Junto al cementerio de Tepeyac, cerca de Ciudad Juárez, hay un gigantesco agujero humeante. El cráter, de unos 15 metros de diámetro y unos 7 metros de profundidad, lo acaba de abrir un proyectil que llegó desde el norte y se precipitó al suelo hacia las 19.30h. Han pasado veinte minutos y los primeros en llegar son varios policías y curiosos que han visto el cohete avanzar por el cielo e impactar con gran violencia. Entre la multitud, un tipo que vio el proyectil aproximarse dice haberlo reconocido: lo que acaba de caer en la frontera mexicana, asegura, es un misil V-2, fabricado por los alemanes, igual que los que cayeron sobre Londres durante la guerra.
Es jueves, 29 de mayo, y estamos en 1947. La Segunda Guerra Mundial ha terminado hace más de dos años y lo que dice el tipo de las gafas no tiene ningún sentido. ¿Cómo iba a llegar un cohete nazi hasta este lugar y a estas alturas? En Ciudad Juárez y El Paso el incidente ha provocado cierta alarma. Ismael estaba jugando en el patio cuando escuchó una tremenda explosión y vio una estela de humo en el cielo. A continuación, una segunda sacudida hizo temblar la tierra. En la ciudad mexicana la gente salió de sus casas y empezaron los rumores. Algunos hablaban de una furgoneta llena de explosivos que había estallado cerca de la frontera, otros aseguraban que había explotado la gasolinera o el arsenal cercano de Fort Bliss, y los más perspicaces apuntaban a los experimentos que los americanos estaban haciendo un poco más al norte desde el final de la guerra. Morris J. Boretz, que conducía junto a su hija, vio una estela en el cielo y el impacto al sur de Río Grande, y le pareció “una explosión nuclear en miniatura”.
A las pocas horas se editó una edición especial de El Paso Times y los vendedores gritaban a la multitud. “¡Extra! ¡Extra! ¡Lo último sobre el cohete!”. La información del diario empezaba a aclarar lo sucedido. “El Paso y Juárez han sido bombardeados este jueves por la noche cuando un cohete alemán V-2 fuera de control, lanzado desde las instalaciones de White Sands, en Nuevo México, se estrelló y explotó en lo alto de una loma rocosa a 5 kilómetros y medio al sur de Ciudad Juárez”, decía la información. “El cohete gigante estalló en una zona deshabitada de colinas escarpadas y barrancos”, añadía, “Nadie ha resultado herido”.
El periódico incorporaba otros testimonios. Un policía de El Paso, W.D. White, fue testigo de la explosión. “Las llamas se elevaron hacia el cielo en forma de hongo”, aseguraba. “Parecía un pajar ardiendo”. Victor Robinson vio el proyectil desde Fort Boulevard. “Vi el cohete pasar justo por encima de mi casa. Parecía que iba a caer en medio de la ciudad”. Muchas cristaleras y escaparates de El Paso se rompieron por el impacto, entre ellas las del cuartel de bomberos. El reloj de la oficina del sheriff, añade la crónica, se paró exactamente a las 19,32h a causa de la explosión.
Después del impacto, soldados mexicanos acordonaron el cráter hasta la llegada de personal militar de EEUU, que se personaron en el lugar rápidamente. Los curiosos ya se habían llevado parte del material del cohete a modo se suvenir y otros trataban de acceder hasta el lugar montados en burro. La verdad se conoció en cuanto el gobierno mexicano pidió explicaciones. Lo que había caído en su territorio aquella noche era un misil bautizado como Hermes II), un derivado del cohete V-2 fabricado y lanzado por el creador del artefacto, el propio Wernher von Braun, y los técnicos alemanes que habían desarrollado las temidas bombas nazis. Ahora trabajaban para adaptar la tecnología de sus cohetes a los medios estadounidenses.
La nueva vida de estos científicos había comenzado con la caída de la Alemania de Hitler, un par de años antes. En la primavera de 1945, con los soviéticos a las puertas de su laboratorio, el profesor Von Braun y su equipo de científicos se embarcaron en un tren con papeles falsificados y cruzaron el país para entregarse a las fuerzas aliadas. Comprendiendo la importancia de adelantarse a los rusos, los americanos se dirigieron a toda velocidad a Peenemunde y Nordhausen, se hicieron con todos los cohetes V-2 que quedaban y los embarcaron con destino a Estados Unidos. En lo que se bautizó como Operación Paperclip, más de un millar de científicos alemanes y sus familias fueron acogidos por EEUU y reclutados para trabajar tanto en el ejército como en empresas privadas. Y por esos caprichos del destino, en apenas un par de décadas los cohetes V-2 que asolaron Europa evolucionaron hacia los inmensos Saturn V que permitieron a la humanidad llegar a la Luna.
Las explicaciones del incidente de El Paso y Ciudad Juárez las dio el general Harold R. Turner, al mando del complejo de White Sands, quien lo atribuyó a un fallo en el giroscopio del cohete. Este problema, explicó, había provocado que el Hermes II se desviara de su trayectoria inicial y terminara cayendo en territorio de otro país. El misil se elevó a 65 km y estuvo 5 minutos en el aire antes de caer a unos 320 m/s. El lanzamiento, explicó Turner, formaba parte de una serie de pruebas de las partes del cohete, que no llevaba carga explosiva, salvo el alcohol y el oxígeno líquido que usaba como combustible y que causó la deflagración. EEUU indemnizó a México por el incidente y pagó los daños causados en los alrededores de Ciudad Juárez.
Según los datos oficiales, entre 1946 y 1952 se lanzaron unos 67 misiles tipo V-2 desde la base de White Sands y se sospecha que se produjo un segundo incidente solo unos meses después, en octubre, cerca de la ciudad mexicana de Chihuahua. A partir de aquellos cohetes “perdidos” se estableció un protocolo más estricto de seguridad para impedir que los experimentos de Von Braun y sus chicos causaran alguna desgracia. El incidente del V-2 en la frontera mexicana quedó para la historia como uno de los momentos más surrealistas de la Guerra Fría. Se cuenta que uno de los técnicos alemanes que participó en los lanzamientos solía comentar en broma: “No solo fuimos la primera unidad alemana infiltrada en el ejército de EEUU, sino que ¡atacamos México desde suelo americano!”.
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Los médicos especializados en hipotermia conocen el fenómeno como el “shock de recalentamiento”. Se produce cuando la sangre que se había quedado fría pasa demasiado rápido al interior del cuerpo. En los casos más graves, la única salvación es sacar la sangre del paciente, calentarla y volverla a introducir en el organismo. Entre los expertos se resume con un viejo dicho: “no estás muerto hasta que estás caliente y muerto”.
Los especialistas también conocen otros fenómenos curiosos relacionados con el frío, como las alucinaciones de los escaladores o las personas que aparecen desnudas en la nieve y lucharon por quitarse la ropa hasta el último momento. Antes de morir, les asaltó un calor insoportable provocado por la dilatación de los vasos periféricos, que trataban de retener el calor.
Pero lo que mejor han aprendido los expertos es que el frío difumina la fina barrera que separa la vida y la muerte. Desde el punto de vista de la Física, el frío no es más que inactividad, o mejor dicho, ralentización del movimiento. Si alcanzáramos el cero absoluto, la actividad atómica cesaría por completo y no habría movimiento alguno. Aunque estamos hablando de bajar solo unos grados, esta ralentización del metabolismo podría explicar los casos de personas que sobreviven a pesar de haber estado congeladas y aparentemente muertas durante horas. Su actividad metabólica se ha reducido hasta niveles tan extremos que un mínimo consumo de oxígeno les permite sobrevivir.
“Hace diez años”, explica el bioquímico Mark Roth, “una esquiadora noruega quedó atrapada en una cascada de hielo y permaneció allí durante dos horas hasta que la pudieron sacar. Estaba extremadamente fría y su corazón no latía. Todo indicaba que había muerto congelada. Siete horas más tarde su corazón seguía sin latir, pero lograron revivirla y [con el tiempo] se convirtió en la radióloga del hospital que la salvó”.
Este científico neoyorquino lleva años investigando el fenómeno de la animación suspendida, un proceso que sirve a muchas criaturas, desde las bacterias hasta algunos reptiles, para ralentizar sus constantes vitales y sobrevivir durante largos periodos de letargo. Algo parecido se utiliza desde hace tiempo en los quirófanos para operaciones extremadamente delicadas, en las que se detiene el flujo sanguíneo y se enfrían los órganos y el cerebro durante largos minutos sin que sufran ningún daño.
Pero Roth y su equipo quisieron ir más allá y buscaron algún agente que provocara este estado de animación suspendida de forma directa. Y encontraron la respuesta en el ácido sulfhídrico, un compuesto que si se respira provoca que el sujeto quede en una especie de muerte aparente hasta que se ventila el lugar o se le coloca en un lugar donde pueda respirar aire puro.
Aunque es altamente tóxico, el ser humano lo produce en pequeñas dosis y está relacionado con la regulación de la temperatura corporal y el metabolismo de las células. Intrigados por sus efectos, Roth y sus colaboradores decidieron probar el ácido sulfhídrico en el laboratorio y pronto comprobaron que podía bajar radicalmente la temperatura de peces o ratones y después devolverlos a la vida sin que sufrieran ningún daño.
El siguiente paso es utilizar el ácido sulfhídrico como inductor de la animación suspendida en humanos de forma segura. Las primeras pruebas con personas ya han comenzado y puede que pronto se anuncien resultados. La idea de Roth es aplicar la sustancia para víctimas de accidentes o personas que tengan un fallo orgánico repentino. Una sustancia que ralentizara su metabolismo permitiría ganar tiempo y que llegaran al hospital sufriendo el menor daño posible. En el horizonte se atisba un futuro en el que podremos enviar seres humanos en estado de hibernación a las estrellas. De momento, Roth aspira a un objetivo más próximo y nada desdeñable: la posibilidad de salvar miles de vidas.
Más info: Animación suspendida al alcance de la mano (Mark Roth) / The cold hard facts of freezing to death (Outside)
]]>En las fotografías de The Wall Street Journal, Charles aparece con su ordenador bajo el puente en el que vive, o absorto frente a la pantalla junto a otro indigente que se protege del frío. El reportaje, publicado en mayo del año pasado, le describe como uno de los muchos “sin techo” que vagan por San Francisco y que, aunque carecen de los medios básicos para vivir, no han renunciado a la tecnología.
“No necesitas la televisión”, dice Pitts en el artículo, “no necesitas la radio. Ni siquiera necesitas los periódicos. Pero necesitas Internet”. Charles tiene perfiles en Facebook, Twitter y Myspace y se comunica con sus amigos por email. Vive en la calle desde hace casi tres años, no tiene un techo ni pertenencias de valor, pero tiene 340 amigos ‘virtuales’.
Una de sus preocupaciones cotidianas, además de conseguir conexión, es cargar la batería del portátil, o sustituirlo cuando éste se avería o se rompe. Ha tenido un Toshiba, un Dell y trata de conseguir un modelo mejor. Tiene una lista mental de los lugares donde puede recargar las baterías y de los cafés donde le permiten estar un buen rato conectado sin llamarle la atención.
En las largas noches bajo el puente, Charles se pasa las horas escribiendo poemas que cuelga en Myspace o quejándose del trato de la policía. En los últimos tiempos se ha convertido en una especie de adicto a Mafia Wars, un juego virtual que le permite llevar otra vida y reclutar a otros jugadores para construir su propio imperio criminal. Su muro de Facebook está lleno de llamamientos para realizar tal o cual operación, para unirse a su causa o acompañarlo hasta Moscú.
En Twitter, Charles es @poetcharles y allí deja caer algunas ocurrencias. Pensando en montar una banda de Death Metal con un ukelele que he encontrado en la basura, escribe un día. Descargándome vídeos de bailes de Bollywood, pensando en tomar unas clases, dice otro. A veces, en un arrebato de lucidez se pregunta cuál será el próximo giro loco que dará su vida.
