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Porque me quité del vicio por Elia Martínez-Rodarte

Vicio es todo en exceso y desmesura hasta que lo abandonamos por un nuevo vicio, o nos convertimos en coleccionistas de ellos. Nunca es tarde para desechar uno y encontrar otro nuevo. De los vicios y pasiones que exponen nuestra humanidad hablaremos aquí, en este espacio comandado por Elia Martínez-Rodarte, mexicana, viciosa y escritora, autora de ivaginaria, el día 6 de cada mes.

El incendio

El Carajo, nuestro lavacoches de la cuadra, me echó una mirada de animal cautivo: sin emoción ni esperanza. A mitad de la calle, rascándose los huevos como siempre, me indicó con la mirada lo que acababa de acontecer. Miró hacia el balcón de mi casa y una de las ventanas parecía abierta. Apresuré el paso hacia mi puerta, abrí con celeridad, como si esperara que al entrar ya estuviera la tragedia en pleno: un ladrón, o personas armadas, o un loco asesino…Puras pachequeces de paranoica. Al llegar al pasillo encontré un rastro de pequeños trozos de chamuscado: pedazos de tela, de plástico, periódicos y junto a la llave del agua, el bote de la basura que teníamos en la recámara.

Subí rápido las escaleras y encontré más cosas quemadas en el camino: un trozo de mi traje de baño negro, una pequeña frazada, una chaqueta: no estaban completamente quemadas, pero ya estaban inservibles. Sin querer ver qué encontraría en el segundo piso, bajé de nuevo las escaleras rumbo a la cocina por una bolsa de plástico: ese instante de evasión me prepararía para lo peor.

Pobre Rodrigo, se le quemó algo antes de irse al trabajo, pero claro, dejó su mugrero, toda esa mierda tirada, arregló la quemazón pero dejó los rastros…

Corrí escaleras arriba y uno de los clósets de la recámara estaba abierto y con la luz del interior apagada. Lo que había sucedido es que la luz interior de un clóset quemó ropa cercana y Rodrigo tomó un bote de basura en vez de una tina, para cargar agua de la llave de abajo, en vez de usar la de la regadera…Demasiadas complicaciones.

Le llamé a Rodrigo y le hice preguntas sobre el incineratorium. No sabía de qué le estaba hablando. El se fue y dejó todo bien. Treinta minutos estaba Rodrigo en casa, preocupado.
¿Cómo se metieron a apagar el incendio?

Por la puerta de arriba que estaba abierta, el Carajo me hizo ojitos, bueno un ojito, pobre tuerto. Volteó hacia el balcón cuando iba llegando…

Si entraron, ¿por qué no se llevaron nada de valor?, ¿qué ganaban con entrar y apagarlo, por qué no mejor llamarle a los bomberos?, y si se metieron, ¿quién fue? No creo que los lavacoches, porque tú siempre te portas bien mamona con ellos…

Qué me importan esos pendejos, no fueron ellos, quizás fue una de las vecinas, cualquiera de las gordas, bueno la menos gorda para que pudiese subir por el poste junto al balcón…

Las Tocinosky, eres cruel mujer…

Lo sé, es el mejor apodo que le he puesto a un vecino desde que bauticé a Don Boshito, el dueño del restaurante yucateco…

A ver Silvia, vuelve a la tierra: quién pudo haberse metido a la casa a apagar un incendio, dejando poco desmadre, porque dentro de todo este caos, se ve que se tomó su tiempo para apagar las llamas, dejar los objetos semiquemados a la mano…No tiró cosas indiscriminadamente. ¿No se te hace raro?…

Me da miedo. Si alguien se metió a nuestra casa y salió sin problemas, me suena a alguna de tus ex…

O uno de los tuyos, acuérdate de aquel que nos robó una toalla de la ventana del palomar…

Voy a interrogar al Carajo, dije pensando en todos mis amigos que alguna vez habían sido asaltados. Esa indefensión que narraban. Adriana Díaz Enciso una vez me contó que cuando asaltaron su apartamento en Londres tuvo una reacción surrealista: encendió la luz al entrar y al ver vaciado su piso, volvió a apagar el interruptor. Es esa extraña cancelación del momento porque no deseamos borrar de la mente las cosas idas, que no sabemos a ciencia cierta cuáles son.

Pero pasando la indefensión me puse como loca. Rodrigo encendió un cigarro y se metió al baño, que estaba intacto. Salí a la calle en busca del Carajo, parloteando como una planta carnívora mientras me acercaba. Él se aproximó hacia mí mesándose los huevos, como siempre, viejo atascado de mierda. Estaba tan pacheco que su ojo bueno parecía una albóndiga de tanta sangre presa, síntoma inocultable de que andaba en la pendeja. Le pregunté que si había visto lo que había pasado en mi casa, pero sólo balbuceaba la palabra “humo” “humo” y yo: si señor, pero concéntrese, ¿qué vio?, ¿quién lo apagó?, y el seguía de baboso: “humo” “humo”…

No lo abofetee sólo porque hubiese tenido que tocarlo…

Volví a la casa y tuve con Rodrigo una de esas conversaciones importantes: él sentado en la taza del baño y yo en la puerta hablando de nuestro amor.

La forma en cómo cada uno había asimilado el incendio y la aparición del bombero misterioso fueron temas que debatimos sólo en esa ocasión. Hablamos mucho sobre la suerte que habíamos tenido al encontrarnos el uno al otro. Que siempre habíamos sido afortunados. Que nuestra relación era un producto bueno de las conjunciones de estrellas. Realmente estábamos creyendo toda esa burocracia romántica, quizás para evadirnos del elefante blanco en medio de la habitación: alguien había estado dentro de nuestra casa, aun así la haya salvado de una quemazón.

Rodrigo y yo deshicimos ésa y otras historias hace muchos años, y quizás si lea ésta, no sabrá de qué estoy hablando o si fue algo que soñó. La casa del incendio sigue aún sin habitarse tras largos años, después de que la dejamos. Debe seguir intacta la mancha en el clóset.

Elia Martínez-Rodarte | 06 de diciembre de 2012

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