Todo lo que he podido ver de #littlesecretfilm no es sólo una declaración de amor al cine per se, sino que contiene, dentro, interesantes discursos sobre lo que el cine supone para cada uno de sus autores. Esos discursos pueden formar parte de obras más o menos logradas, pero en realidad muestran una necesidad de que un reto como este suponga una seña de identidad, un desafío sobre otros modelos más conservadores.
Muy pocas veces vemos, desde el propio cine, una desmitificación de la cinefilia. De hecho solemos asistir a lo contrario, al codazo al espectador en una búsqueda de complicidad que mucho tiene a veces de ilegítimo pero, sobre todo, que obedece de una comunicación entre un autor y un espectador que comparten el entendimiento de un lenguaje común, cuyo uso acaba por desplazar otras maneras de expresarse y empatizar. Cuando el cine solo habla sobre sí mismo, acaba congratulándose de haberse conocido, y ese hermetismo termina siendo un método perezoso de llamar la atención.
Por las imágenes de Los desórdenes sentimentales desfilan trazos de Manhattan (Woody Allen, 1979), Vivre sa vie (Jean-Luc Godard, 1962) o Irma Vep (Olivier Assayas, 1996). No son solo referencias gratuitas, sino que establece esa identidad reconocible a través de la que juzgar la propia película. Es algo muy habitual en gran parte del cine de autor que tanto se reivindica hoy en día, que tiene que ver con incorporar todo ese discurso de un modo totalmente transparente, de que el contenido sea, en sí mismo, una imagen de lo que se espera que sea la película: en lugar de presentar la película tal y como es, se presente a través de otros, es decir, a través de sus aspiraciones.
La película se circunscribe a ese movimiento del cine español que, desde una tradición más o menos cómoda, reflexiona sobre el medio y sobre la cinefilia aspirando a un estilo basado en la proximidad con el personaje, sin cinismos, en cuanto pone el peso en sus emociones y su intimidad. Esa intimidad se aprecia en secuencias de sexo que se graban con naturalidad y confianza, lejos de esa desnaturalización que huye de la erótica de los sentimientos por el temor a implicarse demasiado.
Así, el motivo detrás de Los desórdenes sentimentales es contraponer las diferencias entre el autor con los pies en la tierra, el autor que busca y extrae de su entorno y encuentra su interés en los pequeños momentos y el soñador empecinado, ocupado en una intelectualización fría y frustrante de lo que debe ser y significar una película aún a costa de todo y de todos. De ahí nace el discurso superficial, la búsqueda de proyectar una imagen como autor, de encajar en ciertos círculos gracias a esa identidad que lleva como máscara. Marcamos una diferencia en quien entiende el cine como oficio, con todo el respeto que ello le merece, y quien lo ama con los defectos y decepciones que lleva consigo, sin valerse del medio para satisfacer una vida, sino usando la vida para alimentar su cine.
Es su principal defecto uno de sus elementos significativos: la improvisación de los actores conlleva una falta de precedentes en los personajes que nos ubique adecuadamente en contexto. Las figuras que atraviesan la pantalla sufren sus penas sin que nosotros hayamos podido hacer un retrato completo. Esa dispersión provoca, también, que los elementos de la película no avancen fuera de cada una de sus escenas, en una progresión adecuada, situando a ciertos personajes al borde de la caricatura para reforzar toda la idea que hay detrás, pero que no fluye como lo haría en un guión más cerrado y estructurado.
En esa contradicción, esa tierra de nadie, es donde parece flotar Los desórdenes sentimentales. Una relación de amor y odio entre lo que se quiere ser y lo que se consigue ser. Y mientras hablamos de low cost o de una desesperada situación en el sector que está pidiendo una reinvención total, la película centra su atención en cuestionar, al margen de etiquetas críticas a veces tan artificiosas, qué cine estaremos dispuestos a aceptar y cuál a perder.