Con su gorra de punto púrpura y su chándal amarillo, Charles se ha convertido en parte del paisaje de San Francisco. Otra periodista, recopilando historias sobre los “sin techo” de la ciudad, le describe como alguien que se ha hartado del sistema y que prefiere dormir en su pequeño rincón, lejos de los albergues. “Realmente ellos no te ayudan a mejorar”, se queja Charles, “solo están intentando quebrar tu voluntad… piensan que la poesía no es un trabajo de verdad”.
Su aparición en las páginas de The Wall Street Journal le proporcionó una gloria pasajera. Durante unos días, algunas personas se interesaron por él y sus circunstancias, pero su vida siguió más o menos igual. Unas semanas después, resumió su situación con un poema que publicó en Myspace, bajo el título The story WSJ.
“No ha cambiado mucho desde que mi historia fue publicada /
todavía luchando con las cosas del día a día, /
empiezo a notar que los humos tóxicos /
de los coches que pasan afectan a mi cuerpo /
asustado de dormir en las aceras por miedo que me arresten (…)/
La gente importante de la ciudad conoce mi situación /
y solo me dicen /
“buena historia”.
Enlace: On the Street and On Facebook: The Homeless Stay Wired (The Wall Street Journal).
Via: @elbauldejosete
Los antropólogos han bautizado estas epidemias imaginarias como síndromes culturales, término que engloba a aquellas enfermedades propias de determinados grupos étnicos que en realidad no presentan más síntomas ni otra aparente causa que las propias creencias de quienes las padecen. En el mismo caso de la histeria ártica de los Inuits, la niebla cerebral del África occidental, el Hwabyeong coreano, la enfermedad del espíritu de las tribus norteamericanas o el famoso “mal de ojo” del que hablaban nuestras abuelas.
El denominador común de todos estos “males” es que sus poseedores enferman por la propia creencia, un hecho que entronca con lo que en Medicina se conoce como efecto Nocebo. Este fenómeno, una especie de reverso tenebroso del efecto placebo, provoca que un paciente empeore por el mero hecho de saber que está enfermo o porque se convence de que lo que tiene va a acabar con su vida.
La revista New Scientist documentaba hace unos meses el caso de un paciente llamado Sam Shoeman a quien, en los años 70, le fue diagnosticado un cáncer de hígado que le dejaba pocos meses de vida. Al cabo de unas semanas el paciente empeoró y murió, pero la autopsia reveló que los médicos se habían equivocado: el tumor era muy pequeño y no se había extendido. De algún modo, como dice la revista, Shoeman no había muerto de cáncer sino de saber que tenía cáncer.
Otro paciente, llamado Derek Adams, acudió a urgencias después de haber ingerido un bote de antidepresivos y estuvo al borde de la muerte hasta que el psicólogo que le trataba en un programa de pruebas indicó que aquellas pastillas en realidad no contenían nada dañino. Apenas quince minutos después, Adams se había recuperado milagrosamente de sus síntomas.
Para comprobar este particular resorte psicológico, Giuliana Mazzoni, de la Universidad de Hull, en el Reino Unido, hizo un experimento con estudiantes a los que pidió que inhalaran una muestra de aire normal y les dijo que podía contener una toxina que provocaba dolores de cabeza y náuseas. Al cabo de unos minutos, buena parte de ellos desarrollaron los síntomas de una enfermedad inexistente, multiplicado por el hecho de ver a otros compañeros enfermando.
El efecto nocebo es conocido por los médicos, que a menudo notan cómo los pacientes refieren molestias antes incluso de haber comenzado el tratamiento. Queda mucho por saber sobre el impacto de las creencias o falsas ideas en la salud, pero la realidad nos dice que somos capaces de convencernos a nosotros mismos de casi cualquier cosa. Un ejemplo reciente lo dejan los habitantes de la ciudad sudafricana de Craigavon, que llevan semanas pidiendo la retirada de una torre de telefonía a la que atribuyen todo tipo de alteraciones de la salud: desde dolores de cabeza a quemaduras y problemas para dormir. Y la compañía acaba de certificar que la torre lleva apagada desde octubre.
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Para saber más: The science of voodoo: When mind attacks body (New Scientist)
Unos segundos después, aún aturdido, BW levantó la vista del volante y descubrió que la sensación no había terminado: el mundo seguía moviéndose a una velocidad vertiginosa.
Los médicos que le atendieron comprobaron que, además de percibir que el tiempo transcurría más deprisa, el paciente BW había ralentizado notablemente sus movimientos y caminaba y hablaba como si lo hiciera a cámara lenta. Su distorsión del sentido temporal alcanzaba tal extremo que cuando le pedían que contara 60 segundos en voz alta BW tardaba hasta 286 segundos en completar la tarea.
El problema del paciente BW, tal y como se constató después, estaba provocado por un tumor en el córtex frontal, capaz de alterar su sensación del tiempo de una forma dramática. Y su caso dejaba en el aire una cuestión en la que los neurocientíficos siguen trabajando hoy día: cómo controla el cerebro la sensación del tiempo y hasta qué punto es posible manipularla.
La segunda parte de la pregunta tiene mucho que ver con lo descubierto hace unas semanas por científicos del Instituto de Neurología del University College de Londres. Este equipo de investigadores ha conseguido ralentizar la velocidad de respuesta del cerebro de sus voluntarios mediante la alteración de las ondas cerebrales. Aplicando una leve descarga eléctrica, los científicos consiguieron alterar las ondas beta en el cerebro de los 14 voluntarios y reducir la velocidad de respuesta muscular de los participantes en un 10%. Un experimento similar permitió recientemente a investigadores del MIT hacer lo contrario, pero esta vez con monos: aceleraron la velocidad de percepción de los simios a través de la manipulación de sus ondas cerebrales.
Pero la realidad de cómo construye el cerebro el sentido del tiempo no está todavía nada clara.
Un interesantísimo artículo publicado por New Scientist en octubre (Timewarp: How your brain creates the fourth dimension) relata la investigación que lleva a cabo desde hace años el doctor David Eagleman, del Colegio Baylor de Medicina en Houston, Texas. Eagleman se cayó de niño y experimentó que durante la caída el tiempo se había ‘ralentizado’ de alguna manera, y desde entonces su obsesión es encontrar la razón por la que el cerebro hace que recordemos algunas experiencias traumáticas como si sucedieran a cámara lenta.
Sus experimentos con gente que se tira en puenting y trata de registrar datos imperceptibles en condiciones ‘normales’ no han dado muchos resultados, pero sus trabajos y los de otros investigadores apuntan a que, por una limitación neuronal, nuestro cerebro no percibe la realidad de manera continua sino a través de una serie de “fotogramas”. Y es ese número de “fotogramas” el que podría verse alterado en determinadas circunstancias. De este modo, si el cerebro se pone a trabajar a toda máquina en un momento de tensión, nuestra memoria nos produce la sensación a posteriori de que todo duró mucho más puesto que retiene más detalles de los que recordaríamos sobre cualquier otro instante de nuestras vidas.
Velocidad, percepción y conciencia
La otra cara de la moneda de la percepción del tiempo es la velocidad con la que percibimos la realidad. Algunos científicos manejan desde hace tiempo la hipótesis de que vivimos en una especie de playback, un presente falseado por el retraso con el que nuestra mente responde a la realidad y las limitaciones de nuestro ‘cableado’ neuronal.
Los límites de la respuesta neuronal se conocen desde mediados del siglo XIX, cuando el médico alemán Hermann von Helmholtz comprobó que nuestro cuerpo responde más despacio a un estímulo en la punta del pie que a un estímulo en la espalda debido a la longitud de los nervios y el tiempo que tarda la señal eléctrica en recorrer la distancia.
Desde la famosa décima de segundo hasta el medio segundo de Benjamin Líbet, son varias las teorías sobre el tiempo en que nuestro cerebro tarda en adquirir conciencia de lo que sucede a nuestro alrededor. En otro artículo imprescindible, publicado en Discover Magazine hace unos días, (The Brain. What Is the Speed of Thought?) el periodista y divulgador Carl Zimmer explica que la velocidad de las conexiones neuronales depende de dos factores: la cantidad de mielina que contienen y el grosor de las conducciones. Así, por ejemplo, los nervios más eficientes pueden trasladar un impulso a casi 300 kilómetros por hora mientras que los más lentos mandan señales a menos de 1 kilómetro por hora.
Si todos nuestras conducciones nerviosas tuvieran el grosor de los más importantes serían infinitamente más rápidas pero, con este tamaño, asegura la investigadora Sam Wang en el artículo, “tendríamos un cerebro que no nos cabría por las puertas”, y que consumiría una cantidad desproporcionada de energía.
En realidad, nuestro sistema nervioso es mucho más complejo que todo eso y su exactitud, después de millones de años de evolución, resulta escalofriante. En algunas zonas los nervios son más o menos largos, o más o menos rápidos, en función de las necesidades. Los nervios del centro de la retina, por ejemplo, son mucho más cortos que los de los extremos, de forma que la señal salga hacia el nervio óptico al mismo tiempo. Y en otras zonas el cuerpo la cantidad de mielina varía con el mismo objetivo.
En conjunto, parece que ese retraso permite una coordinación de las señales que es clave para el funcionamiento del cerebro. Una vez que lo alcanzan, todos los impulsos eléctricos trasmitidos a través de las neuronas se las arreglan para llegar a la vez al tálamo, el lugar donde se centralizan. Si todas las señales llegaran a su tiempo, concluye Zimmer, el cerebro no encontraría la manera de interpretarlo y tomar decisiones. De modo que el retraso de nuestras percepciones, esa décima de segundo que tardamos en interpretar lo que sucede, puede ser la clave de la conciencia y el motivo por el que los estímulos cobran algún sentido.
Para saber más:
Ilustración: Harvey Cushing
]]>La capital británica cuenta con alrededor de medio millón de cámaras de vigilancia, de las que unas 10.000 pertenecen a la policía metropolitana. El resto han sido colocadas por empresas, tenderos o compañías de transporte. Reino Unido es hoy día el país más vigilado del mundo con casi cinco millones de cámaras, lo que equivale a alrededor de una cámara por cada 12 habitantes.
El pasado mes de junio, en la localidad de Northampton, una pareja que intentaba practicar sexo en la vía pública fue sorprendida por una voz fría y lejana, como venida del más allá:
- Depongan su actitud y circulen.
Los dos protagonistas salieron escopetados y todavía se están recuperando del susto.
Las cámaras británicas no solo tienen la capacidad de hablar (se han colocado altavoces en lugares estratégicos) sino que algunas cuentan con sofisticados sistemas para “prevenir” el delito. En Portsmouth, por ejemplo, se está probando un programa informático que permite detectar el crimen antes de que se cometa, como en aquella pesadilla futurista de Minority Report.
Como resulta imposible seguir todas y cada una de las grabaciones, el ordenador detecta los movimientos inesperados de los transeúntes (cuando aceleran el paso, caminan más despacio o se detienen a hablar con otro sujeto) y envía una alerta a los vigilantes, por si los protagonistas estuvieran infringiendo alguna ley.
En la misma línea, científicos de la Universidad de Portsmouth están trabajando en un sistema que detecte los sonidos sospechosos, como la rotura de un cristal o la alarma de un coche. El sistema es capaz de aprender a escuchar, así que no hace falta tener mucha imaginación para pensar que, en malas manos, puede ser programado para escuchar las conversaciones y monitorizar a aquellos ciudadanos que hablen de asuntos inconvenientes o pronuncien determinadas palabras.
Por si el asunto no resultaba suficientemente escalofriante, la empresa Internet Eyes anunciaba hace unos días la puesta en marcha de un sistema que invita a los usuarios a participar desde sus casas en la vigilancia. Sentados cómodamente frente al ordenador, los participantes observan las imágenes tomadas en comercios, bares u oficinas durante las 24 horas del día y avisan a la central si detectan algún comportamiento “sospechoso”. Aquellos que ayuden evitar un delito serán recompensados por las horas de vigilancia y optarán cada mes a un premio de hasta 1.000 libras.
