termino de hablar con la Coordinadora General, me pide que recupere su llamada. Lo hago. Entretanto, me envía un mensaje de texto.
No lo dije antes, por lo cual me permito ahora una digresión: algo que nos llamó la atención, y fue comentado por todos los alumnos, es la velocidad con la que el profesor hace bailar su pulgar sobre el teclado. Es increíble la cantidad de texto que puede escribir en apenas unos segundos. Difícilmente, algún día, haya alguno de nosotros que pueda superarlo.
Así, cuando termino de recuperar su llamada perdida, y ni bien termino de responderla, suena Schubert en mi teléfono, avisándome que tengo un mensaje de texto. Lo leo. Es el mensaje del profesor. Me dice que esa es la última prueba, y me pregunta si estoy satisfecho con los resultados del curso. “Responda en tres palabras”, agrega al final del mensaje. Con mi dedo pulgar, ni muy rápido, ni tampoco muy lento, contesto: “estoy muy satisfecho”. Y oprimo la tecla SEND.
Suena el celular del profesor avisándole que tiene un mensaje. Es el mío. El profesor lo lee y lo responde al instante. Ahora suena mi aparato. Leo el mensaje que me acaba de enviar: “¡Enhorabuena!” —dice— “Ha aprobado la prueba”.
La Coordinadora General, al otro lado de la mesa, se pone de pie y me felicita. Extiende su mano para saludarme. El profesor hace lo mismo. Cuando me da la mano, siento en mi palma la callosidad de su dedo pulgar: una callosidad áspera, corrugada, alfanumérica.
Saludo al profesor siguiendo los procedimientos que aprendí en el curso de Negociación y Buenos Modales que hice mientras culminaba el bachillerato. La Coordinadora General completa el diploma, un formulario preimpreso con el logo de la Academia. Escritura mis datos y la calificación obtenida: “Excelente” —garabatea— con una caligrafía que me resulta algo inhóspita, inadecuada para la ocasión. Firma ella y le da el diploma para que lo firme el profesor. Luego, me lo entregan. Cuando voy saliendo del salón, el profesor llama al siguiente alumno.
Con un aire de satisfacción, a punto de salir de la Academia, me detengo en el ambulatorio. Guardo mi celular en el estuche que llevo en el cinturón del pantalón. Estoy en eso cuando me aborda la secretaria de la Academia y me entrega un folleto. Sonriente, me explica que es el programa de un Curso para Operador de Faxes y Centralitas Telefónicas que inicia la próxima semana. Me advierte que no quedan muchos cupos, pero que me reservará un lugar hasta el lunes, pues los alumnos que hicieron el curso de Telefonía Celular tienen preferencia para inscribirse.
Le agradezco su atención. Le digo que lo pensaré, y me retiro. Ya en la calle, con el folleto en una mano, repaso mentalmente las hojas encuadernadas de mi currículum, donde hoy agregaré el diploma que tengo en la otra mano. Me pregunto, entonces, si Mariella tendrá un diploma de Operadora de Faxes. Lo dudo.
Montevideo, Noviembre de 2006.
Ya sé que les parezco ridícula, pero no. Siempre es lo mismo: se pasan semanas organizando el paseo a Limón, a la casa de Pepe —aprovechando que ahora trabaja con JAPDEVA y tiene casa en la playa— y, cuando ya faltan pocos días para el viaje, empiezan a presionarme con el asunto. Que tenés que venir. Que no seás así, no te quedés sola en San José. Que cómo les voy a echar a perder el paseo. Si yo no les echo a perder nada. Allá ellos si quieren montarse en ese aparato maldito. Lo que soy yo, ni a patadas me monto en el tren. Yo sé que si me monto, ese día, me muero. Lo he soñado cien veces: siempre el tren, en la curva, es una escena horrible. Por eso, no, aunque insistan. Y Carmen es la que más insiste, claro, porque como tiene cuatro güilas y el marido es un vago que no la ayuda en nada, le quedaría comodísimo eso de llevarse a la tía Lola de china… o de chaperona, porque Hildita —la mayor— ya está ennoviada, y anda cargando al pegoste ese para arriba y para abajo, y no me extrañaría que lo llevaran también a Limón. Pero yo, en tren, no voy. Insistan lo que insistan, yo, al tren, no le doy el gusto de acabar conmigo. Ochenta veces han ido a Limón en tren, y ochenta veces les he dicho que no, que yo ¡no voy! Pobre tía Lola. Le tenía pánico a los trenes. Siempre creyó que iba a morir en un tren —decía que era una pesadilla que había tenido muchas veces — y, por eso, nunca fue con nosotros a Limón. Decía que, en tren, ni loca. Yo, la verdad, creo que estaba un poco loca. Lástima… gozábamos tanto en esos paseos a la casa de Pepe. Era una casa de playa muy sabrosa, de esas que JAPDEVA tenía para sus jerarcas y para algún ingeniero con suerte —como Pepe. Todos cabíamos, y hasta sobraba campo. Los güilas gozaban como enanos… y ¡cómo jodían! No paraban ni un minuto: que ahora vamos al mar, que ahora queremos ir a la piscina, que tenemos hambre, que a qué hora tomamos café, que si ya podemos bañarnos, que si esto, que si lo otro. Y Lola nunca quiso ir. Lástima, porque lo habría gozado, todos juntos en la playa, como cuando los güilas éramos nosotros. Y claro, a mí me habría caído de película que Lola fuera, pues me habría ayudado un poco con los mocosos, que no paraban. Pero no, ella nunca fue, y todo por el tren. Por su temor a morir en el tren.