]]>A finales de 1922, Ernst Lubitsch dejó el cine del Viejo Continente para irse a Estados Unidos a jugar con el tren eléctrico más grande del mundo. Su primera película en Hollywood fue Rosita, la cantante callejera (1923), un proyecto concebido como vehículo para la joven estrella Mary Pickford. Pero la actriz no quedó muy complacida con el escaso interés que el cineasta alemán parecía mostrar hacia sus requerimientos durante el rodaje, dejando para la posteridad una afortunada descripción de Lubitsch como «un director de puertas». Muchos años después, Billy Wilder se encargaría de refrendar la sentencia: «Lubitsch era capaz de sugerir más a través de una puerta cerrada que otros directores con la bragueta abierta». Como si quisiera poner en práctica la cara opuesta de esa dualidad, Nuestro porno favorito se centra durante sus 11 minutos (es la pieza más corta de la primera tanda de películas adscritas al manifiesto #littlesecretfilm) a hablar de puertas que se abren y braguetas cerradas por completo.
Nuestro porno favorito es una nueva aportación a la obra caleidoscópica de Los Pioneros del Siglo XXI, la entidad creativa formada por Carlo Padial como director y Carlos de Diego como productor, dúo responsable de algunas de las piezas más valiosas del boom de humor audiovisual low-cost español propiciado por la emergencia de YouTube y la democratización de los canales enunciativos. Las formas narrativas atribuidas tradicionalmente al documental reportajístico, con pequeños fragmentos de entrevistas intercalados entre registros de la actividad de las personas escogidas, son herramientas habituales en la exploración de los límites del humor y la construcción de personajes que llevan ejercitando Los Pioneros desde hace un lustro (la pulverización del formato talk show será su otro gran caballo de batalla y esqueleto de obras maestras). Esa dedicación al quiebro de expectativas en el retrato de personas pintorescas trasciende los límites del mero sketch humorístico y se puede rastrear, con distintos niveles de ficcionalización, en obras como Josele, el último perro callejero (2009), Tertulians (2010), Mauri, adicto a la diversión (2010), Antonio Velasco, pintor español (2011) o Biología es rock & roll! (2012), por nombrar sólo un puñado. En Nuestro porno favorito encontramos una nueva variación del recurso, con la supuesta entrevista a un grupo de actores especializados en un género cinematográfico que llevaría la máxima de Lubitsch hasta el extremo más absurdo (o buñueliano): películas donde sólo se ve a gente abriendo y cerrando puertas mientras se disculpan con una sucesión de las fórmulas de cortesía más habituales.
Para este pequeño sainete de bisagras y disculpas, Padial ha recuperado la presencia de Josep Seguí, prodigio de la dicción y figura indispensable en muchos de los mejores trabajos de Los Pioneros. Su relato de la construcción de un Quijote a partir de trozos de papel de periódico mojados es un momento culminante. Se une a las experiencias traumáticas que se cuentan delante de las cámaras otros de los actores entrevistados, como el nacimiento de una muy razonable aversión a las cenas de empresa o el descubrimiento de una inesperada vocación para dibujar figurines infantiles. Es decir, historias desconectadas y ocurrencias aisladas que no hacen nada más que añadir confusión y digresiones dadaístas a puerta cerrada cuya acumulación, en vez de seguir un esquema de humor absurdo secuencial a lo Monty Python o Mr. Show, colabora en la creación de un tono enrarecido y sensación opresiva.
Igual que ocurre en el brillante primer largometraje de Padial, Mi loco Erasmus (2012), la atmósfera sonora y el montaje fragmentario contribuyen a crear una reacción de desasosiego ante lo mostrado. Cala en las imágenes hasta hacernos pensar en las posibles dimensiones perversas del trabajo, en apariencia inocente, de esos actores. ¿Cuál es el límite para que la fascinación ante algo devenga, como le ocurre a Didac Alcaraz en Mi loco Erasmus, en obsesión enfermiza? ¿Lo que hacen los protagonistas de Nuestro porno favorito tiene como objetivo un espectador que, como dice uno de los actores, pueda disfrutar más de su trabajo que ellos? ¿O en realidad son ellos los más interesados en gozar de la inercia de esos gestos, esas cortesías artificiales y a destiempo en las que se recrean para escapar de un infierno existencial hostil que se manifiesta fuera de la habitación? Con poco más, estaríamos hablando de una adaptación insólita de A puerta cerrada, de Sartre. Pero lo bueno es que, como ocurre con toda la obra de Los Pioneros, el sentido nunca está cerrado y permite interpretaciones tan serpenteantes como esa mientras, sobre la superficie, basta con seguir encontrando algunas de las píldoras narrativas más imaginativas y sugerentes del audiovisual español. Si alguna vez tuviera que justificar la existencia de YouTube ante un pelotón de fusilamiento, tengo claro que la presencia de Los Pioneros estaría asegurada en los primeros puestos. Mis disculpas.
