A veces nos ponemos muy tontorrones con aquello de que el amor se inventó en el siglo XII (bueno, a fuer de ser preciso, probablemente en la segunda mitad del XI), y lo utilizamos como un arma arrojadiza contra la ñoñería pseudovitalista que recorre nuestras redes sociales en forma de citas y memes que nos hablen del amor constante más allá de la muerte, que nos proporcionen el consuelo que nos es debido por una cultura que amaga y no da, que crea el deseo (que en muchos casos es un deseo bastardo de seguridad y esperanza que nos aísle del afuera) pero se ocupa incesantemente en satisfacerlo mediante placebos que generen, como efecto secundario, una vuelta a la casilla de salida: un nuevo deseo, que no es sino el mismo, de posesión y seguridad. Otras, como justificación de nuestra apuesta por las formas más sensoriales del placer: por el tacto, por el oído, por la vista, como si los sentidos estuviesen exentos de procesamiento cerebral. Aún una tercera, como justificación de nuestra apuesta anti-patriarcal en que el “amor romántico” es juzgado y condenado por su labor como vigilante del campo concentracionario en que viven, aún, sí, aún, muchas de nuestras mujeres.
Ninguno de estos usos debería cursar sin una explicación, necesaria para no convertirnos también en suministradores de placebos para autosuficientes o para ególatras, la otra cara de la moneda de la necesidad de consuelo de nuestra civilización occidental. Tampoco sin un relato (esto es, sin una investigación desprejuiciada de uno y otro a priori) que colmate las innumerables zonas de sombra que ese mero enunciado inicial deja a su paso. Tan necesario me parece, que estoy dispuesto a estirar de algunas conclusiones muy provisionales a partir de la reseña de un libro que no he leído (¡Horror! ¡Sacrilegio!) pero que caerá a mis ojos en cuanto Amazon haga su trabajo. El libro reseñado es From Shame to Sin: The Christian Transformation of Sexual Morality in Late Antiquity y estudia un proceso capital en la transformación de las actitudes sociales hacia el sexo y el amor: el paso de la concepción del sexo como mecanismo de poder y dominio y como comunión con los dioses, ambos conceptos profundamente sociales para la sociedad griega y romana, a la concepción cristiana de que de nuestros actos, incluidos los sexuales, somos responsables ante el mundo espiritual, no ante el mundo físico (que incluye el social). Si en Roma el sexo puede producir vergüenza, en la sociedad cristiana produce pecado.
Un cambio de tan enorme trascendencia tendemos a interpretarlo a la moderna: “Malditos cristianos y su amor por la metafísica… ¡Emprendamos una nueva romanización!” que, mucho más bastamente, podríamos identificar con el desvergonzado proverbio catalán “folleu, folleu, que el món s’acaba!”. Nuestra actitud desprejuiciada, la omnipresencia de los cuerpos desnudos en nuestra cultura popular, el hecho de que la pornografía suscite, si acaso, más vergüenza social que condena espiritual (individual, al fin y al cabo), nos empujan en ese sentido. Pero ni Roma era el paraíso, ni los cristianos unos aguafiestas: alguna razón debía haber detrás de ese cambio.
El libro de Kyle Harper intenta definir ese horizonte de razones que expliquen el cambio, y, al parecer, lo hace suficientemente bien como para que sus argumentos generen posibles vías de interpretación de la historia del amor en occidente, y de nuestra actual actitud hacia el sexo y sus implicaciones.
Para empezar, el sexo en Roma no es sólo un instrumento de comunión con la divinidad, como lo fuera incluso más explícitamente el vino, regalo de Dionisos. A lo sumo lo era para quienes podían disponer de su cuerpo con libertad, y sabemos que en Roma, como en todo el mundo antiguo, eso era imposible para una capa muy amplia de la población. Nos aturde la prodigalidad de las imágenes eróticas en frescos, mosaicos y lámparas, pero perdemos de vista que, en la mayoría de casos, son más una celebración del poder ejercido sobre los cuerpos que pueden ser disfrutados con impunidad, es decir, las esclavas y los esclavos, que una festiva desvergüenza. En realidad, en Roma había una estricta separación entre los cuerpos que pueden ser disfrutados por casi cualquiera (prostitución femenina y masculina, en su mayoría esclava, y los propios esclavos y esclavas en el ámbito familiar amplio) y aquellos que no pueden ser tocados sin recurrir a elaboradas fórmulas de consentimiento, pues, al fin y al cabo, el control sobre las funciones reproductivas de la mujer en la sociedad patriarcal lo exigen. En este contexto, la reacción cristiana, aunque más diversa de lo que creemos, está más relacionada con el libre albedrío, en la medida en que los cristianos se sienten ajenos a una sociedad que asume la falta de libertad (y de libertad sexual) como un componente fundamental de su mundo, así como la indiferencia hacia la brutalidad, que debe ser aceptada sin más en nombre del destino. La limitación del sexo a sus funciones reproductivas y su ocultación en el ámbito estrictamente personal, así como el desplazamiento del amor a la esfera metafísica ejercerán, a partir de entonces, una doble función, salvífica y represiva, que moldeará el concepto de amor en occidente hasta nuestros días.