Pobre tía Lola, le tenía pánico a los trenes y por eso nunca fue a Limón y total ¿para qué? Fue increíble. Si yo no hubiera estado ahí, con ella, no lo habría creído. Íbamos caminando hacia Plaza Víquez, por la casa de Mamita, al lado de la línea del tren. Todavía me erizo cuando me acuerdo, como en cámara lenta. El tren al que tía Lola nunca quiso montarse. Se dirigió mal intencionado hacia nosotras. Lento. Cadencioso. Se acercó, hizo una genuflexión —como quien saluda cortés a un par de damas— y así, sin más, bajo el peso de una carga que sin duda era excesiva, al doblar la curva se desplomó frente a nosotras. A mí me pasó al lado, a centímetros. Casi me muero del susto. Pero a la tía Lola —pobre tía Lola, que nunca fue a Limón— a tía Lola el tren le cayó exactamente encima. La mató.
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Leonardo Garnier es periodista y escritor costarricense. «Tía Lola» pertenece al volumen de cuentos publicado por el autor: Gracias a Usted, Editorial Farben-Norma, San José, Costa Rica, Junio, 2005. El texto ha sido cedido por su autor para su publicación digital en Libro de notas.
Como tu nombre indica, eres un ser imaginario de sexo femenino dotado de poderes mágicos.
Al alba, cada mañana, escucho entre sueños tu presencia, tímida, discreta, conmovedora, y me acerco a abrazarte, a susurrarte caricias y apretarte contra mi pecho en la oscuridad del cuarto, sólo lo justo para tranquilizar tu infantil agitación, para ayudarte a recuperar el hilo del nocturno viaje.
Luego regreso a mi cama con sonrisa en los labios y cierro los ojos, esperando, casi temiendo somnolienta, pero también deseando la llamada del despertador para comenzar la jornada.
Desde hace tiempo, en vez de buenos días, a los míos les saludo con la frase “¡otro día juntos!”, consciente de la volatilidad de la vida, del regalo que resulta cada amanecer, cada despertar, cada nuevo compartir.
Y tu extensa sonrisa, cada día, tu rosa mirada, llena los espacios de nuestra casa con regocijo. Tu estar aquí es un don, un curar para las heridas, un motivo para continuar, una nota interminable que redondea la melodía, un placer para los sentidos.
Tus poderes mágicos son la recuperación de la esperanza, la confirmación de la inmensidad del Universo, que han llegado volando con tus alas; tus parloteos incomprensibles, la conversación más interesante, tus tímidos besos recién estrenados, la explosión de júbilo más prometedora, tu agitación de brazos, la bienvenida más apoteósica, tu vacilante caminar, el paso más firme hacia el futuro.
Te miro largamente y no puedo dejar de sorprenderme ante la insondable pregunta de cómo has llegado, cómo he conseguido crear tu vida, cómo sin siquiera saberlo, mis entrañas configuraron tus ojos, tu pelo, tus manecitas, esos pies que apenas controlan las pisadas.
E inmediatamente surge la pregunta de cómo conservarte, qué hacer para ponerte a salvo de todo, supongo que es un afán maternal inevitable.
En los periódicos, a diario, me desayuno con terribles sucesos en los que los protagonistas son bebés como tú, niños de apenas algún año más, y aunque no los conociera, ni supiera de su existencia, vuelvo mis ojos a ti e imagino lo inimaginable.
Toma cuerpo un ser de dientes afilados y corazón ausente que se llama miedo, poderoso y mutante. Puede comenzar siendo amor, incluso dolor, o paz, y va convirtiéndose poco a poco en algo que no deseas.
Cuando el miedo te ha llegado, se ha apoderado de ti en alguna ocasión, esos relatos tremendos te hielan el espíritu, y la empatía se transforma en escalofríos.
Recién nacidos abandonados en contenedores, aún latente el cordón umbilical, pequeños a quienes sus padres olvidan en un coche aparcado bajo el sol abrasador, otros que sufren estúpidos accidentes domésticos.
Cuando aún te amamantaba por las noches, escuché en la radio el caso de una madre que se durmió aplastando a su bebé bajo su cuerpo.
En el pecho se encoge la felicidad y azuza la inquietud más desasosegadora.
Ayer alguien dijo que todos estos sucesos no pueden comprenderse desde la razón, sino sólo desde la fe.
Pero yo no tengo.
Sólo te tengo a ti, y me gustaría deshacerme de ese afán de posesión. En una ocasión me dijeron que no se trata de tener, sino de disfrutar. Disfrutar de ti. Convencerse de que no eres mía, de que sólo he tenido la suerte de ser obsequiada contigo, y de que debería dar gracias por ello a diario en lugar de sentir miedo porque esto algún día tendrá fin. Creo que ese miedo no es natural, ¿o tal vez sí?
Llegar a casa después del trabajo matinal y abrazarte es la mayor recompensa. Sólo esa recompensa estos catorce meses ya debería hacerme sentir lo suficientemente bien como para dejar de exigirle al destino.
No tengo derecho a exigir nada, sólo la obligación de agradecer.
Agradecer por ti y en tu nombre que hayas nacido en esta casa, lejos de conflictos familiares que podrían dañar tu cuerpo y tu espíritu.
Qué suerte has tenido, llegando a este mundo en esta época en la que las mujeres tenemos al menos voz para reivindicar, derecho al voto, reconocida nuestra capacidad para decidir, para estudiar, para discernir lo que es justo y lo que no, qué nos merecemos y qué es ofensivo, para exigir lo nuestro, lo propio, para valorarnos y ser valoradas.
Pequeño milagro, enséñame a conformarme con lo que he vivido, a sentirme afortunada por tu rosa sonrisa, alójame en tus transparentes hadas de ser imaginario y llévame contigo en tu viaje nocturno, ese que yo velaré cada día.
Hada de rosa mirada, gracias por venir a mí.