Cuando se publicó, hace unos años, que en los alrededores de la antigua casa de George Orwell en Londres había más de treinta cámaras de vigilancia, algunos ciudadanos, como el señor S., apenas le dieron importancia. Tampoco se alarmaron demasiado cuando se supo que las autoridades de Poole Borough habían utilizado las cámaras para vigilar a un matrimonio y sus tres hijos, a los que siguieron durante días para comprobar si realmente vivían cerca de la escuela para la que pedían una plaza.
“¿Qué tiene que temer alguien como yo, que nunca ha infringido la ley ni piensa hacerlo?”, pensó entonces el señor S. Como él, algunos confiados ciudadanos del barrio londinense de Croydon acaban de permitir a la policía que coloque cámaras de seguridad dentro de sus casas con el objeto de vigilar las conductas antisociales de los vecinos. De momento, las cámaras están camufladas en las ventanas y vigilan lo que sucede fuera. Que se den la vuelta, y empiecen a mirar hacia dentro, es sólo cuestión de tiempo.
]]>En 1920, cuando comenzaron los experimentos, el pequeño Albert era un bebé de nueve meses. El doctor John B. Watson y su ayudante Rosalie Rayner tomaron al hijo de una de las enfermeras de su universidad sin su consentimiento y le sometieron a todo tipo de pruebas para condicionar su conducta de la manera en que Pavlov había condicionado a sus perros.
En una primera fase de los experimentos, cuyas grabaciones aún se conservan, el doctor enseñaba al bebé una serie de animales y objetos para demostrar que no le producían ningún temor. Después, mientras el chico se familiarizaba con una pequeña rata blanca, la asistente producía un ruido estruendoso con una barra metálica detrás de su cabeza, de modo que el niño asociara la presencia del animal con el terrible susto.
En las siguientes sesiones, los experimentadores descubrieron que el niño no sólo lloraba ante la simple visión de la rata, sino que reaccionaba con el mismo miedo ante los otros animales como conejos, perros y monos que antes no le asustaban. Y Watson tomó aquel resultado como parte de la demostración de que el condicionamiento de Pavlov también funcionaba en humanos.
Los experimentos de aquel conductista sin escrúpulos, sin embargo, se vieron interrumpidos cuando la madre de Albert se llevó al niño del hospital y desapareció sin dejar rastro. Y así fue como, durante más de 90 años, el paradero de aquel bebé se convirtió en un misterio para la historia de la Psicología y resultó lo suficientemente intrigante como para que Hall Beck comenzara sus indagaciones.
Al cabo de tantos años la única pista disponible era el nombre de aquella enfermera llamada Arvilla Merritte. Tirando del hilo, Beck averiguó que su nombre de soltera era Arvilla Irons y que el apellido Merritte era solo una ficción para esconder el hecho de que el bebé era “ilegítimo”. Más tarde, como explican en Mind Hacks, descubrió que el bebé no se llamaba Albert, sino Douglas, y contactó con la familia de la madre, que le pudo proporcionar fotos del pequeño.
Con ayuda de forenses del FBI, Beck comparó las fotos del bebé del experimento con las de la familia Irons y comprobó que se trataba del mismo niño y que Douglas resultaba ser el “pequeño Albert”. Pero la peor noticia quedaba por llegar: el pequeño había sobrevivido muy poco tiempo y había muerto con apenas 6 años de edad a consecuencia de una meningitis.
En el relato de su larga investigación, Beck explica la decepción que supuso para él conocer la verdad y describe el momento en que visitó la tumba del “pequeño Albert”: “Mientras veía a Gary y Helen poner flores en la tumba”, asegura, “recordé como había fantaseado con encontrarle, ya anciano, y entregarle la vieja película de Watson en la que él era apenas un bebé”.
Desolado, Beck comprendió que su fantasía se había venido abajo y que el destino se había cebado sin contemplaciones con aquella criatura. “Aquel niño”, asegura, “nunca fue dado en adopción ni llegó a viejo. *Nuestra investigación de siete años había sido más larga que la vida del niño*”. Después, el psicólogo dejó un ramo de flores sobre la tumba de aquel viejo “compañero”, se dio la vuelta, y se marchó en medio de “una gran paz y una profunda soledad”.
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Enlace: Little Albert, lost and found (Mind Hacks)
Ver también: El experimento que gritaba ya no más
Los sujetos sometidos al estrés extremo de la tortura, como el waterboarding o la privación sensorial, sufren serias alteraciones en el hipocampo e incluso pérdida de tejidos, según el estudio de O’Mara, lo que significa que los interrogadores pueden llegar a borrar la información que buscan en el cerebro del interrogado.
Por si fuera poco, añaden los científicos del Ireland’s Trinity College, el sujeto puede incluso no darse cuenta de que miente, ya que el daño en el lóbulo prefrontal puede crear falsos recuerdos. Si a esto le añadimos el hecho de que una persona sometida a semejante castigo es capaz de confesar cualquier cosa para que le dejen de torturar, el método de interrogatorio utilizado por la administración Bush no solo es repugnante, sino perfectamente inútil.
Los intentos de controlar la mente han sido en general igual de torpes e infructuosos. Los servicios secretos de EEUU se obsesionaron con la idea durante la guerra de Corea, después de comprobar que algunos de sus soldados volvían a casa cargados de “peligrosas” ideas comunistas. De alguna manera, se convencieron, el enemigo había conseguido “lavarles el cerebro”.
Preocupados por quedarse atrás en este campo, los responsables de la CIA pusieron todos sus esfuerzos en encontrar una manera de conseguir manipular la mente de los enemigos y de sus propios ciudadanos. En sus intensas investigaciones, a través de la infame operación MKULTRA, los científicos drogaron y sometieron a todo tipo de pruebas inhumanas a los sujetos que tenían más a mano, especialmente individuos de escasos recursos, pero también a sus colaboradores.
A finales de los años 50, mucho antes de que Bush y Cheney aparecieran en escena, el doctor Ewen Cameron ya estaba practicando la privación sensorial, el electroshock y la administración de LSD en su clínica de Montreal. Durante aquellos años, los hombres de la CIA buscaron en las selvas de todo el mundo la sustancia mágica que hiciera cantar a los espías enemigos, desde hongos alucinógenos hasta el poderoso curare, que utilizaban para paralizar a los sujetos del experimento.
En su libro En busca del candidato de Manchuria, John Marks recoge algunos de los horrores que se llegaron a aplicar para obtener el ansiado “lavado de cerebro”, el “suero de la verdad” y todas las fantasías con que se entretuvieron unas cuantas mentes de Washington. Y explica también cómo los informes más serios descartaron que chinos o soviéticos estuvieran aplicando algo distinto de la típica brutalidad del interrogatorio.
Los soviéticos, según los testimonios, sometían al preso a vejaciones y aislamiento durante semanas hasta que el interrogador aparecía para terminar de desarmarle. Los chinos, en cambio, modificaban la personalidad de la víctima a través de la fuerza del grupo: le introducían en una celda y le exigían estudiar a Mao y a Marx. Como el progreso de uno dependía del esfuerzo de todos, era el propio grupo el que machacaba a cada individuo para evitar los castigos.
Entre otras lecciones sobre la condición humana, los agentes de la CIA aprendieron técnicas más sofisticadas para obtener la verdad. Además de algunos episodios disparatados, como las sesiones de marihuana para sonsacar a capos de la Mafia, Marks describe cómo la CIA llegó a montar en San Francisco y Nueva York un auténtico sistema de apartamentos-prostíbulo llenos de cámaras, en los que retenían a sus víctimas durante horas sometidos a sesiones de sexo y drogas.
En todos los experimentos practicados al amparo del programa MKULTRA, los agentes y colaboradores se encontraron sistemáticamente con que la mente humana no es tan fácil de reprogramar mediante drogas o métodos brutales como mediante una combinación de sensaciones que lleve a la víctima a bajar la guardia.
“Aprendimos un montón de cosas acerca del comportamiento de los humanos en la cama…”, asegura una de las fuentes de Marks en el libro, “Fuimos haciendo acopio de una serie de preferencias sexuales que podríamos utilizar en nuestras operaciones, dependiendo de cuáles fueran los gustos de cada uno de nuestros objetivos”.
“Lo bueno para nosotros”, dice otro miembro de la CIA, “venía tras el coito, tras fumar el cigarrillo”. Bastaba con que las prostitutas entrenadas por los agentes aguantaran en el lugar después del sexo y se mostraran receptivas a sus palabras. ”Se siente reconfortado en su ego”, explican, “si ella le dice, por ejemplo, que lo encuentra muy atractivo y que quiere seguir con él unas horas más a cambio de nada… Ante eso, casi todos los tíos son vulnerables…”
Una combinación de drogas, placer y ego que terminaban dando lugar, sin necesidad de torturas ni largos períodos de aislamiento, a la “confesión después del cigarrillo”. El momento en que las pobres víctimas abrían las puertas de su mente bajo la influencia de un arma más poderosa que las drogas: la vanidad del ser humano.
]]>La sorpresa vino cuando Rizzolatti, casi por casualidad, descubrió que el cerebro de uno de los monos se activaba cuando veía a un humano realizar la acción. En concreto, al ver al cuidador coger un plátano, en el cerebro del macaco se activaban las mismas regiones que se habrían encendido de haberlo cogido por sus propios medios.
Durante los siguientes años, y gracias a aquel hallazgo fortuito, el equipo siguió realizando experimentos hasta descubrir la existencia de una serie de neuronas, denominadas neuronas espejo, que se activan al observar el comportamiento ajeno y que tal vez puedan explicar algunos procesos cerebrales como el aprendizaje por imitación e incluso el lenguaje.
El funcionamiento de las neuronas espejo, según esta hipótesis, es una herramienta muy útil para aprender y fácilmente observable durante los primeros días de vida de un bebé, cuando reaccionan instintivamente copiando los gestos de su interlocutor. Cuando se realizó el experimento con crías de macaco, se comprobó que también imitaban los gestos como sacar la lengua o abrir la boca:
Aunque el estudio de las neuronas espejo en humanos resulta dificultoso, y a pesar de que la teoría cuenta con algunos detractores, reputados científicos como Vilayanur Ramachandran han llegado a decir que este descubrimiento “hará tanto por la psicología como el ADN ha hecho por la biología”.
La existencia de este tipo de neuronas en la zona del cerebro conocida como área de Brocca, lleva a algunos psicólogos a pensar que pueden haber sido la clave para el desarrollo del lenguaje. Otras investigaciones las sitúan como la llave de la empatía y nuestra manera de comprender, y hasta prever, cómo se comportan los demás. Los experimentos de Christian Keysers, por ejemplo, han determinado que cuando contemplamos expresiones ajenas de disgusto o alegría, se activan unas regiones muy determinadas de nuestro cerebro, aunque la presencia de neuronas espejo individuales es difícil de probar.
El doctor Harold Mouras, de la Universidad Picardie Jules Verne, fue un poco más allá y se interesó por la manera en que nuestro cerebro reacciona ante los estímulos sexuales y la pornografía. Durante el experimento, realizado en 2008, el doctor Mouras eligió a varios voluntarios y les puso a visionar diferentes vídeos mientras les realizaba una resonancia magnética y monitorizaba su excitación.
Las pruebas demostraron que la excitación vino casi siempre acompañada de una intensa actividad en el Pars opercularis, una región conocida por la abundante presencia de neuronas espejo, la misma que se activó durante otro estudio realizado por científicos alemanes en 2006. Tras aquel experimento se llegó a conclusiones muy parecidas sobre la manera en que nuestro cerebro percibe la pornografía: la visión activa las neuronas espejo y éstas nos inducen a interpretar que estamos protagonizando nosotros el acto sexual, y no simplemente viéndolo al otro lado de una pantalla.