]]>Si digo que tal o cual cosa que no me gusta estoy protestando. Si me preocupo además porque eso que no me gusta no vuelva a ocurrir, estoy resistiendo. Protesto cuando digo que no sigo colaborando. Resisto cuando me ocupo de que tampoco los demás colaboren.
Ulrike Meinhof
Si existe algo sobrevalorado en la interpretación fílmica clásica, ese algo es la realidad. La pretensión de capturar la realidad del mundo tal cual es —te miro a ti, Dziga Vertov—, aun cuando ha conseguido interesantes artefactos fílmicos, contiene el problema de que la realidad del mundo siempre está en otro lado: una película siempre cuenta una historia, una verdad mediada, desde que asume una posición a través de su producción. Si pretendiéramos conseguir un cine objetivamente real tendríamos que dejar la cámara aparcada ante aquello que queramos retratar sin intermediación alguna, además de suponer que no hay ahí ya una elección mediada a través de una subjetividad. En tanto Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza no es considerado el fin de todo discurso cinematográfico, seguramente la realidad objetiva no es algo deseable a priori en el cine. ¿Qué buscamos entonces en un cine real? Un cine que nos muestre las condiciones fácticas del mundo, la realidad de lo que sucede en el mundo a través de una selección metódica de aquellos eventos más importantes para aquello que nos pretenden transmitir: una realidad subjetiva. Es en éste sentido donde Cinema verité, verité pone en juego sus cartas.
¿Por qué Cinema verité, verité no es sólo cine real, sino que es cine real, real? Porque asume la posición de la imposibilidad de contar una historia que se pretenda como real en un sentido objetivo, acepta el flujo connatural del montaje narrativo propio del cine. Las constante intromisiones de la propia Elena Manrique dentro de la película en su papel meta-fílmico de creación, precisamente como una Dziga Vertov más interesada por saber como fluye la narrativa que por la propia experimentación fílmica, nos remite a esa realidad de la película: la película es sólo real en tanto asume una posición, sostiene una tesis que se deja ver en su propia forma, se conforma como una experiencia subjetiva del mundo. La historia es fragmentaria, experimental si se prefiere, porque lo real, lo verdadero, no es lo que institucionalmente se ha decidido como verdad —por ejemplo, la narratividad fílmica clásica—, sino aquello que cada cual elige asumir como las reglas con las cuales quiere jugar.
No es casual que la inspiración de la película sean los textos del Comité Invisible o de Ulrike Meinhof porque, a diferencia de lo que afirma la propia Manrique en uno de los interludios metatextuales de la película, hay una intención muy clara en la película: violar toda normatividad fílmica instaurada como ley. Ejerce una cierta clase de terrorismo cinematográfico.
Si ésta es un acto de guerrilla, un intento de cristalizar la revolución que está ocurriendo ya cada día, no es sólo por negarse a reproducir las condiciones fácticas de realidad del sistema sino porque, a su vez, anima al resto a que no lo hagamos. Cuando Manrique elige hacer una película que viola consciente, y satíricamente, todos los principios del cine narrativo no está protestando, está resistiendo. Es por eso que su película se nos presenta como una propuesta audaz e incendiaria, más allá de ser un mero retrato de tres historias ligadas por su propio carácter narrativo; lo interesante aquí es como Manrique subleva las ideas clásicas de la narrativa, nos obliga a aceptar otras posibles formas no institucionalizadas de hacer cine. Pero también de ver cine. Porque para ver Cinema verité, verité, antes que nada, debemos aceptar nuestra condición de micro-revolucionarios que permanente queda escondida en el armario: hay que liberar lo imposible, recordar de nuevo que la verité puede ser aquello que deseemos que ésta sea.
Sólo entonces entenderemos porque todo acto de resistencia es un acto de amor, porque detrás de la experimentación aun queda cine en estado puro.