Es en este contexto en el que debemos entender aquello que hemos llamado “la invención del amor” en los siglos XI y XII. La aparición del amor cortés supone básicamente una inversión de los roles sociales de hombres y mujeres, en que los hombres “fingen” ser dominados como vasallos, y ellas son tratadas como supuestamente dominantes (en occitano antiguo se las llamaba “midons”, literalmente “mi señor”, no “mi señora”). La misma fórmula de Harper para la sociedad romana, puede ser aplicada al código cortés: la necesidad de delimitar, por un lado, el libre acceso de los poderosos al cuerpo siervo, y por otro, la elaboración de complejas fórmulas de acceso al cuerpo que no puede ser tocado: el de las damas. Recuérdese que, si bien la dama a quien cantan los trovadores es una mujer de carne y hueso, y no la idealización femenina que posteriormente será frecuente en el cristianizado “amor romántico”, y que por definición el amor cortés es un amor adúltero, su esencia no es ésa, sino el hecho de que la dama, al final del juego cortés, permanece inalcanzable para su amante. La pervivencia de actitudes sexuales “romanas” durante la edad media, y la necesidad de acabar con ellas puede ser ilustrado con el proceso por sodomía que se incoó contra Pons Hug IV d’Empúries, un conde catalán que se comparaba sin rubor con el conde de Barcelona, que fue procesado por sodomía por el ya rey de Aragón, para acabar con su poder y con su condado, que pasaría a manos del rey. De la lectura del proceso se deduce que la actitud del conde hacia el sexo (tanto con hombres como con mujeres) tiene más que ver con el ejercicio del poder, la autoridad que permite, y que casi obliga, a someter al cuerpo siervo, que con una actitud viciosa, o simple y llanamente, con el pecado.
El amor cortés intenta, pues, salvaguardar los cuerpos de las mujeres nobles del libre acceso al cuerpo siervo, que todavía es una constante. Y tanto como en la sociedad romana, el matrimonio puede considerarse desde el punto de vista del patriarcado como una servidumbre del cuerpo femenino, y el amor cortés (adúltero) como resquicio para el ejercicio del libre albedrío femenino. El amor como fuga del sexo, pero también como recordatorio constante de las dificultades de sincronización entre sexo, deseo y poder. En ello andamos todavía.
Nuestra moderna actitud hacia el sexo es, hoy en día, más romana que cristiana, aunque ambas perduran en una compleja mezcolanza. Con todo, alguna luz arrojan sobre nosotros las lamparillas y las pinturas eróticas, que pueden equivaler a nuestro libre acceso a la imagen del sexo y de los cuerpos desnudos en la cultura popular, que naturalmente la pornografía extrema hasta el límite. Una nueva romanización, en cierto modo, que no debe ocultar que ese tipo de profusión icónica en el mundo romano estaba ligada al acceso al cuerpo siervo. No, no pretendo afirmar que pornografía y prostitución, o pornografía y abuso o maltrato van de la mano (aunque en ocasiones sea así). Su omnipresencia en la cultura popular más bien indica que la pornografía es, para nosotros, la vía de escape a la normativización del acceso a los cuerpos: una normativización que los avances en la liberación de la mujer del yugo patriarcal han acentuado. Ahora, afortunadamente, el libre albedrío de las mujeres exige complejas fórmulas de acercamiento y complejos límites que podemos obviar, al menos para una satisfacción inmediata, mediante la pornografía. Y también podemos decir que, para una parte de sus consumidores, las imágenes sexuales, más que expresar el poder de su consumidor, como para los romanos, expresan el deseo de poder masculino sobre el cuerpo femenino que el desmantelamiento de la sociedad patriarcal ha convertido en vergonzoso y pecaminoso: socialmente inaceptable y espiritualmente malo. No pretendo que ésta sea una interpretación única y global del fenómeno de la pornografía moderna, porque no lo es en absoluto: hay mucho más, y no todo necesariamente malo, pero creo que esta interpretación ayuda a entender algunos aspectos del fenómeno.
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