Genial con el balón en los pies, ocurrente ante los micrófonos, seductor dentro y fuera del campo, George Best sigue jugando cada mes su último partido en Libro de Notas. Javi Martín, autor de esta columna, solía fantasear con emular las andanzas del genio de Belfast. Enfrentado con la cruda realidad, ahora se conforma con escribir apasionadas historias sobre el mundo del deporte. Su hígado lo agradece.
Una atmósfera enrarecida se respiraba la tarde del 18 de octubre en el Estadio Olímpico Universitario de Ciudad de México. Una atmósfera cargada y húmeda que amenazaba con descargar tormenta en cualquier momento. Eran las cuatro menos cuarto de la tarde y Bob Beamon se disponía a realizar su primera tentativa en la final del concurso de salto de longitud de los Juegos Olímpicos de 1968. El día anterior, en la ronda de clasificación, Beamon se había colado a última hora en la final con un último salto de 8,19 metros, después de dos nulos que lo habían puesto contra los cuerdas. En el tercer y último salto ni siquiera pisó la tabla, temeroso de arriesgar y quedarse fuera de la final. Demasiados nulos: ese era el gran problema de Beamon, saltador físicamente privilegiado pero con ciertos problemas en la técnica de salto.
A pesar de estas dificultades y de no poseer el récord del mundo —en poder simultáneamente de Igor Ter Ovanesian y Ralph Boston, dos de sus rivales en la final de México, con 8,35 metros —, Beamon era el favorito en aquel concurso. Su mejor marca era de 8,33, pero, pese a su irregularidad, era el saltador más dotado y había vencido en 22 de las 23 competiciones en las que había participado en la temporada. En cualquier caso, nadie podía presagiar lo que estaba a punto de ocurrir.
Beamon inició la carrera para su primer salto. Tras diecinueve zancadas y una batida perfecta se mantuvo en el aire durante un tiempo que pareció interminable y cayó lejos, muy lejos. Demasiado lejos. Beamon se incorporó del foso sabiendo que había realizado un magnífico salto. Todo el estadio era consciente de ello. Ahora sólo cabía esperar para conocer la magnitud real. Primer requisito: el salto había sido válido. Beamon, tantas veces negado a la hora de coger tabla, lo había hecho esta vez a la perfección. Segundo requisito: el viento, favorable, estaba en el límite de lo permitido para que la marca pudiera ser reconocida: 2 metros por segundo. El sistema óptico utilizado para la medición no estaba preparado para un salto tan largo y hubo que recurrir a un sistema manual, la típica cinta. Los jueces midieron, durante unos interminables instantes, una y otra vez, asegurándose de que el dato que la cinta arrojaba no era erróneo. Cuando por fin apareció la cifra en los marcadores el estadio entero quedó boquiabierto y Beamon estalló en un ataque mezcla de júbilo y nervios. No sólo había superado el récord mundial, algo relativamente esperable, sino que lo había hecho en nada menos que 55 centímetros. 8,90 era la prodigiosa marca.
Después del impresionante salto, Beamon sólo volvió a realizar otro intento esa tarde, un discreto 8,04. Apareció la lluvia y deslució el resto de la final. Daba igual. El Estadio Olímpico de Ciudad de México acababa de ser testigo de uno de los momentos cumbres de la historia del deporte.
Una serie de factores probablemente irrepetibles —la altitud de Ciudad de México, unas condiciones atmosféricas idóneas, un viento favorable justo en el límite de lo legal, la tremenda rapidez de la pista mexicana (durante los Juegos se batieron todos los récords mundiales de velocidad posibles), un gran atleta en un momento dulce— habían propiciado un salto inimaginable que agotó los adjetivos. Estratosférico, sideral, prodigioso. “Comparado con este salto, nosotros somos niños”, declaró el ruso Igor Ter Ovanesyan, cuarto en aquella final, tras ver cómo se esfumaba su récord. “Un salto del siglo XXI”, convenían todos los especialistas. No hubo que esperar hasta el cambio de siglo para ver a un atleta saltar tan lejos como Beamon, pero no faltó demasiado.