Dado el papel de las neuronas espejo, el resultado de los experimentos podría llevarnos a una divertida y provocadora conclusión: la de que la pornografía resulta ser una manifestación suprema de la empatía humana. Y, si nos ponemos cáusticos, la única forma realmente extendida de comprender al otro y ponerse en su lugar.
]]>Desde hace muchos años, los biólogos saben que las hormigas son unas recicladoras consumadas y que almacenan los cuerpos de los fallecidos en unos receptáculos especiales, donde se descomponen y generan nitrógeno para la comunidad. Pero ¿cómo reconocen las hormigas a sus compañeras muertas?
El entomólogo estadounidense Edward O. Wilson se fijó en esta circunstancia mientras estudiaba la comunicación de estos insectos. Tal y como relata él mismo, pensó que las hormigas debían de emitir alguna señal para decir “ESTOY MUERTA” y que las demás compañeras pasaran a encargarse de los trámites “funerarios”. Y así fue como descubrió que el secreto estaba en el ácido oleico.
Al cabo de las primeras 48 horas, el cuerpo de la hormiga muerta comienza a expeler esta sustancia hasta que el resto de la comunidad la detecta y emprende las labores de recuperación del cadáver. La señal química es tan poderosa que, cuando Wilson roció con este ácido a una hormiga viva, sus propias compañeras la atraparon con sus mandíbulas y la condujeron una y otra vez al cementerio, pese a sus vanos intentos de oposición.
El mecanismo convierte a las hormigas en máquinas ciegas y obstinadas, hasta el punto de que si uno rocía con ácido oleico un palito o cualquier otro objeto, la primera hormiga que pase por el lugar lo atrapará entre sus mandíbulas y tratará de conducirlo al hormiguero a toda velocidad sin hacerse más preguntas.
Aunque poseemos algunos miles de neuronas más, y un sofisticado sistema de comunicación, los seres humanos nos comportamos de una forma parecida en nuestra vida social. Buscando información sobre las hormigas muertas, me topo con un artículo para la lúgubre Alcor en el que se apunta esta idea. “Las burocracias se comportan de forma inflexible”, asegura el autor, “porque las burocracias no tienen cerebro. Pero son máquinas de funcionamiento simple, como las colonias de hormigas, gracias a unas sencillas reglas de programación”.
Mientras escribo estas líneas, el diario The Guardian publica la historia de un padre y un hijo de visita en Londres, a quienes la policía británica trató como delincuentes sólo porque se habían hecho algunas fotos en el metro y en el autobús. No importaron las explicaciones. Los agentes argumentaron que no se podían tomar imágenes en lugares tan sensibles y, para “prevenir el terrorismo”, les tomaron los datos de sus pasaportes y les borraron las fotos de sus vacaciones.
Un poco más cerca, y por esas mismas fechas, Juan Enrique Tena, de 30 años, pasó seis días en la prisión de Albolote sólo porque su primer apellido coincidía con el un delincuente buscado por la policía. Juan Enrique acudió a pasar la Semana Santa a Granada cuando los agentes le detuvieron y le encarcelaron sin hacer la más mínima comprobación: el nombre y el segundo apellido del huido de la justicia eran distintos, el DNI no coincidía y las fechas de nacimiento no tenían nada que ver. Y para colmo el supuesto delincuente ya estaba capturado hacía tiempo.
El mecanismo por el que los hombres pasan a convertirse en hormigas descerebradas no lo estudian los entomólogos sino algunas otras raras ramas del saber. Las causas por las que una persona deja a un lado el sentido común para obedecer ciegamente una orden se parece más a la peripecia de Joseph K, en El Proceso, que a un documental sobre insectos.
Durante seis largos días, Juan Enrique reclamó la presencia de alguna autoridad judicial que comprobara el error, sin que ninguno de los funcionarios de policía se tomara la molestia de contrastar los datos. “Me dijeron que no podían comprobar lo que les decía porque eran días festivos”, aseguró después del calvario. Es de creer que en aquella prisión, y a su manera, los funcionarios habían percibido el olor a hormiga muerta.
Referencias: Hey I’m Dead!’ The Story Of The Very Lively Ant
]]>En la casuística hospitalaria es frecuente encontrar pacientes cuyas manos luchan literalmente “la una contra la otra”. Una mujer capaz de estar diez minutos peleando consigo misma por coger un sobre, un hombre que trata de pagar y cuya mano izquierda vuelve a guardar el dinero cada vez que lo pone en el mostrador, o un paciente que intenta abrir el periódico con la mano derecha mientras la izquierda se lo cierra.
Con estos síntomas, no es extraño que los afectados lleguen a pensar que son víctimas de una extraña posesión demoníaca. Pero existe una explicación física para lo que les sucede, y está en el cerebro.
La causa está en los daños producidos en una zona conocida como cuerpo calloso. Una alteración seria en este haz de fibras que conecta ambos hemisferios cerebrales, produce una falta de comunicación y una especie de división de la conciencia: las dos mitades no se pasan los datos y el paciente llega a actuar funcionalmente como una persona con dos cerebros.
En algunas pruebas realizadas en laboratorio, se tapan los ojos del paciente y se le dan objetos para reconocer con las manos. Aunque el sujeto es capaz de reconocer perfectamente el número cinco con su mano derecha, por ejemplo, cuando se le pide que anote el resultado con la izquierda, se muestra incapaz de apuntar el número correcto.
Sobre los primeros contactos entre indígenas y europeos existe una amplia bibliografía, escrita casi siempre desde el punto de vista de los “conquistadores”. Sobre la visión de los indígenas, sin embargo, apenas ha quedado huella, a excepción de este valioso testimonio que constituye el nombre con el que las tribus bautizaron a los recién llegados.
Para muchas de las tribus de América, por ejemplo, el pelo de los españoles fue un factor especialmente llamativo. A los indios Tarahumara, asentados en lo que hoy conocemos como México, les llamó tanto la atención que los bautizaron como Chabochi, “persona con telarañas en el rostro”.
En la misma línea, los Kiowas se referían a los blancos como Bcdalpago, que significa “boca peluda” y los Zuñi designaron a los primeros españoles con el término Tsipolokwe, la “gente con bigote”. Los Algonquinos Miamis utilizaron el término Mishkiganasiwug, que en su lengua significa “aquellos con el torso peludo”.
En su breve ensayo How the American Indian Named the White Man (Cómo llamaban los indios a los hombres blancos), el antropólogo Alexander F. Chamberlain recoge otras muchas expresiones utilizadas por las tribus para describir a los visitantes. Así, los Upsarokas se referían a los blancos como Mashteeseeree, “ojos amarillos”, mientras los Kiowa usaban la palabra Ganonko, que significa “los que gruñen”.
Otro de los aspectos que más impresionaba a los indígenas era el carácter violento y la utilización del metal que hacían los visitantes. Las tribus iroquesas se referían a los holandeses como los Asset-oni, “los que hacen las hachas”, mientras que los Mohawks tenían varios términos para referirse a los blancos que iban desde los “cuchillos grandes” o “la gente de los cuchillos largos”.
A la vista de lo sucedido durante los años inmediatamente posteriores a la toma de contacto, con el exterminio de centenares de pueblos que habían vivido pacíficamente durante siglos, tal vez el apelativo más acertado sea el de los indios Ayoreo, que se refirieron desde el principio al hombre blanco como Cohñone, “la gente que hace las cosas sin sentido”.
Referencias: How the American Indian Named the White Man (Alexander F. Chamberlain)
]]>Contaba Geoffrey Smith esta semana en La Vanguardia que los desactivadores de bombas que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial quedaron profundamente marcados por la experiencia. Algunos alcanzaron más de noventa años de edad con una “lujuria insólita” por la vida, una actitud que Smith atribuye al resultado de haber arriesgado sus vidas a diario durante años. “Sabían que la vida era hermosa porque en cualquier momento se la podían haber quitado”, asegura, “sabían el valor de cada minuto vivo”.
En su libro “La isla de las cicas”, Oliver Sacks expone el caso de una de las habitantes de Guam afectadas por una extraña enfermedad neurológica que le recordaba a su experiencia en Despertares. Esta mujer, llamada Eufrasia, pasaba el día postrada en una silla, completamente paralizada, hasta que las enfermeras le suministraban su dosis diaria de l-dopa. Esta pequeña cantidad de medicina le proporcionaba sus únicos veinte minutos de vida normal en todo el día, que la mujer trataba de aprovechar frenéticamente para contar y hacer todo lo que había estado planificando durante las largas horas de parálisis.
“Catorce minutos después de haber recibido su l-dopa”, explica Sacks, “Eufrasia saltó de repente y se puso de pie con tanto ímpetu que tiró la silla hacia atrás, se precipitó hacia el corredor y empezó a hablar por los codos con todo el mundo; era una conversación animada, casi incomprensible, pues se atropellaba tratando de decir todo lo que deseaba manifestar, pero no podía, mientras estaba paralizada”.
“Pero aquella mujer que era un torrente de vida”, prosigue, “al cabo de veinte minutos, con la misma brusquedad con que había salido de su estado original, volvió a él, y tras bostezar repetidamente, quedó sumida en una completa parálisis”.
Lo angustioso del caso, y lo que nos pone los pelos de punta, no es sólo que Eufrasia tuviera el resto del día para planificar todo lo que iba a hacer y decir durante sus escasos veinte minutos de vida real, sino el hecho de que sus planes se vieran frustrados día tras día por la propia angustia de conocer que el tiempo para realizarlos era limitado.
Tal vez, salvando las distancias, nos ocurre un poco a todos como a Eufrasia, que nos pasamos la vida amontonando hermosos planes en la cabeza, sueños inaplazables que nunca realizaremos porque le faltan horas al día.
]]>Durante aquellos trece años de vida, la pequeña Genie, como la bautizaron más tarde los investigadores, había tenido prohibido hablar o emitir sonido alguno. Su padre le golpeaba salvajemente o le ladraba como un perro si se le ocurría hacer algún ruido. Además de mantenerla aislada del resto de la familia, aquel hombre no le proporcionó otro alimento que no fuera comida para bebé o huevos cocidos. El habitáculo donde permanecía recluida, con las ventanas selladas, apenas le permitía ver cinco centímetros de cielo.
Cuando los psicólogos examinaron a la niña, descubrieron que caminaba con dificultad y se comportaba como una criatura salvaje: escupía, arañaba o trataba de masturbarse compulsivamente. La niña tenía un vocabulario de veinte palabras, en su mayoría órdenes como “¡para!”, “no” o “¡ya no más!”.
Sin embargo, y a pesar de que fue trasladada de inmediato a un hospital de Los Ángeles, la pesadilla de la pequeña Genie aún no había terminado. Animados por el estreno de la película “El pequeño salvaje” de Truffaut, varios investigadores se interesaron por su caso y creyeron ver en ella una oportunidad para avanzar en sus estudios sobre el lenguaje y el cerebro humano.
Durante largos meses Genie fue sometida a decenas de pruebas, con un valor más experimental que terapéutico, mientras los investigadores se peleaban por ver quién se quedaba con su caso. La doctora Jeanne Butler, en concreto, presumía de que aquel caso iba a hacerle famosa y terminó llevándose a la niña a su propia casa, donde la grabó durante horas mientras realizaba con ella todo tipo de pruebas de dudoso valor científico.
Por si el desbarajuste era pequeño, un tribunal devolvió la custodia a la madre, que interpuso una demanda contra todo el equipo de investigación y el hospital infantil de Los Ángeles por haberla sometido a “excesivas e insoportables” pruebas. Finalmente, la madre no fue capaz de cuidar de Genie y la niña pasó por otros seis hogares adoptivos, en algunos de los cuales volvió a sufrir malos tratos que le llevaron a profundas regresiones.
Hoy día sólo sabemos que, de estar viva, Genie se encuentra ingresada en alguna institución mental después de una vida miserable y sin haber superado ninguno de sus problemas.