]]>Cuando estaba en octavo de EGB hice una película. Como actor. Se llamaba Movimiento Mortal. Hacía de agente de policía que tenía que resolver el secuestro de la hija de su jefe. La hija, el jefe y yo mismo teníamos edades similares. Para resolver el caso tenía que encontrar a un antiguo compañero de armas de mi jefe llamado Mick Hunter que vivía “En Las Montañas del Norte” (La Casa de Campo de Madrid). Mick, al contrario que mi personaje, no vivía según las reglas establecidas (Por eso se había retirado a las montañas, suponemos) Jugaba a la ruleta rusa con los gangsters (gangsters como mi amigo Jaime o mi amigo Dani, que venían a echarnos una mano y fingían ser “los malos” en bermudas).
La película duraba 34 minutos y estaba producida por “AstroMarineCorps”, que en realidad quería decir “Arancha, Muriel, Casla”, que era la novia del director. Los títulos de crédito eran lo más currado de toda la película. La música de los títulos de crédito era de Roxette.
Existe la posibilidad de que, al igual que yo, crean que el “cock” del título de la película de Laredo Pictures hace referencia a una polla. Y que el título es, por tanto, “Polla de Hierro desencadenada”. Si van con esa idea se van a llevar la misma sorpresa que me he llevado yo cuando ya llevaba media película y he caído en qué quería decir ese “cock”.
Justo al iniciar segundo de carrera dirigí y escribí un cortometraje en el que varios jóvenes (yo y mis amigos) hablaban cómicamente de su primera experiencia sexual. Una de mis obsesiones durante la grabación era “El Punto de vista”. Yo no sabía mucho sobre cine, pero estaba obsesionado con ese asunto y pensaba que el lugar en el que la cámara se colocaba era esencial. Por ese motivo hay un plano subjetivo de una erección. Muy poca gente ha visto tanto aquella “película” de cuando teníamos 13 como esta segunda un poco más mayores, pero viendo Iron Cock Unchained me he acordado de ambas.
Durante nuestro rodaje con 13 años nadie diría que estábamos “jugando a la abstracción” simbólica cuando el campamento de los malos estaba construido con tiendas de campaña al borde de un río (era una superproducción). Nadie habría hablado de guiño irónico por llamarnos “Mick Hunter” o “Stephanie Cromwell” (La experta informática del FBI). Nadie habría hablado tampoco de homenaje. El motivo es que no había ninguna intención expresiva más allá de pasárnoslo muy bien con una cosa —el cine— que nos lo hacía pasar muy bien. Comprobar si era igual de divertido hacerlo que verlo. Sentir que podíamos usar esas herramientas. Copiamos lo que veíamos porque es lo que teníamos a mano. Ni guilty pleasure, ni vintage ni hostias. Iron Cock Unchained nace de un territorio similar.
He recordado esas películas infantiles al ver la máquina del tiempo de Iron Cock. O los títulos de crédito. O las interpretaciones de los actores, salvadas a partir de muletillas, frases casi internas, repeticiones. O explotando los talentos bailarines (“Haz, haz lo del baile, joder, que te partes”). O la vis cómica de otro, o los escenarios, o el gusto por alargar una situación, etc.
En el corto que hicimos después, el de la universidad, tenía más premeditación y, sin embargo, no había cálculo. Quizás los pósters de las paredes no eran homenajes, sino simplemente lo que teníamos en la habitación, pero salir fumando porros, hablar de juegos de rol, figuritas, copiar chistes y personajes tipo Clerks o usar Ash y Soziedad Alkoholika para la banda sonora era contar nuestro mundo. De nuevo, no eran citas, no era intertextualidad. No queríamos jugar, queríamos hacernos entender y buscar aliados.
Iron Cock Unchained tiene mucho de eso también: Hay Tarantino a patadas, hay exploit o al menos homenaje al exploit que hace homenaje al exploit (¿se entiende?). Hay Almodóvar o al menos el cine que lo ha fagocitado con más interés. Hay cómics de monstruos, hay Velasco Broca, Pedro Temboury y Venga Monjas. Hay David Lynch y Ed Wood. Hay ruta del Bakalao y años noventa. Hay Bruguera y autos locos. Hay arquetipos que sirven para tener algo a lo que agarrarse mientras la historia va.
Hay Gallos de hierro.