Lo cierto es que durante muchos años el récord de Beamon fue una inalcanzable cifra en el lejano horizonte. Ni el propio Beamon –8,22 fue su mejor salto después de México—, ni ningún otro atleta pudo acercarse durante largo tiempo. Hubo que esperar once años para que un hombre sobrepasara el metro y medio. Fue el estadounidense Larry Myricks en la Copa del Mundo de Montreal de 1979. La marca, 8,52, aún estaba a una distancia enorme del récord. Un año después, en los Juegos de Moscú, el alemán oriental *Lutz Dombrowski* sobrepasaba en un par de centímetros el salto de Myricks. Marcas de púberes aún, según el baremo de Ovanesyan.
De no haber sido por el boicot estadounidense a los Juegos de Moscú, en aquella final que coronó a Dombrowiski podría haber participado un prometedor atleta estadounidense de 19 años, que compaginaba las pruebas de velocidad con el salto de longitud. Aunque Carl Lewis, que ese era el nombre del joven saltador, aún tenía una mejor marca de apenas 8,11 metros, había sido seleccionado en el equipo estadounidense de salto de longitud que debía viajar a Moscú. La renuncia de Estados Unidos evitó que el atleta de Santa Mónica disputara su primera competición de alto nivel.
Lewis era un saltador con un gran potencial en 1980, pero aún una incógnita. Sin embargo, su estallido no tardó en producirse. El 20 de junio de 1981, un salto de 8,62 lo convirtió en el segundo hombre que más lejos había volado en la historia. Tenía solamente 20 años. Un año después mejoró en 14 centímetros su marca, propulsándose hasta los 8,76 metros, y en 1983 un nuevo bocado de tres centímetros situaba su récord personal en unos extraordinarios 8,79.
Con 22 años, Lewis se había acercado a sólo 11 centímetros de la plusmarca de Beamon. Dado su talento, su juventud y su meteórica evolución parecía evidente que el mítico récord estaba al caer. Sólo era cuestión de tiempo.
1984 fue el año triunfal de Lewis, el año en que emuló a Jesse Owens ganando cuatro oros en Los Ángeles. Su mejor salto al aire libre aquel año fue precisamente el 8,71 de la final de los Juegos, aunque es pista cubierta saltó 8,79, marca que aún hoy permanece como récord mundial bajo techo. Sin embargo, en los siguientes años su progresión se detuvo. Aunque Lewis seguía coleccionando medallas de oro en la especialidad (Mundial Helsinki 83, JJOO Los Ángeles 84, Mundial Roma 87, JJOO Seúl 88), sus marcas se quedaron estancadas.
No es fácil diagnosticar la causa del bloqueo de Lewis en el salto de longitud cuando parecía que no existía techo para él. Puede que hubiera encontrado su límite en la especialidad a una edad temprana. Puede que, a falta de rivales de carne y hueso, la lucha contra un fantasma no le motivara lo suficiente. Quizás le hubiera hecho falta en la longitud un Ben Johnson que le aportara una motivación extra.
¿Realmente no tenía rival? Si bien es cierto que en competición directa así era (no perdió un concurso desde 1981 hasta 1991), sí hubo un atleta que le hizo sombra, aunque fuera sólo puntualmente. El entonces soviético —después armenio— Robert Emmiyan logró en 1987 un salto de 8,86, superando así a Lewis y quedándose a sólo cuatro centímetros de la plusmarca. El salto, ejecutado en la altitud de la desconocida ciudad armena de Tsakhkadzor, aún hoy sigue rodeado de un halo de sospecha.
Los años pasaban y Lewis no lograba superar los 8,79 logrados en 1983. El récord de Beamon cada vez parecía más lejano. Así se llegó al 30 de agosto de 1991. Ese día se disputaba en Tokio la final del concurso de longitud del Mundial de atletismo. Lewis era el indiscutible favorito, por más que sus compatriotas Larry Myricks y Mike Powell intentaran ponérselo difícil. Myricks era un veterano de 35 años acostumbrado a escoltar a Lewis en el podio, mientras que Powell era un gran saltador, con una mejor marca de 8,66, pero sus prestaciones en la alta competición nunca eran las mejores.