Además de los interrogantes que plantea, el comportamiento de los científicos en el caso de Genie nos retrotrae a otras situaciones en las que los límites de la investigación no están del todo claros. En 1822, por ejemplo, el doctor William Beaumont se hizo cargo de un paciente herido durante una cacería al que los disparos habían dejado un agujero en el estómago. Durante los siguientes veinte años, el médico puso todo tipo de excusas para no cerrar la herida y seguir experimentando con aquel hombre, al que introducía alimentos con una cuerdecita para ver el efecto de los jugos gástricos.
Las investigaciones de Beaumont con aquella “cobaya humana” sirvieron para avanzar de manera muy significativa en el conocimiento de la digestión y ayudaron a salvar la vida de muchas personas. De igual forma, en el caso de Genie, los controvertidos experimentos de los psicólogos sirvieron para conocer algo más sobre el origen del lenguaje y las funciones cerebrales.
Salvando las distancias, y más allá de la buena o mala voluntad de los investigadores, en ambos casos alguien dio prioridad al resultado de una investigación frente al bien del paciente y en ambos casos es legítimo hacerse la misma inquietante pregunta: ¿Tenían derecho a hacerlo?
Ver: Genie (Wikipedia) / La niña salvaje (Documentos TV): 1, 2, 3, 4, 5 y 6
]]>Li pasa doce horas al día, siete días a la semana, frente a la pantalla de un ordenador en un pequeño tugurio de Nanjing, en China. En cuanto termina su jornada, otro compañero se sienta en su silla, toma el control de su personaje y sigue matando monjes en el mundo virtual de World of Warcraft.
“A mis colegas y a mí”, explica otro jugador a The New York Times, “nos pagan por matar monstruos”. El negocio, conocido como “Gold farming” (cultivo de oro), emplea a unas 400.000 personas en todo el mundo y, según un estudio de la Universidad de Manchester, genera alrededor de 340 millones de euros de beneficios cada año.
Por cada cien monedas que arrebata a sus enemigos, Li recibe alrededor de 10 yuanes, una cantidad que apenas le da para sobrevivir. Su jefe, en cambio, obtendrá tres veces más dinero después de venderle las armas y monedas a algún jugador estadounidense o europeo que no tiene tiempo para conseguirlos por sí mismo en el juego.
A veces, mientras avanzan por extraños bosques en busca de criaturas a las que asaltar, el ataque de un monstruo aparentemente inferior provoca una conmoción inesperada. De pronto, sobre la pantalla aparece un mensaje que informa al granjero de los daños y de que debe recomenzar la partida. ¿Qué ha ocurrido? Un tercer jugador le ha atacado a traición.
El motivo está en el odio que muchos usuarios tienen a estos granjeros chinos, ya que consideran su forma de vida como una perversión del juego. En muchos foros es habitual los mensajes del tipo “Los granjeros chinos deben morir” y se organizan partidas de jugadores que acuden a las zonas frecuentadas por cultivadores para realizar una cacería.
Esta muerte virtual supone para muchos de estos granjeros un auténtico contratiempo, dado que la tarea de resucitar puede llevarles hasta diez minutos cada vez, y el patrón suele ponerlos en la calle cuando empiezan a fallar los resultados.
El conflicto ha llegado a tal extremo, que la discriminación empieza a estar organizada y muchos grupos de WOW realizan pruebas escritas para comprobar si los jugadores aspirantes son chinos y así negarles la entrada.
Nuevos modelos de explotación humana
Pero World of Warcraft no es el único juego masivo online (MMO) que genera este tipo de mercados. La posibilidad de adquirir armaduras, armas o pócimas secretas se repite a través de la red en todo tipo de juegos por más que los administradores traten de evitarlo. Y la economía virtual se extiende a otros ámbitos, como en el caso de la India, donde algunas empresas han comenzado a contratar a empleados para que resuelvan captchas las 24 horas del día con el fin de burlar los filtros contra el bombardeo de basura.
En realidad, se trata de la primera vez que un negocio virtual, con dinero de mentira, adquiere un valor tangible en el mundo real. Por eso el gobierno de China, que hasta ahora miraba para otro lado, acaba de anunciar que cobrará un impuesto del 20%- sobre estas transacciones, convirtiéndose en el primer gobierno del mundo que cobra un tributo por este tipo de actividad virtual.
Lamentablemente, la realidad paralela ha heredado algunos feos vicios como la vieja jerarquía del mundo real: los jugadores vietnamitas trabajan para los jugadores chinos y los jugadores chinos trabajan para los jugadores occidentales. Una rueda en la que los actores con menos recursos hacen el trabajo sucio de los acomodados a cambio de unas cuantas monedas de verdad.
Y el intercambio no se queda en armas y amuletos. Algunas avispados comerciantes viven incluso de suplantar al propio jugador y de cobrarle por vivir su vida virtual. Así, los negocios dedicados al denominado “Power leveling” (algo así como “aumento de nivel”) piden a los usuarios sus contraseñas y, a cambio de unos 300 dólares, se hacen cargo de su personaje hasta dejarlo en niveles que requerirían meses de juego.
Según cuenta The New York Times, Min Qinghai, otro de los jugadores atrapados en esta extraña espiral, ha muerto tantas veces en el juego que ni siquiera las puede recordar. Su vida se limita a un ir y venir por escenarios fantasmagóricos donde se enfrenta con monjes y monstruos a los que debe arrebatar el oro que otros gastarán. Después de dos años de partidas interminables, apenas ha salido de su barracón para algo que no sea tomar una comida rápida. Él, como otros de sus compañeros de juego, no tiene muchos sitios a dónde ir ni otra cosa en la que pensar. Al terminar la dura jornada de trabajo, muchos de estos jugadores se marchan a otros locales donde pasan el resto del día jugando nuevas partidas de WoW, perdidos y ensimismados en las lejanas llanuras de Azeroth de las que nunca conseguirán salir.
Lectura imprescindible: The Life of the Chinese Gold Farmer, Julian Dibbel (The New York Times)
]]>Según el autor, las propiedades de la denominada tiotimolina se explicaban gracias a una anomalía en sus enlaces químicos que le dotaba de la facultad de disolverse (en la proporción de un gramo por mil) en -1,12 segundos, es decir, un momento antes de que se le hubiera añadido el agua. Mientras cuatro de los enlaces de su átomo de carbono permanecían en el espacio-tiempo normal, otros dos presentaban una singularidad y se proyectaban hacia el pasado y el futuro respectivamente.
Aquel descubrimiento, tal y como el propio autor concluiría años más tarde, contenía una serie de implicaciones revolucionarias para el campo de la física y la predicción de sucesos. Gracias a la construcción de un sencillo aparato denominado endocronómetro, se podía observar de manera directa el comportamiento de la tiotimolina y realizar predicciones que iban desde eventos sencillos hasta situaciones más complejas.
En un primer paso, emplazando dos endocronómetros entre sí, el observador podía prever el resultado 2,24 segundos antes de que el agua fuera añadida, y así sucesivamente. De esta manera, una batería formada por unos setenta y siete mil endocronómetros “contendría una muestra final de tiotimolina que se disolvería 24 horas antes de que se vertiese la cantidad inicial de agua”.
Si uno pretendiera predecir la lluvia, por ejemplo, bastaría observar que la última muestra de tiotimolina se disolvería un día antes de las precipitaciones. Y este sencillo sistema podría aplicarse a predicciones más complejas, como una carrera de caballos. “Supongamos que se proponen apostar por un caballo determinado”, explicaba el autor. “Veinticuatro horas antes de la carrera, pueden ustedes decidir firmemente que si el caballo gana al día siguiente, añadirán agua inmediatamente después de recibir la noticia al primer elemento de la batería telecrónica. Y que si no gana, no lo harán”. Después, bastaba observar si la última muestra de tiotimolina en el endocrómetro se disolvía el día anterior para saber si el caballo había ganado la carrera.
Como muchos ya sabrán, el título de aquel trabajo revolucionario era Propiedades Endocrónicas de la Tiotimolina Resublimada y su autor, Isaac Asimov, siguió escribiendo sobre la sustancia ficticia durante años y hasta fantaseó sobre sus aplicaciones en la carrera espacial. El artículo original fue una especie de broma publicada en la revista Astounding Science Fiction, aunque el director de la revista burló la condición de no publicarla bajo el nombre de Asimov, que en aquel momento se estaba doctorando en la universidad. Afortunadamente, los miembros del tribunal que le examinó meses más tarde se tomaron la cuestión con humor e incluso le hicieron una última pregunta cómplice sobre la tiotimolina.
Uno de los detalles más llamativos, y un golpe maestro de metaficción por parte de Asimov, fue la breve bibliografía incluida al final del artículo. Según confesaría el propio autor años más tarde, durante los días siguientes a la publicación del artículo la biblioteca de la facultad recibió un goteo de consultas de estudiantes que lo habían creído a pie juntillas y preguntaban por aquella lista de autores inexistentes.
Los sentimientos del agua
Cincuenta años más tarde, un personaje japonés conocido por el nombre de Masaru Emoto ha hecho una auténtica fortuna gracias a su teoría sobre los sentimientos del agua. En sus libros y conferencias internacionales, Emoto asegura que el agua es capaz de sentir las emociones humanas y que reacciona en consecuencia.
Para demostrar sus excéntricas teorías, Emoto fotografía cristales de hielo un instante después de dirigir hacia ellos una palabra, un pensamiento o una música determinada. Si la música o los pensamientos son malos o feos, según Emoto, el agua pierde su simetría y se convierte en algo grotesco. Si uno lo irradia con bondad o palabras bellas, el agua adquiere un estado esplendoroso.
En la reseña de su libro Mensajes en el agua podemos leer que la “sorpresa mayor” le llegó a Masaru Emoto “_al conseguir transformar irregulares patrones de agua contaminada en bellos cristales hexagonales al someter las muestras a la audición de canciones tradicionales, oraciones religiosas o bien música clásica. O bien al transformar ‘indiferentes’ cristales de agua destilada en bellos patrones geométricos al susurrarles palabras de agradecimiento, o bien al contrario, obtener horrorosas estructuras al someterlas a frases desagradables_”.
A pesar de la prosa influmable, y de la inconsistencia científica de sus afirmaciones, Emoto ha conseguido colar su irrisorio mensaje en millones de casas y ser tomado en serio por algunas instituciones. Recientemente tuvo su momento de gloria en la Expo de Zaragoza, bajo la engañosa etiqueta de “Ecología del Agua”, y sus obras pueden encontrarse en la sección de Ciencias en lugares como la Casa del Libro.
Pero por grave que pueda parecer, lo peor son sus afirmaciones respecto a la salud y a sus poderes curativos. Dado que el 70% de nuestro cuerpo es agua, afirma Emoto, mucha gente enferma porque contiene agua impura y contaminada y para ello no valen las sustancias químicas que nos proporcionan los médicos sino sus botellas de agua armoniosa y fenomenal, que nos permite adquirir a un módico precio.
Comparando los dos trabajos anteriormente expuestos, queda claro que en materia de sustancias premonitorias conviene siempre comparar antes de comprar. Aunque se mueven en el terreno de la fantasía, la propuesta de Emoto ha conseguido traspasar la barrera de la ficción para sacar provecho económico del engaño. La diferencia entre el trabajo de Asimov y las artimañas de Emoto es la que hay entre el talento literario y la desfachatez, o para ser más claros: entre la formidable tiotimolina y el timo de la estampita.
Lecturas altamente recomendadas: Las Propiedades Endocrónicas de la Tiotimolina Resublimada / La tiotimolina y la era espacial (Isaac Asimov)
]]>“Mi familia y todos cuantos me rodean son actores que siguen un guión, una farsa para convertirme en el foco de atención de todo el mundo”. Los psiquiatras canadienses Ian y Joel Gold aseguran haber descubierto una nueva patología mental a la que han clasificado con el nombre de Síndrome de Truman, en referencia a la conocida película de finales de los 90.
Al igual que le sucedía a Jim Carrey, los pacientes creen estar vigilados por cámaras que retransmiten su vida a través de un programa de televisión y consideran que todo forma parte de una gigantesca simulación. “Mi vida es seguida por millones y millones de personas”, asegura uno de ellos. “La gente actúa para ver mis reacciones”.
