Los dragones existen. Proyecté en el aula un corto de animación sobre la amistad entre una chica y un dragón en un pasado fantástico; al trabajar sobre él, fueron casi la mitad —muchachos y muchachas de 12 años— los que no entendían que yo hablase de su carácter fantástico pues los dragones, si bien ya no, sí habían existido en la antigüedad. En la cuenta de Libro de notas en Twitter (@librodenotas) hicimos algunos chistes con el hashtag #freedragons y varias personas nos contestaron aclarándonos que los dragones no existen: nadie se molestaría en advertir de la inexistencia de los gnomos o el Ave Fénix. Así que al menos en un numeroso consciente colectivo los dragones existen, y su existencia viene forjándose desde los relatos orales que suplían lo desconocido con descripciones de seres imaginarios hasta las muchas historias del cine y la televisión. Y claro, yo saco de su error a mi alumnado, pero me encanta oírlos, porque resulta un recordatorio de la fuerza que tiene la ficción, de su pervivencia sobre el tiempo, de cómo se acomoda en el cerebro y ayuda a construirlo, de cómo nutre y amplía los modos de conocimiento —la ficción, no la fé—, de cómo metaformofosea y se adapta a nuevas formas:
porque mi alumnado llegó a los dragones fundamentalmente por el cine, y sobre todo por el cine emitido por televisión. Desde el niño que se maravillaba y espantaba ante todas las posibilidades que se ocultaban en ese fragmento de mapa marcado con el hic sunt dracones hasta el que se fascina con las imágenes móviles y sonores a las que asiste desde su sofá: lo que importa es la ficción, la presencia del dragón, su vuelo sincopado, el fuego asesino o redentor, la doma, el pánico o el amor.
La lectura de ficción no ha muerto, pero las formas de entretenimiento se han diversificado enormemente en el último siglo. Consumimos ficción, mucha más que antes, pero en formatos muy variados. A la recepción de relatos orales y la posterior aparición de la novela le sucedieron la radio, el cine, la televisión y los videojuegos. Y quizás, como en tantas otras cosas, nos cueste asimilar el cambio. Quizás hacer tanto hincapié en la promoción de la lectura sea una reminiscencia de la explosión de alfabetismo burgués del XIX. Sí, leer una novela puede ayudarnos a fortalecer múltiples mecanismos necesarios para una recepción más profunda y vertical del mundo, pero ¿no así una película? ¿No una serie televisiva? ¿No un videojuego? Piensen en su imaginario fantástico, en todo ese entramado de personajes ficticios que les acompañan, les ayudan, les enseñan, a los que aman, a los que temen u odian, a los que respetan o desprecian, con los que crean analogías constantes para oponer a la vida real, a esa que duele o place sin remedio posible… junto a los librescos, ¿no hay muchos ya televisivos, del cine o los videojuegos?
Quizás merezca la pena apostar no por la lectura, sino por la ficción, por la buena ficción independientemente de la forma en la que se presente, abrazar su diversidad y aprovecharla: ayudadles a que lean, a que vean cine y televisión, a que jueguen; decidles que ficcionen y que no dejen de hacerlo nunca. Los dragones existen.
Vale.
Para mis tres dragonas, que ya vuelan
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