Como somos más viejos y más cínicos, como vivimos en un contexto de redes, donde todo es visible, donde todo es cita o referencia (incluso aunque no sea intencional), donde todo está disponible y todo te suena, es casi imposible saber si las gentes de Laredo Pictures estan haciendo artefactos o “simplemente” contando su mundo. O aún más “simplemente” jugando con un tren de juguete y pasándolo bien. Pero la sensación es que hay menos cálculo que goce, hay menos premeditación y más desfase improvisado. Hay más pasarlo bien que ser deconstruido semióticamente.
Un cine hecho porque mola hacer cine. Un cine entre amigos. Un cine como una pachanga al futbol.
Y eso.
]]>“Otro aspecto a destacar, que puede dar una idea de los intereses y el modus operandi de su creador, es el hecho de que Arrebato esté construida no a partir de
Leo es pardo, como equivocadamente se ha dicho en alguna revista especializada, sino a partir de su final, el cual existía anteriormente de manera autónoma como cortometraje. Y no es de extrañar, ya que ese último peldaño es, en sí mismo, un misterio (dentro de otro misterio), un enigma que es, al mismo tiempo, inextricable y diáfano, terrorífico y reconfortante. Uno de los finales más ambiguos, excepcionales e inquietantes de la historia del cine, en una de las mejores películas sobre vampirismo (en el sentido amplio del término) que se hayan filmado nunca” —— ALEJANDRO DÍAZ, Arrebato (Miradas de Cine, número 41, agosto de 2005).
[La película empieza con otra película]
“Pero gran parte de Repulsión es un intento comprensivo por penetrar en la subjetividad de Carol. Mr. Polanski utiliza lentos movimientos de cámara, una banda sonora compuesta por sonidos molestos y repetitivos (relojes, campanas, corazones) y, una vez Carol se enclaustra en su oscuro apartamento, efectos explícitamente expresionistas (grietas abriéndose repentinamente en las paredes, manos hostiles emergiendo de la oscuridad para agarrarla) que reflejan de manera plausible un episodio esquizofrénico” —— DAVE KEHR, A Woman Repulsed, A Man Convulsed (The New York Times, 22 de julio de 2009).
[Undo infinito, que lleva incorporado su propio comentario crítico a tres bandas, versa sobre la abolición de la memoria en la era del hipertexto. Álex Mendíbil lleva los postulados del cine digital hasta sus más radicales consecuencias, modelando su discurso a través de material ajeno y convirtiendo hasta la más trivial conversación en un tapiz de referentes y citas a otros textos, a otras realidades que desbordan la pantalla y nos abandonan, desamparados, en un perverso juego de metaficción. La película empieza con otra película. Literalmente, como en El héroe anda suelto (Peter Bogdanovich, 1968), lo que empieza no es lo que estamos viendo]
“*Žižek* desestabiliza la clase de dialéctica que crea términos binarios (capitalismo/democracia, Real/realidad, ciencia/religión) y da paso al surgimiento de los objetos (la fotografía, el modelo, la obra de arte) bajo la amenaza de una nueva tecnología. Lo real reside, por tanto, en la relación entre lo nuevo y lo viejo, entre tecnologías. La amenaza de un nuevo paradigma tecnológico, y su euforia y ansiedad inherentes, son evocadas en el miedo irracional de Žižek a una lluvia torrencial, cuya exaltación y desgracia es tan real como los sentimientos del amor, la superficie de los dibujos animados y la apariencia de lo verdadero y lo falso” —— RAY McKENZIE, The State of the Real. Aesthetics in the Digital Age (I.B. Tauris, 2007).