Uno de los enfermos tratados por los hermanos Gold, por ejemplo, viajó hasta Nueva York para comprobar si las Torres Gemelas seguían estando allí porque creía que la emisión en directo de los atentados del 11-S era parte del guión de su reality show. Si seguían estando allí, confesó, podría demostrar a los demás, y a sí mismo, que todo era un montaje.
Otro paciente, tal y como refiere The New York Times, confesó a los psiquiatras su intención de acudir a lo más alto de la Estatua de la Libertad convencido de que los guionistas le reunirían allí con el “amor de su vida”. Si al llegar ella no estaba, el paciente estaba dispuesto a saltar al vacío.
Aunque los síntomas pueden coincidir con un cuadro clásico de paranoia, los doctores han bautizado la enfermedad como “síndrome de Truman” porque una buena parte de los pacientes diagnosticados mencionaron expresamente la película. No hablaron de Matrix, ni de la novela “1984”, sino que compararon su situación con la película de Peter Weir.
A diferencia de otras enfermedades como el síndrome de Capgras, en el que el paciente cree que sus familiares han sido reemplazados por impostores, o el síndrome de Frégoli http://librodenotas.com/textpattern/index.php Txp › Libro de Notas › Enfermos de irrealidad, que consiste en creer que las personas conocidas no son quienes dicen ser, el mal de Truman tiene la particularidad de implicar una conspiración a nivel mundial.
Desde que informaron sobre la existencia de estos casos, otros psiquiatras han encontrado al menos media docena más de pacientes con síntomas similares. Los especialistas consideran que el entorno cultural tiene un gran peso en este fenómeno: la presión de una sociedad cada vez más interconectada y “videovigilada”, en la que nuestra intimidad personal empieza a disolverse en grandes redes de información.
Lo más interesante es que los psiquiatras sostienen que este tipo de alucinaciones suelen reflejar las verdaderas preocupaciones de una sociedad. De la misma forma, durante los años de la Guerra Fría era frecuente encontrar individuos que creían tener instalado un microchip de la CIA en una de sus muelas o que consideraban al vecino un peligroso miembro de la KGB.
Así pues, la existencia de una sociedad que nos vigila y conoce perfectamente cada paso que damos parece haberse convertido en nuestro nuevo miedo colectivo. Ante ello, no estaría mal recordar ese viejo e inquietante dicho, tan repetido en psiquiatría: “Sólo porque estés paranoico no quiere decir que no haya nadie siguiéndote”.
Referencias: Look Closely, Doctor: See the Camera? / Reality bites
]]>Mediante un sistema de complejos algoritmos, el profesor y su equipo diseñan pequeños robots a los que someten a acciones semejantes a las que actúan en la evolución y cuyas respuestas determinan qué individuos sobreviven y cuáles se quedan por el camino. La supervivencia de estos robots viene determinada por la presencia de una serie de genes, o elementos de software, que condicionan en qué medida perciben el entorno y responden a él.
Gracias a estos trabajos, el laboratorio de Floreano ha generado comunidades de pequeños robots que no sólo son capaces de interactuar para su supervivencia sino que han desarrollado la capacidad de comunicarse entre sí.
La comunicación entre estos robots se produce mediante un sencillo sistema de luces, detectadas por sus sensores luminosos. Los pequeños autómatas disponen de luces y ruedas y tienen libertad para aproximarse a una serie de plataformas que contienen comida o veneno y que alimentan o descargan sus baterías, respectivamente.
Ejemplo de comunicación cooperativa entre robots
Al cabo de unas 50 generaciones, la mayoría de los grupos de robots comienzan a informarse unos a otros mediante luces sobre dónde se encuentra la comida y dónde el veneno. Por norma general, algunas comunidades tienden a indicar la presencia de comida mediante la luz azul mientras que otras optan por anunciar la presencia de veneno con luces rojas.
Llegados a este punto, y para sorpresa de los científicos, los individuos de algunos grupos comienzan a desarrollar conductas mentirosas más propias de los seres humanos que de los robots. En concreto, algunos autómatas aprenden a encender las luces para señalizar a los otros el veneno como comida y luego se deslizan discretamente hasta la fuente de energía más próxima para recargar sus baterías sin avisar a sus compañeros.
Al mismo tiempo, tal y como explicaba recientemente la revista Discover, también aparecen robots que adoptan el papel de héroes: señalan el peligro y mueren sólo para salvar al resto de individuos del grupo.
Aunque el propio Floreano manifiesta que nunca habría esperado ver este tipo de conducta en robots, los resultados son demasiado aislados como para sacar conclusiones precipitadas. Lo que parece claro es que su trabajo nos pone en la pista sobre cómo surgió la comunicación entre las primeras criaturas vivas.
Referencias: Robots evolve and learn how to lie (Discover), Robot swarms ‘evolve’ effective communication (New Scientist), Evolutionary Conditions for the Emergence of Communication in Robots (Current Biology)
]]>Atendiendo a la lógica religiosa, aquellas personas más próximas a Dios debían vivir un mayor número de años que aquellos colectivos que tenían menos probabilidades de rezar a diario. Sin embargo, los datos del censo le mostraban todo lo contrario.
Ni los sacerdotes, ni la familia real – presuntamente protegidos por grandes dosis de oración diarias – tenían una media de vida mayor a la de colectivos como los médicos y abogados, sino que vivían menos años. Así pues, tal y como dedujo Galton con cierta ironía, la oración a Dios no parecía tener efecto alguno sobre el crecimiento de las plantas ni sobre la salud de las personas.
La idea de medir la eficacia de las oraciones ha seguido practicándose por científicos de dudosas pretensiones hasta nuestros días. El intento más reciente, y quizá el mejor planificado hasta el momento, fue el experimento realizado en 2006 por el equipo del doctor Herbert Benson, del Centro Médico Beth Israel Deaoness, en Boston (Massachusetts), quien estudió el efecto de las oraciones en 800 pacientes operados de corazón en seis hospitales de Estados Unidos.
Aunque el estudio fue patrocinado por la Fundación John Templeton (que premia sistemáticamente a aquellos científicos que dejan abierta la puerta a la vía de Dios), observaba estrictamente el criterio de doble-ciego por el que ni investigadores ni pacientes conocían qué papel jugaban en el experimento.
Para llevarlo a cabo, el doctor Benson dividió a los pacientes en tres grupos:
1. El grupo de los que recibían oraciones y no lo sabían
2. El de aquellos que no recibían oraciones y no lo sabían
3. Un grupo de pacientes que recibían oraciones y además lo sabían
Tal y como explica Richard Dawkins en El Espejismo de Dios, los resultados fueron inequívocos: no había ninguna diferencia entre aquellos pacientes por los que se había rezado y aquellos otros por los que no. Sin embargo, y como una ironía del destino, sólo habían empeorado los miembros del grupo que sabían que en algún lugar del mundo había alguien rezando por su salud.
En concreto, un 59 por ciento de aquellos pacientes había sufrido complicaciones tras la operación, frente al 51% de los otros dos grupos. Probablemente, el hecho de conocer que alguien andaba rezando por ellos les provocó un estrés adicional que terminó haciéndoles empeorar.
Referencias: Statistical Inquiries Into The Efficacy Of Prayer (Francis Galton), Rezar no sirve para eso (Por la boca muere el pez)
]]>Durante los períodos más creativos, el señor Lau llegó a escribir hasta 400 mensajes al mes, escondidos en los millones de galletitas que la empresa distribuye cada día por Estados Unidos. Pero en 1995 la inspiración se fue por donde había venido:
“¿Han oído hablar del bloqueo del escritor?” – explicó Lau a la revista The New Yorker – “Eso es lo que a mí me ha ocurrido”.
Lau llegó a la compañía Wonton Food a mediados de los años 80, cuando los mensajes de las galletitas de la suerte empezaban a entrar en decadencia. “Me hicieron el encargo”, explica, “porque era el único que hablaba inglés correctamente, no porque fuera un poeta”.
Al principio, hizo como todos y tomó algunos versos prestados del I Ching, o de Lao Tsé, pero después se lo fue tomando más en serio. Al final, se trasladaba de un lugar a otro provisto de un cuaderno, donde apuntaba todas las ideas que le iban surgiendo sobre la marcha.
“Para escribir los mensajes de la suerte”, explica, “hay que tener una mente poco complicada y pensar en frases de diez palabras”. “Uno no puede sentarse delante del ordenador y decirse ‘muy bien, voy a escribir diez mensajes de la fortuna de una tacada’. Es algo que tiene que fluir de manera natural”.
El 30 de marzo de 2005, las autoridades federales abrieron una investigación por un posible caso de fraude en la lotería nacional de Estados Unidos (Powerball). A lo largo y ancho del país habían aparecido 110 acertantes de la combinación ganadora del segundo premio, cuando lo habitual es que aparezcan un máximo de cuatro o cinco.
Uno tras otro, los ganadores de aquellos 19 millones de dólares fueron declarando ante la policía y todos daban la misma respuesta. Después de algunas pesquisas, la investigación concluyó que los acertantes habían jugado aquella combinación porque la habían leído en el interior de una de las galletitas de la fortuna que Wonton Food fabrica en Long Island: 22 – 28 – 32 – 33 – 39 – 40.
Junto a los números ganadores, figuraba un mensaje escrito por Donald Lau algunos años antes: “*Todo el trabajo que has hecho, al final merecerá la pena*.”
Referencias: 1, 2, 3, 4
El cansancio hace que los hombres prefieran dormir durante los bombardeos antes que en el aterrador silencio de la noche. “He visto un artillero dormido a dos pasos de un cañón disparando”, asegura. “Pisé a un soldado dormido y no se despertó”.
Científicos de la Universidad de Pensilvania acaban de comprobar lo que muchos ya sospechábamos, que el cerebro se enciende y se apaga como un árbol de navidad cuando hay falta de sueño. Al cabo de 24 horas sin descansar, un hombre es capaz de dormir en el mismísimo infierno.
Atrapados entre los escombros de un terremoto, o flotando a la deriva sobre una balsa de náufrago, el cerebro de los hombres encuentra siempre un instante para desconectar y trasladarse a un lugar lejano, donde se encuentra a salvo.
”Cuanto más horribles eran las condiciones en que dormíamos”, escribe Apsley Cherry-Garrard en “El peor viaje del mundo”, “más tranquilizadores y maravillosos eran los sueños que nos visitaban”. “Algunos dormimos en medio de un infierno de oscuridad, sin la menor posibilidad de volver a ver a nuestros amigos y sin comida que llevarnos a la boca”. Sin embargo, asegura, “no sólo dormimos profundamente la mayor parte de aquellos días y noches, sino que lo hicimos con una especie de placentera insensibilidad”.
En medio del horror antártico, con temperaturas inferiores a los -30º C, los hombres de Scott se refugiaban en sus sacos calados por la nieve y veían en el sueño una especie de salvación momentánea. “Queríamos algo dulce para comer”, asegura, “preferiblemente melocotón en almíbar. Pues bien, ésa es la clase de sueño que la Antártida le ofrece a uno en el peor de los casos”.
“Si realmente ocurre lo peor”, concluía, “y la Muerte se le aparece a uno en la nieve, vendrá disfrazada de Sueño, y uno la recibirá como a un buen amigo más que como a un terrible enemigo”.
]]>Atentado tras atentado, los voluntarios de esta organización llamada ZAKA se encuentran con las escenas más dantescas que pueda presenciar un ser humano: piernas, brazos y pedazos de carne que apenas pueden identificar. “Después de un atentado suicida, —explica uno de los voluntarios— los restos humanos se esparcen por las ramas de los árboles, los tejados y los balcones. Nosotros buscamos los pedazos y los reconstruimos como un puzzle”.
