Genial con el balón en los pies, ocurrente ante los micrófonos, seductor dentro y fuera del campo, George Best sigue jugando cada mes su último partido en Libro de Notas. Javi Martín, autor de esta columna, solía fantasear con emular las andanzas del genio de Belfast. Enfrentado con la cruda realidad, ahora se conforma con escribir apasionadas historias sobre el mundo del deporte. Su hígado lo agradece.
Si esto fuera una película, empezaría con un primer plano de unos pies desnudos corriendo sobre el asfalto, mientras los últimos títulos de crédito se resisten a dejar paso a la acción. El foco de la cámara iría tímidamente abriéndose, dejando ver unas piernas oscuras y nervudas. Descubriríamos entonces que la oscuridad de los pies no sería fruto solamente de la mugre acumulada en el trotar descalzo: las extremidades pertenecerían a un hombre de raza negra. La cámara seguiría alejándose y nos mostraría unos pantalones cortos rojos, después una camiseta verde, en el pecho una gran pegatina blanca con el número 11. Seguiría ampliándose el plano y aparecería una tez negra y enjuta, de bigote ralo y pelo rizado y corto. Una cara que apenas trasluce el esfuerzo que su cuerpo está realizando. Veríamos entonces que nuestro hombre no corre sólo. Mientras la cámara se aleja aparece una nube de corredores que lo rodean. Se trata de un grupo de decenas de atletas corriendo por las calles de una ciudad. Un cartel en la parte baja de la pantalla indicaría: “Roma, 10 de septiembre de 1960”.
La acción se trasladaría entonces 28 años atrás y asistiríamos al nacimiento de un pequeño bebé en la aldea de Jato, situada a 130 kilómetros de Addis-Abeba, la capital de Etiopía. “Es un niño”, afirmaría quizás la comadrona al romper a llorar el bebé; y la parturienta, rebosante de felicidad ya con el niño entre sus brazos, anunciaría: “se llamará Abebe”.
La película no se detendría demasiado en los primeros años del pequeño Abebe, una infancia austera en el seno de una familia humilde, ayudando a su padre en labores de pastoreo. Con 20 años, el joven Abebe se despediría de su familia y dejaría su ciudad natal para viajar a la capital, Addis-Abeba, con el objetivo de ingresar en la Guardia Imperial de Haile Selassie.
Si este artículo fuera una película, estaría basada en hechos reales y el nombre de su protagonista sería Abebe Bikila.
Ya enrolado en el cuerpo militar, Abebe comenzó, de forma bastante tardía, a practicar atletismo. En una de las competiciones organizadas por el ejército fue descubierto por Onni Niskanen, el entrenador sueco responsable del equipo etíope de atletismo. De la mano del preparador europeo, Abebe se preparó para un reto apasionante: participar en unos Juegos Olímpicos.
Así fue como Bikila, con 28 años, se presentó en Roma —y aquí sería donde la película volvería al principio, a los pies desnudos, los pantalones rojos y el bigote escueto de (ahora sabemos su nombre) Abebe Bikila, al enjambre de atletas recorriendo las calles romanas el 10 de septiembre de 1960— para disputar el maratón de los Juegos de la XVII Olimpiada de la era moderna.
La carrera se disputó al atardecer y, conforme caía la noche sobre la ciudad eterna, el pelotón se iba disgregando y el grupo de cabeza quedaba reducido a unos pocos integrantes. Superados los 20 kilómetros se quedaron solos al frente Abebe Bikila y el marroquí Radhi Ben Abdesselam. Ambos atletas avanzaban por la noche romana, encarando la Vía Apia, en un recorrido flanqueado por antorchas, que otorgaban a la carrera un aroma romántico y un punto fantasmagórico. A falta de 500 metros, Bikila y Radhi pasaron por el obelisco de Aksum, que había sido expoliado por Mussolini a Etiopía 23 años antes, durante la invasión italiana de Abisinia. Entonces, quién sabe si azuzado por el paso junto al significativo monumento o por simple casualidad, Bikila aceleró el paso y dejó atrás al marroquí. El atleta etíope cruzó en solitario bajo el Arco de Constantino, donde estaba situada la línea de meta, batiendo el récord mundial de la especialidad, que poseía el soviético Sergei Popov, con un tiempo de 2 horas, 15 minutos y 16 segundos. Bikila se convertía en el primer atleta africano en colgarse un oro olímpico.
“Quería que el mundo supiera que mi país, Etiopía, ha ganado siempre con determinación y heroísmo”, afirmó el atleta africano después de cruzar la meta descalzo. Aunque hay fuentes que afirman que corrió de esa forma porque era así como se entrenaba en su país, la realidad parece ser más prosaica: Bikila padecía de ampollas en los pies debido al entrenamiento durante los días previos. Esa es la razón por la que prefirió correr sin zapatillas.
Si estas torpes líneas fueran celuloide, éste se estaría consumiendo cuando Bikila recogiera su medalla de oro. Entonces, con la imagen congelada de Bikila sonriente en el podio, con los brazos en alto, unas cuantas frases sobreimpresionadas surcarían de abajo a arriba la pantalla a modo de epílogo:
Abebe Bikila fue recibido al volver a Etiopía con honores de héroe y recibió un anillo de diamantes como premio.
El atleta etíope se preparó para los siguientes Juegos Olímpicos, disputados en Tokio. A pesar de tener que ser operado de apendicitis 40 días antes de la carrera, llegó a tiempo para competir y, esta vez con los pies calzados, volvió a ganar el oro olímpico.
En 1968, Bikila buscó en México su tercer oro consecutivo. La altitud, unida a una lesión sufrida un año antes, acabó pasándole factura y tuvo que abandonar la prueba. Tenía 36 años.
En 1969, Bikila sufrió un accidente de circulación que le dejó postrado en una silla de ruedas. El 23 de octubre de 1973 moría, a los 41 años, víctima de una hemorragia cerebral, originada por complicaciones derivadas del accidente.
Abebe Bikila continúa siendo ídolo y referencia para sus sucesores africanos, que hoy dominan las pruebas de fondo del atletismo.
“Bikila hizo que nosotros, los africanos, pensáramos: Mira, él es uno de nosotros, si él puede hacerlo, nosotros podemos hacer lo mismo”. Haile Gebrselassie, doble campeón olímpico, cuádruple campeón mundial y explusmarquista mundial de Maratón.
FIN.