[Vasos comunicantes entre #littlesecretfilms: todas (o la mayoría) son obras teóricas escritas sobre las ruinas del cine analógico, de un modelo de entender la producción cinematográfica que se encuentra obsoleto o, como mínimo, camino hacia la erosión completa. Todas (o la mayoría) versan sobre la era de la hipervisibilidad, sus consecuencias a medio plazo, su impacto psicológico. La protagonista de Undo infinito no distingue el mapa del territorio, la superficie de la emoción, el simulacro de la experiencia genuina. La espiral obsesiva que le lleva a desear la ficción (como alternativa a una realidad de la que se ha autoexiliado) tiene que ver con un presente que está sometiendo a nuestra capacidad de percepción a pruebas cada vez más severas. Un recuerdo se puede editar hasta ajustarse a unos parámetros que ya no son los de la experiencia física. La dicotomía entre registrar o no registrar los primeros días de tu hijo ya no existe, porque ahora toda forma de experiencia es, en cierto sentido, un registro digital. Undo infinito, que lleva incorporado su propio comentario crítico a tres bandas, habla sobre la abolición de la memoria en la era del hipertexto]
“Al grabar a Jean-Marie Straub y a Danièle Hulliet mientras trabajaban en el montaje de su película de 1996 Sicilia!, Pedro Costa ofrece un estudio increíblemente revelador del proceso cinematográfico, un manifiesto artístico y un emotivo vistazo a una historia de amor excepcional. La pareja, que vivió y trabajó desde los años cincuenta hasta la muerte de Hulliet el pasado año, se dividía el trabajo de forma clara, con Hulliet realizando las labores de edición mientras Straub paseaba a su alrededor, divagando brillantemente hasta que ella le llevaba la contraria o le mandaba callar con brusca adoración. El encuadre de Costa, paciente y oblicuo, le da a Straub un escenario sobre el que declamar sus elaboradas ideas sobre la “abstracción teatral” y la revolución política, pero también se fija en los detalles prácticos del proceso de edición, sobre el que la pareja se muestra singularmente elocuente” —— RICHARD BRODY, The Film File: ‘Where Does Your Hidden Smile Lie?’, by Pedro Costa (The New Yorker, 6 de agosto de 2007).
[Otras realidades que desbordan la pantalla y nos abandonan, desamparados, en un perverso juego de metaficción. La película empieza con otra película. Literalmente, como en El héroe anda suelto (Peter Bogdanovich, 1968), lo que empieza no es lo que estamos viendo, sino un material ajeno, reconceptualizado, bastardizado, convertido por la mirada del autor (y por la nuestra también, pues todos somos cómplices en percepción y asimilación) en parte integrante de un discurso configurado a partir de fragmentos, narrativos o no. Aunque, en el fondo, todo es una narración, o eso es al menos lo que nuestros ojos y nuestro cerebro se encargan de hacer. ¿Lo Real nos asfixia, con sus férreas reglas, su asquerosa rutina, su prosaico desgaste, su inexorable dosis de tragedia arbitraria? Sumerjámonos en el universo de Lo Contrafactual, donde sí hemos sentido la nieve cerca de las cunas vacías de nuestras pesadillas y nos hemos amado en Venecia, en Brasil, en 00001110001110101001 ó donde queramos, en realidad. Ser sólo imagen, liberarnos del peso asfixiante del mundo exterior y dejarnos intoxicar por la multiplicación de estímulos digitales. ¿Intoxicar? Mejor morder. El mismo vampiro del deseo que ansiaba almas (y retinas) puras en el Madrid de 1979 sigue sobrevolando el de 2013. Antes viajaba en celuloide, ahora en HD, pero siempre lo ha hecho deprisa. Y su beso infinito nos lleva a lugares donde no existen la adicción, ni la ansiedad, ni los errores biológicos. Un Nirvana de ceros y unos, ordenado, intoxicante, para siempre]
]]>Uno de los aspectos que más me han interesado del surgimiento del modelo de producción #littlesecretfilm y la primera quincena de películas que lo inauguraron es cómo su dimensión de pequeño desafío doméstico podría propiciar que personas en principio alejadas de los parámetros de la realización cinematográfica se lanzaran a rodar una historia. Ahí están los ejemplos de críticos de cine como Jordi Costa (Piccolo Grande Amore) y Héctor G. Barnés (KILN. Proyecto Z24 14B1) o la productora Elena Manrique (Cinéma vérité, vérité). El caso de Jimina Sabadú no es exactamente igual, pues ya tenía la experiencia del cortometraje en 16 mm. Fiat Homo (2011), pero sí supone un acercamiento fílmico más inmediato al universo creativo de la escritora, autora de la novela Celacanto (2010) y firma habitual en Mondo Brutto.