La organización ZAKA, compuesta en su mayoría por judíos ultraortodoxos, nació a mediados de los 90, en la época más dura de atentados suicidas contra la población israelí. Por entonces, los atentados eran casi diarios y el caos organizativo se apoderaba incluso de las fuerzas de seguridad.
“En 1995” —explica Yehuda Meshi Zahav, fundador de la organización— “ocurrió un atentado en el barrio de Ramat Eshkol en Jerusalén, la línea 26… Lo que sucedió es que habíamos visto una pierna que voló de un cuerpo muerto. La pierna desapareció como por arte de magia. A las pocas horas apareció un hombre en la estación de policía y trajo la pierna. El policía conmocionado le preguntó dónde se había metido y el hombre le respondió que había ido a hacer unos recados. Esto fue la gota que colmó el vaso. Todos llegamos a la conclusión de que era necesario poner orden”.
El nombre ZAKA es la abreviatura en hebreo de Zihuy Korbanot Ason, que significa literalmente “Identificación de Víctimas de Desastres”. Hoy en día cuenta con más de 600 voluntarios que acompañan a las ambulancias y han ampliado sus labores a otro tipo de emergencias. Equipos de ZAKA han ayudado en la identificación de las víctimas del Tsunami de 2004 o en la búsqueda de los restos de los astronautas de la nave Columbia, y han obtenido amplio reconocimiento internacional.
Durante las labores de identificación, la única idea que les guía es la de “honrar al muerto”. En su opinión, todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios y merecen un final digno, incluido el terrorista suicida. De hecho, recogen los restos de los terroristas exactamente igual que los de los demás, y los recopilan en bolsas que después entregan al Ejército.
Aunque no se trata de especialistas, ni cuentan con los sofisticados equipos de los CSI, los miembros de ZAKA trabajan conjuntamente con la policía y su labor es apreciada por las fuerzas de seguridad. “Podemos decir que se trata de una especie de rompecabezas” – asegura Meshi Zahav – “Identificamos primero el tronco central del cuerpo, después la parte de las extremidades, piernas, manos y dedos. Tratamos en la medida de lo posible de recuperar su integridad”.
Después de un atentado, los miembros de ZAKA rastrearán cada rincón del escenario en busca del resto humano más diminuto y serán los últimos en marcharse. Saben que los restos que no consigan identificar ni reunir con su dueño terminarán en una fosa común, enterrados para siempre en el olvido. Y ésa es una sensación que este pueblo ya ha tenido ocasión de interiorizar.
Foto: Diario Haaretz
Los suicidas sienten predilección por los puentes. El Golden Gate, con 1.500 muertos, el viaducto del Príncipe Eduardo de Toronto, con 400, y el Aurora Bridge de Seattle, con 300, encabezan todos los récords en esta materia.
A lo largo y ancho del mundo, no hay ciudad sin su puente para suicidas ni su larga cifra de muertos. Los habitantes de la vieja Estambul, por ejemplo, eligen el Puente del Sultan Mehmet para arrojarse sobre el Bósforo. En Londres, la mayoría escoge el Hornsey Lane para quitarse la vida, mientras que los vecinos de Praga optan por el viaducto de Nusle, donde han muerto más de 300 personas desde 1973.
Alarmadas por las cifras, las autoridades se esfuerzan por colocar carteles, barreras físicas y hasta cabinas de teléfono contra los suicidios, pero nada impide que la gente se siga arrojando al vacío. Las consecuencias de saltar de este puente son fatales y trágicas —dice uno de los carteles sobre el Golden Gate. Como si el suicida no lo hubiese tenido en cuenta.
Desde el Puente de Nankín, en el río Yangtsé, han saltado más de dos mil chinos en los últimos cuarenta años. Aquí, el sistema para impedir los suicidios es algo más primitivo pero sin duda más humano. Un humilde tendero llamado Chen Si se hizo famoso en 2004 por patrullar el puente de arriba abajo para convencer a los posibles suicidas de que no merecía la pena tirarse.
“Los suicidas son fáciles de reconocer,” —aseguraba Chen— “caminan como si no tuvieran alma”.
Pero los puentes no son el único lugar con magnetismo. Se calcula que más de 600 suicidas saltaron sobre la lava del monte Mihara, en Japón, hasta que las autoridades decidieron colocar una red de seguridad sobre el cono volcánico. No muy lejos de allí, en el bosque de Aokigahara, bajo el monte Fuji, aparecen cada año los cuerpos de decenas de suicidas. Solo en 2002 se recogieron 78 cadáveres, cinco más que en 1998, cuando se habían batido todos los récords.
En los acantilados de Moher, en Irlanda, los muertos se cuentan cada año por decenas. En Sydney, un acantilado de singular belleza conocido como The Gap cuesta la vida anualmente a unas 30 personas y por las rocas el Beachy Head, en las costas inglesas, se han precipitado más de 500 personas en los últimos años.
En algunos lugares, como Tokio, los suicidas han optado por la opción cómoda del metro, hasta el punto de que las líneas quedan cortadas entre dos y tres veces al día como consecuencia de estos incidentes. El metro de Montreal, en Canadá, tiene el récord de 129 suicidios, seguido de cerca por el U-Bahn de Viena y el metro de Ciudad de México.
Hace tres años alguien diseñó un mapa con los lugares más adecuados para suicidarse en la ciudad de Shangai, acompañados de simpáticos dibujos explicativos. Arrojarse a la jaula de los leones, colgarse de un árbol en un céntrico parque o cruzar andando la autopista, eran algunas de las variopintas propuestas que ofrecía la ciudad a los suicidas.
En la realidad, el suicidio también tiene algo de actividad turística. Lugares emblemáticos como la Torre Eiffel (350 suicidios) o el Empire State (32 muertos) tienen cada año un fluido tránsito de suicidas. Un estudio reciente, realizado en Nueva York, demostraba que una buena parte de los suicidas de Manhattan acudían expresamente a la isla a tirarse de sus rascacielos favoritos.
Sobre Chen Si, el centinela del Puente de Nankín, no se ha vuelto a saber nada. Hasta el momento en que los medios occidentales se fijaron en él, había salvado más de 40 vidas. Bajo una de las pancartas disuasorias colocadas por las autoridades chinas, alguien le preguntó a Chen cuándo pensaba dejar aquella vida: – Supongo que cuando ya no lo soporte más —respondió entonces. Y quién sabe si por su mente no se cruzó la idea de arrojarse él también sobre el Yangtsé, y terminar de una vez con aquella rutina.
Ver: Lista de lugares por número de suicidios
Imagen: Asia blog
Hace unos meses, en el Toronto Western Hospital, en Canadá, el paciente comenzó a hablar durante la operación de los recuerdos que venían de pronto a su cabeza. A medida que el cirujano estimulaba una zona cercana al hipotálamo, el hombre recordaba con más nitidez a sus amigos de cuando tenía 20 años y determinados detalles del pasado. La estimulación llegó hasta tal punto que, durante varios minutos, les habló de un parque en el que solían reunirse y hasta les describió la ropa que llevaban.
Sin pretenderlo, el cirujano había activado la memoria del paciente de tal forma que, después de tres semanas de estimulación con electrodos, su capacidad de aprendizaje había aumentado notablemente.
La señora O’C, uno de los casos que describe Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, acude a la consulta porque ha empezado a escuchar la radio dentro de su cabeza. Por algún motivo misterioso, su cerebro ha activado una especie de sintonía del pasado y repite una y otra vez las canciones irlandesas que escuchaba cuando era niña.
Después de varias exploraciones, el doctor descubre la causa: la señora O’C ha sufrido una trombosis en el lóbulo temporal derecho que ha estimulado una zona del córtex donde residían sus recuerdos musicales.
Nadie sabe con exactitud cómo es el proceso de almacenamiento de los recuerdos. Los científicos se dividen entre quienes piensan que se borran o sufren interferencias y quienes creen que pasan a un segundo plano dentro de la inmensa red de sinapsis que compone nuestra mente. Descubrimientos como el de los doctores canadienses ponen de manifiesto la posibilidad de que exista un lugar en la memoria profunda donde nuestros amigos del pasado, sus chistes y la música que nos gustaba escuchar, permanecen intactos hasta el final de nuestras vidas.
]]>Separados por tan enorme distancia, Lem elogiaba los “mundos paralelos” descritos por Dick sin saber que había pasado a formar parte de una de sus ficciones. Pocos días antes de uno de aquellos intercambios epistolares, Dick había dirigido una carta al FBI en la que denunciaba que Stanislaw Lem era un agente del KGB y que se encontraba al frente de una conspiración internacional que trataba de sumarle a él y a otros a su siniestra causa.
“Todos ellos sin excepción responden a una cadena de mando liderada por Stanislaw Lem desde Polonia… —decía en la misiva— El propio Lem tiene visos de ser un comité formado por varias personas más que un solo individuo, dada su capacidad para escribir en todo tipo de estilos”.
En el artículo Philip K Dick, un visionario entre charlatanes Lem había calificado la obra del norteamericano como la única salvable en la literatura de EEUU. “En sus historias —escribía— ocurren catástrofes espantosas, pero, mientras otros escritores de ciencia ficción señalan y delimitan sin lugar a dudas la fuente del desastre… el mundo reflejado en las historias de Dick sufre cambios horrendos por motivos que, incluso al final, quedan sin descubrir”.
Como si una de sus novelas se tratara, la terrible catástrofe tantas veces descrita por Dick se estaba fraguando esta vez en su propio cerebro. Después de 30 años jugando con la realidad y atiborrándose de anfetaminas, PKD empezó a ser visitado a diario por entidades extraterrestres envueltas en rayos láser y una curiosa divinidad llamada VALIS (Vast Active Living Intelligence System) capaz de controlar a los humanos mediante sofisticados satélites.
“Tenemos un montón de goteras en nuestra realidad” —había escrito él mismo unos años antes en “Tiempo desarticulado”— “Una gota aquí, un par de gotas en ese rincón. Una mancha de humedad que va formándose en el cielo raso”.
A medida que sus extrañas visiones crecían, la gotera de Dick fue alcanzando una dimensión incontrolable. Pronto llegó al convencimiento de que estaba viviendo una doble vida y que él era en realidad un cristiano llamado Tomás perseguido por los romanos en el siglo I d.C. Asimismo, las cartas de Dick al FBI se multiplicaron, con mensajes en los que alertaba sobre un supuesto complot internacional contra los intereses de EEUU.
“La razón por la que me pongo en contacto con ustedes —decía en una de las cartas— es que me parece que otros escritores de ciencia ficción fueron contactados por miembros de esta organización, obviamente antinorteamericana, y puede que hayan cedido ante las amenazas y declaraciones engañosas que usaron conmigo”.
“La información codificada que Kinchen quería que yo pusiera en mis novelas —decía en otra— tenía que ver con una supuesta nueva cepa de sífilis que se extiende por los Estados Unidos, y que se ha mantenido en secreto por las autoridades; no se puede curar, destruye el cerebro, y sus efectos son lentos”.
A pesar de su insistencia, el FBI no hizo caso a las cartas de Dick y se limitó a responderle con notas de agradecimiento. Afortunadamente, nunca descubrieron que LEM era en realidad varias personas.
Referencias: El lamento de Portnoy / Rodrigo Fresán: El hombre que sabía demasiado
Imagen: The Religious Experience of Philip K. Dick
La naturaleza de esta actividad cerebral espontánea es tan misteriosa que hasta ahora nadie se ha atrevido a explicar por qué tiene lugar ni cuál es su función exacta. Los impulsos, que se producen durante los momentos de reposo, se manifiestan en forma de ondas en continuo movimiento que recorren el tejido neuronal y activan y desactivan diferentes regiones cerebrales.
Durante los últimos noventa años, los científicos han ignorado esta actividad por considerarla un mero “ruido de fondo”. En su opinión, se trataba de un simple mecanismo de compensación del cerebro, sin mayor trascendencia. Sin embargo, investigaciones recientes demuestran que estas variaciones podrían no ser tan aleatorias como se creía hasta ahora, sino responder a algún patrón predeterminado que daría algunas claves del funcionamiento de nuestra mente.