Aquella tarde, sin embargo, Lewis no competía contra Powell, y mucho menos contra Myricks. Su verdadero rival hacía muchos años que se había retirado de la pista. Lewis competía contra un mito, Bob Beamon, y contra un salto portentoso de 23 años de edad. La cita de Lewis era con la historia del deporte. O al menos ese era el guión que parecía estar escrito. Sucede que al travieso guionista de esta historia se le ocurrió cambiar el final y el desenlace no fue exactamente el imaginado.
La atmósfera que se respiraba en la capital japonesa recordaba en cierta medida a la de Ciudad de México 23 años antes. Cuando los participantes en la final saltaron a la pista, parecía que la tormenta podía desatarse en cualquier momento. Aunque las condiciones de la capital nipona —situada a nivel del mar, a diferencia de los 2.240 metros de la capital mexicana— no eran las ideales para pensar en plusmarcas, en las jornadas precedentes se había demostrado la extraordinaria rapidez de la pista donde se disputaba el Mundial. El propio Lewis había batido el récord del mundo de los 100 metros lisos cinco días antes. Por tanto, la ecuación que se adivinaba de cara a la final de salto de longitud era fácil de formular. A un lado, dos sumandos: una pista rapidísima y un Lewis en un estado de forma óptimo. Al otro lado de la igualdad debía aparecer la cifra soñada: 8,90.
Carl Lewis mostró pronto sus intenciones. Su primer salto ya se fue hasta los 8,68 metros. Una marca notable, que le habría bastado para ganar en Helsinki, Los Ángeles, Roma o Seúl. Tras un nulo en su segundo intento, realizó un salto impresionante, el mejor de su vida hasta ese momento: 8,83. Sólo faltaban siete centímetros para el récord. En el ambiente flotaba que algo grande estaba a punto de suceder.
Lewis se dispuso entonces para su cuarto intento. Un vuelo larguísimo, en el que se fue hasta 8,91. Por fin había superado la marca de Beamon, pero el viento a favor por encima de lo legal (+2,9 m/s) invalidaba la marca. Dado que los saltos ventosos no contabilizan para el ranking pero sí para competición, Lewis tenía el oro asegurado con el 8,91. A no ser que ocurriera algo realmente extraordinario.
Y extraordinario fue que Mike Powell, el convidado de piedra al festín de Lewis, se rebelara contra su destino. Hasta ese momento, Powell se había mantenido en el concurso a la sombra de Lewis, ocupando un discreto segundo plano. Su bagaje era un pobre 7,85, un considerable segundo salto de 8,54, un discreto 8,29 en el tercero y un nulo en el cuarto. Fue entonces cuando se sacó de la manga un salto estratosférico, en el que se voló más allá de lo que Lewis había hecho jamás, más allá de lo que Beamon voló en México, más allá que cualquier otro hombre en la historia. 8,95 era la nueva plusmarca mundial.
El mazazo para Lewis había sido tremendo, pero le quedaban dos saltos para intentar la proeza. Atendiendo a lo acontecido hasta entonces, no parecía en absoluto una utopía. En su quinta tentativa, Lewis volvió a hacer un salto formidable, impulsándose hasta 8,87, esta vez con viento ligeramente contrario. Toda la emoción y la atención del mundo se concentraban sobre el foso de saltos del Estadio Olímpico de Tokio antes de que Lewis realizara su sexto y último intento. La estampa de Powell, resoplando, con el rostro descompuesto y la mano en el pecho, como queriendo contener a un corazón que latía desbocado, era estremecedora. El salto de Lewis fue, una vez más, tremendo, pero insuficiente: 8,84.
El concurso de Lewis, con cuatro saltos extraordinarios por encima de 8,80, fue impecable, pero Powell había realizado el salto definitivo. Mirándolo con perspectiva, el concurso de Tokio se puede ver como un resumen de la carrera de Lewis como saltador. Capaz de volar muchas veces muy lejos, a Lewis le faltó un salto concluyente que lo mandara definitivamente al olimpo. Todos los entendidos consideraban que ese salto estaba a su alcance, pero cuando éste se presentó fueron otras piernas las que eligió como compañeras de por vida.