Como ocurría en sus textos para el mencionado fanzine, en La pájara Sabadú refleja las manifestaciones más amargas y desoladoras de algunas patologías subterráneas de la sociedad contemporánea con la dulzura y tranquilidad de un cuento infantil, tono aquí explicitado por una división en capítulos marcada por dibujos a acuarela y la presencia de una voz narradora. Un padre enfermo (“37 enfermedades diagnosticadas”, se lamenta entre delirios), sus dos hijos adictos a eBay y la interna que vive con ellos podrían formar la alineación perfecta para un drama social con abundante lagrimeo y corto recorrido, del que sería fácil imaginar supuestos giros y estrategias narrativas sin siquiera ver una imagen. Sin embargo, La pájara esquiva cualquier asunción preconcebida sobre el argumento y construye una comedia amarga con disfraz de cuento de hadas sobre la mezquindad. También consigue transmitir un mensaje liberador sin caer en estridencias y, lo que personalmente considero más difícil todavía, hace uso del realismo mágico con inteligencia, sin chirridos ni hiperglucemia.
Cuando Miranda July se atascó en la escritura de su segundo largometraje —que terminaría siendo The Future (2011)—, una lectura desinteresada hizo que acabara fascinada por la publicación gratuita de anuncios por palabras Pennysavers. Decidió ir a visitar a varios de los vendedores de los artículos usados más inesperados y de ahí surgió la idea para escribir el libro Te elige (It Chooses You, 2011; editado en España por Seix Barral). Pero, aunque no esté falto de una innegable amargura existencialista, la superficie de la obra de July siempre se mueve al filo del vaporoso efecto cute overload, algo que Sabadú cortocircuita por completo con el retrato descarnado y cruel que presenta de dos miembros de ese extraño universo de compra-venta online de artículos de segunda mano. Ángel (Ángel Paisán) y Hugo (Hugo Álvarez Gómez, principal candidato a la ubicuidad en los #littlesecretfilm, dado que también actúa en Desmadre en la noche de la quietud y dirige Anfibia), los desconsiderados hijos de Paco (Jon Arretxe), viven del expolio al que someten al hogar familiar para vender por internet todos sus desfasados cachivaches a precio de oro. No es difícil trazar un primer paralelismo con la actitud de gran número de representantes de la cultura popular y los medios de comunicación, empeñados en exprimir al máximo el jugo de cualquier residuo de un pasado (no necesariamente mejor) con la explotación cínica y desentendida de sus trastos inservibles mientras el sistema creativo que ha cimentado esa base delira moribundo en la habitación de al lado.
Pero quizás el punto más interesante de La pájara sea el derechazo en la mandíbula que le mete al peterpanismo pandémico asumido como horizonte vital por toda una generación. Gracias a la existencia de una rara enfermedad llamada “la pájara”, que al parecer afecta a la gente mezquina cuando está a punto de morir rejuveneciéndola, Paco vuelve a ser joven por momentos, recuperando la vitalidad física pero manteniendo una actitud egoísta y despreciable. No es hasta la llegada de su también rejuvenecida mujer Carmen (que ha creado una miyazakiana empresa de mensajería con un murciélago antropomorfo) cuando la situación termina de explotar y el status quo se desmorona a golpe de albóndigas y diálogos de carga dramática durísima interpretados con fuerza encomiable. Dada la naturaleza de rápida grabación de los proyectos #littlesecretfilm hay que resaltar el trabajo actoral de todo el reparto, pero sobre todo de Alba García (Carmen) y Patricia Estevan, quien con su enfermera de servicios sociales consigue caracterizar a uno de esos secundarios por los que se debería morir cualquier realizador.
Al menos en apariencia, parece que por una vez el final del cuento no restituirá la realidad, sino que la cambiará radicalmente para darle una segunda oportunidad a los auténticos protagonistas. El aparente happy end no oculta su crueldad hacia el resto de personajes para dejar a Paco y Carmen listos para rehacer su vida, defensa muy madrileña de la educación privada incluida. Quizás ahora los miembros de la pareja tenga una madurez más acompasada a las circunstancias. ¿O no será que por estar ante un autoproclamado cuento de hadas tenemos la idea de que el final tiene que ser necesariamente feliz en algún grado?
]]>En La pájara Sabadú refleja las manifestaciones más amargas y desoladoras de algunas patologías subterráneas de la sociedad contemporánea con la dulzura y tranquilidad de un cuento infantil, tono aquí explicitado por una división en capítulos marcada por dibujos a acuarela y la presencia de una voz narradora.