Pero la investigación más interesante la han desarrollado Olaf Sporns y Christopher Money, neurocientíficos de la Universidad de Indiana, quienes han estudiado en profundidad el comportamiento de estas ondas en el cerebro de los macacos y están en condiciones de afirmar que las fluctuaciones están determinadas por el “diagrama de cableado del cerebro”, es decir, por su propia anatomía.
Esto significaría que la anatomía de cada individuo contendría parámetros prediseñados que influirían en su forma de pensar o de procesar la información.
Ahora, mediante el desarrollo de un programa informático que simule el funcionamiento de ese sistema de impulsos aleatorios, Sporns y Money se proponen dibujar un mapa de las conexiones neuronales y su misterioso comportamiento espontáneo. Un experimento que podría darnos la llave del proceso por el cuál se desarrolla nuestro pensamiento.
Referencias:
]]>Durante varias semanas, el doctor Owen inspeccionó minuciosamente la mente de Bainbridge a través de resonancias magnéticas hasta descubrir que algunas de sus respuestas eran exactamente iguales a las de cualquier persona sana. Si le ponían delante la foto de un familiar, por ejemplo, las regiones cerebrales de la chica se activaban de la misma forma que en cualquier otro individuo sin anomalías. Y gracias a este descubrimiento, los médicos insistieron en el tratamiento que terminó por sacarla de su estado.
Unos años después, el caso de Kate se hizo relativamente conocido al convertirse en una de las pocas personas que había regresado del estado vegetativo para contarlo. Provista de un teclado que le permitía comunicarse, Kate explicó que no recordaba absolutamente nada de los escáneres, pero sí el terror que experimentó durante aquellos meses.
“La imposibilidad de comunicarse era realmente terrible —aseguró— Me sentía atrapada en mi propio cuerpo”.
Según relató después, tenía montones de preguntas como “¿dónde estoy?”, “qué ha pasado?” o “¿por qué estoy aquí?”, pero no podía realizarlas y, por supuesto, nadie podía responderlas. “Lo peor —recordó— es que no podía mover mi cara y mostrarle a la gente lo asustada que estaba”.
Durante los siguientes años, el neurólogo Adrian Owen siguió utilizando la resonancia con pacientes vegetativos. En algunos de sus experimentos, el doctor descubrió que los sujetos estudiados no solo eran capaces de percibir estímulos concretos sino que podían imaginarse en determinadas situaciones, como jugando al tenis o corriendo por un campo de fútbol.
A pesar de todo, algunos expertos consideraron que la experiencia de Owen no era determinante y no demostraba la existencia de ningún grado de consciencia. Según explicaron, la reacción podría ser fruto de un acto reflejo del cerebro, que al escuchar la palabra ‘tenis’ activara determinadas regiones cerebrales.
Hoy día, Owen sigue experimentando con su máquina de resonancias magnéticas con la misma tenacidad con que los astrónomos buscan señales al otro lado del universo. Como si de un potente telescopio se tratara, el profesor enfoca su escáner a las regiones más oscuras de la mente en busca de un estímulo, una luz o una señal de consciencia. Aún debe llegar el día en que sepamos distinguir una sacudida espasmódica de los recuerdos de un hombre que una vez jugaba al tenis.
Referencias: The New Yorker, Silent Minds
]]>Una vez delante de los manuscritos, Baricco abrió cuidadosamente las páginas del breve relato titulado “Todavía una cosa” y quedó petrificado ante su descubrimiento. En el cuento publicado en las librerías, la escena de la discusión de pareja terminaba con uno de esos famosos momentos de contención carveriana: el marido cogía la maleta, regresaba por un instante a la habitación y le decía a la mujer: “Sólo quiero decir una cosa”. Pero antes de marcharse no lograba recordar de qué se trataba.
Sin embargo, en el original escrito por Carver, el que ahora tenía Baricco entre las manos, el personaje seguía hablando hasta destruir por completo la magia de la escena: “Escucha, Maxine —decía— Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Os amo a las dos”.
Asombrado por el nuevo Carver que tenía ante los ojos, Baricco siguió repasando otros cuentos y llegó a conclusiones parecidas. En “Diles a las mujeres que salimos”, tal vez el cuento más conocido del escritor americano, el final fulminante (“todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Hill”) resultaba ser fruto de la tijera maestra de Gordon Lish. El relato original que Baricco ojeaba ahora continuaba durante seis folios más en los que Carver narraba con todo detalle la violación y asesinato de las víctimas.
¿Era Raymond Carver una ficción literaria hábilmente manipulada por las tijeras de su editor? Aquella prueba de fuego llevó a Alessandro Baricco a la conclusión de que Carver era “un modelo artificial” y de que el escritor “no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan”.
Una de sus ex mujeres, Tess Gallagher, se halla inmersa ahora en una batalla legal para que los cuentos de Carver se publiquen tal y como él los escribió. Sin embargo, la editorial Knopf, que posee los derechos del este libro de Carver y para la que trabajaba Gordon Lish, ya ha anunciado que hará todo lo posible por evitarlo. No conviene que los lectores sepan lo que sucede entre bambalinas.
]]>En la imagen, un oficial de las SS toma el sol junto a sus ayudantes. En sus rostros hay una expresión de felicidad, parecen aprovechar el sol para charlar de sus cosas. Ellas se han echado una mantita sobre las piernas, tal vez para protegerse del frío de la tarde. Unos metros más allá, las cámaras de gas trabajan a pleno rendimiento.
Soldados que entonan alegres canciones o ríen junto a las enfermeras, despreocupados muchachos que pasan una tarde en el campo y se divierten junto a sus compañeros. Las imágenes fueron tomadas entre mayo de 1944 y enero de 1945 y pertenecen a un álbum particular recibido por el Museo del Holocausto de forma anónima.
En la época en que están tomadas las instantáneas, el campo de concentración de Auschwitz trabajaba a un ritmo de aniquilamiento de unas 10.000 personas diarias y funcionaba como una cadena de montaje. Los sonrientes muchachos retratados en el álbum organizaban los pelotones de prisioneros judíos y les obligaban a desnudarse. Un grupo de ellos cortaba el pelo de las mujeres que después se aprovechaba para fabricar almohadones.
Seguidamente, los soldados conducían a sus víctimas a toda prisa hacia las cámaras de gas y escuchaban sus espantosos gritos antes de morir. Muchos se divertían con el espectáculo y hacían las más variadas bromas. Después, inspeccionaban los cadáveres y sacaban el oro de los dientes y los anillos de los dedos.
Cerca de un total de 1.000 hombres y 200 mujeres de las SS sirvieron como supervisores de vigilancia en el complejo de Auschwitz. Junto a los barracones de sus víctimas, sus instalaciones disponían de una panadería, una barbería, garaje, gasolinera, almacenes, y pequeños jardines con fuentes y hermosas flores.
En su descripción de los horrores del campo de Treblinka, Vasili Grossman asegura que aquellos alemanes se aplicaban a la tarea de exterminar gente “como si se tratara de cultivar coliflores o patatas”. “Hacían gimnasia; cuidaban apasionadamente su salud y comodidad de su vida cotidiana” – explica. “Cultivaban jardines y lechos de flores junto a sus barracones. Iban de vacaciones a Alemania varias veces al año, porque sus jefes pensaban que su trabajo era demasiado perjudicial para su salud y querían protegerlos”.
“A veces los hombres de las SS organizaban una especie de picnic junto a los hornos —prosigue Grossman— Se sentaban allí, a barlovento, bebían vino, comían y miraban las llamas…” “Organizaban partidos de fútbol, un coro y bailes para los condenados… Una de las principales diversiones eran las violaciones nocturnas y la tortura de las jóvenes más hermosas, seleccionadas de cada transporte de prisioneros. Por la mañana los propios violadores las llevaban a la cámara de gas”.
El comandante al mando de Auschwitz, Rudolf Höss, vivía a escasos metros de los crematorios, junto a su mujer y sus cinco hijos. Los testimonios de quienes le conocieron aseguran que Höss era un padre y marido ejemplar, un hombre tranquilo y de apariencia bonachona. Según Abram L. Sachar, “estaba orgulloso de su ejemplar vida familiar y de la dedicación a sus hijos y sus mascotas. Recordaba con nostalgia cómo se había visto obligado a irse de una celebración navideña para atender tareas en las cámaras de gas”.
“Cuando su canario murió, —explica Sachar— colocó con ternura su cuerpo en una pequeña caja, puso encima una rosa y lo enterró bajo un rosal del jardín”.
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Vea el álbum de Auschwitz aquí.
El científico colombiano, uno de las voces más prestigiosas en el campo de la neurociencia, ha llegado a la conclusión de que el cerebro es un sistema cerrado y autónomo, capaz de trabajar al margen de los cinco sentidos. «Lo que hay afuera no es necesaria y únicamente lo que los seres humanos vemos» —explica. «En realidad, afuera hay todo un caos lleno de cosas que nuestro cerebro no percibe porque no tiene necesidad de hacerlo para sobrevivir: ondas sonoras, electromagnéticas, átomos, partículas de aire, etc.»
De esta forma, en palabras del científico, la realidad externa no sería siquiera remotamente parecida a la percibida por otros seres vivos, como un perro o una mosca, y aquello que nosotros definimos como “real” no sería más que una especie de “alucinación colectiva estándar” en la que los humanos nos hemos puesto de acuerdo tras miles de años de evolución.
Fallos en Matrix
El “argumento de la simulación” ha vuelto recientemente a la actualidad a raíz de las declaraciones del filósofo de la Universidad de Oxford, Nick Bostrom, quien sostiene la existencia de una probabilidad significativa de que estemos viviendo en una realidad virtual simulada por un supercomputador. Lejos de la especulación pseudocientífica, las reflexiones de Bostrom están firmemente respaldadas por el trabajo de científicos como el astrofísico Martin Rees o el matemático John Barrow, quienes propusieron por primer vez la teoría de que formamos parte de un universo virtual construido por una civilización avanzada.
Por increíble que parezca, otros hallazgos científicos ponen sobre el tapete la inquietante posibilidad de que esa máquina, a la que podríamos denominar “Matrix”, presente fallos a medida que nos alejamos de nuestro planeta. En el año 1988, el astrónomo John Webb estudiaba quasares ubicados a 6 mil millones luz de distancia cuando descubrió que la velocidad de los espectros de la luz era ligeramente menor a lo esperado siguiendo las leyes de la relatividad de Einstein. Este hecho ha sido interpretado por algunos físicos como un resquicio que delataría el juego de simulación: a determinadas distancias, la realidad virtual simulada de nuestro universo dejaría de ser perfecta y se manifestaría por una variación de las constantes físicas.
Siguiendo esta hipótesis, de la misma forma que nosotros hemos sido capaces de recrear universos simulados a nivel computacional, una civilización tecnológicamente más madura que la nuestra podría ser capaz de construir computadoras lo suficientemente poderosas para ejecutar un número astronómico de mentes similares a las humanas.
Dicho extremo —como exponía brillantemente The New York Times— pondría fin a una cuestión teológica largamente debatida: ¿Por qué permite Dios la existencia de tanto “mal” en el mundo? Por la misma razón por la que existe la posibilidad de incluir variables como plagas o terremotos en los juegos de simulación como el World of Warcraft. La paz es demasiado aburrida para un supuesto “jugador”.
Hipótesis o realidad, lo cierto es que la multinacional Sony tiene registrada una patente para recrear mundos virtuales dentro del cerebro. La técnica, aún no desarrollada, se basaría en la estimulación de las neuronas asociadas a la percepción mediante pulsos de ultrasonido, de manera que la persona sería capaz de percibir como real algo que sólo estaría proyectado en su cerebro.
Y es ahí donde radica la inquietante conclusión expuesta al principio de este artículo por boca del profesor Llinás: estimuladas de la manera adecuada, nuestras neuronas no tendrían ninguna capacidad para distinguir entre una realidad hábilmente simulada y un universo real.
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