Beamon y Powell hicieron sendos saltos extraordinarios en dos momentos cumbres de sus respectivas carreras, pero carecieron de la regularidad que durante más de una década tuvo Carl Lewis. Por cantidad de grandes saltos, por constancia en la élite, no cabe duda de que Lewis es el mejor saltador de longitud de la historia. Durante años persiguió el récord de Beamon, pero éste le fue esquivo. Nunca lo tuvo más cerca que aquella tarde de agosto en Tokio, en el mejor concurso de longitud de todos los tiempos. Debe de ser devastador comprobar cómo otro, delante de tus narices, conquista aquello que tú llevas largo tiempo cortejando. Carl Lewis aún seguiría unos cuantos años en la élite de la longitud —ganaría el oro en Barcelona 92 y Atlanta 96, éste último ya con 35 años —, pero ya no se acercaría a las sensacionales marcas conseguidas en Tokio, ya nunca volvería a rozar la plusmarca mundial. El tren había pasado por la capital nipona y él se había quedado en el andén en el último momento, viendo como otro ocupaba su asiento en el vagón de la historia.
Más información:
Powell acaba con los 23 años de leyenda de Beamon
Mike Powell borró de la arena del tiempo la mítica marca de Beamon en el salto de longitud
Vídeo completo de la final Powell – Lewis en Tokio 91. Parte 1. Parte 2. Parte 3. Parte 4
2011-10-16 18:38
Estupendo el artículo, Javi, y muy entretenido, como todas las semanas. Me ha gustado mucho porque ha traido a mi cabeza de nuevo las muchas conversaciones que he tenido con mi padre a lo largo de tantos años sobre la emocionante historia de Beamon, Lewis, Powell y el sueño del salto de nueve metros.
Es bonito pensar que, aunque se batiese el record de Beamon, su nombre ha perdurado en la memoria popular (y no sólo en los archivos), al igual que ha sucedido por ejemplo con los records de Coe en 800 y 1500, dando cada uno de ellos pie para historias estupendas. Algunos atletas dejan huella más allá de la numerología…
Agradezco también el detalle de mencionar a Robert Emmiyan, que no sé si alguna vez estuvo en mi glosario mental de la especialidad, pero si lo estuvo ya estaba olvidado y bien olvidado. ¡Ese salto hoy día podría valer una pasta!
Saludos
2011-10-16 18:40
¿He dicho “todas las semanas” en lugar de “todos los meses”? Ya ven, expresando deseos en voz alta…
2011-10-16 18:49
Para mí el equivalente moderno del récord de Beamon eran los 19.32 de Michael Johnson en 200 metros…pero quince años después ya han sido superados tres veces por dos atletas distintos.
2011-10-17 16:00
Gatavagabunda: Así es, las marcas son superadas pero las historias ahí quedan. El atletismo es un vivero de historias fabulosas. Lo de Emmiyan, como menciono en el texto, siempre ha estado bajo sospecha. Lo consiguió en una reunión perdida de Armenia y siempre se ha dudado de que realmente fuera tan largo y del viento.
Iablanco: Efectivamente, todos los especialistas hablaban de los 19,32 como una marca para varias décadas y ya ves, tanto Bolt como Blake la han superado ya. Las predicciones fallan a veces. Quizás precisamente el récord de Powell sea uno de los más difíciles de batir. Nadie se ha acercado a menos de 20 cm. Y ya van 20 años.
Gracias por vuestros comentarios.
2011-10-21 21:05
Gracias por el interesante artículo. Nunca me han interesado para nada los deportes pero su forma de narrar esta historia me ha encantado. Un saludo, compañero de LdN.
2011-10-22 01:08
Vicente, que alguien a quien no le interesa el deporte sea capaz de leerse este tocho y además lo disfrute es el mejor elogio que puede haber. Comentarios como el tuyo le hacen a uno mantener la ilusión por contar estas historias. Gracias de corazón.
Sigo con gran interés tu estupenda columna de fotografía. Saludos.
2012-05-20 03:51
Excelente artículo. Muchas gracias por los enlaces a mi blog y a la página de elatleta.com. Saludos.