]]>Muchos hallazgos cinematográficos son puramente casuales, pero gran parte de los elementos que configuran una película desde luego no lo son. No es entonces coincidencia que los protagonistas de KILN se llamen Christine, John, Peter y Stevie, y además, sean músicos.
KILN, la película que Héctor García Barnés ha rodado para el proyecto #littlesecretfilm, es la historia de un mítico grupo de rock que decide regresar y dar un último concierto. Un grupo que reune todo aquello que en nuestro cerebro tiene cualquier banda legendaria que se precie: KILN son todas esas bandas y ninguna a un tiempo, en una larga sucesión de pistas reconocibles.
A García Barnés le lleva exactamente treinta segundos definir por completo su película, cual cineasta de los años treinta, e incluso se permite malgastar algunos segundos fundiendo en negro. Hagamos la lista de la compra, ya que toda la receta de KILN nos cabe en ese inicio. Nos cabe el cine, el metacine, el cine digital e internet. Ahí se ve, fugaz, al equipo de personas que graba la historia de KILN, pero que es también el equipo que ha concebido esta película; hay además un inserto del guión de rodaje, y una cámara, y un pequeño trípode, y hasta la wikipedia. Después, está el rock. El rock es un mástil de guitarra que casi toca la cámara, unas gafas negras, un anillo con una calavera, la sonrisa del enigmático John. Luego, los elementos diferenciales: la máscara del lobo, el gato Marker al que Christine reza y cuya imagen subdividirá los episodios de la historia, y el cubo de Rubik. Ya está. Tenemos película.
El cubo de Rubik es un elemento icónico que define a una entera generación. Si “Extraterrestre” de Nacho Vigalondo jugaba a no contar una historia de ciencia-ficción para hablar de amor, KILN hace una jugada parecida y se decide a describir el futuro mostrándonos con empeño el pasado, pidiendo un enorme esfuerzo de autosugestión. La película habla contigo por dos vías diferentes: los diálogos dicen que KILN es una banda de rock de un futuro lejano, pero tu vista, espectador, te la juega constantemente, porque en el plató de esta película hay un cubo de Rubik, y no sólo. Hay cuadros de bazar chino, un suelo de tablillas de parqué, una mesa de mármol como la de la casa de tu abuela, un Godzilla de goma, cortinas de ganchillo, y los individuos que te hablan van vestidos como tus ídolos de la infancia.
Bajo la apariencia de documental en el que sus perfectamente delineados personajes se autodefinen contándote aquello que el entrevistador decide supuestamente sonsacarles, se esconde en realidad una atípica trama dividida en cuatro actos donde tres son una generosa y detallada preparación para un último acto final. Un breve acto de cierre donde tiene lugar el único momento de la historia realmente ligado al presente (el futuro), la materialización de todo aquello que anteriormente parecía material narrativo pasivo, y que cristaliza de repente en un único hecho.
Consciente de la propia naturaleza del proyecto, KILN decide tomarse en serio a sí misma lo justo, dejando mucho espacio para el humor y, por qué no, por momentos la parodia, enriqueciendo el recorrido con infinitas referencias cinéfilas y literarias accesibles. El choteo con las ensaladas asesinas y los extraterrestres féminas con pene culmina en ese tema con el que nos calientan las orejas durante parte del metraje y que escuchamos dos veces: Fuckin’ the Aliens. Porque alguien tenía que ser irreverente en esta galaxia, qué coño.
]]>Rodado en Londres durante el Festival “London Folk & Roots” que se celebró el pasado mes de Octubre, el documental de Víctor Alonso recoge las actuaciones de dieciséis grupos de la escena británica folk. 24 horas de grabación ininterrumpida donde los grupos irán sucediéndose uno tras otro. Las actuaciones de los grupos van a ser las únicas protagonistas del documental, no hay otra cosa que vertebre los sesenta minutos que dura 16th folk room, y gracias, porque es todo un regalo poder disfrutar de la música y solo de la música. Una de las cosas que más llama la atención del documental de Víctor Alonso es la sencillez formal que presenta en su película. Durante las diferentes actuaciones de los grupos la cámara de Víctor no permanece estática, se mueve por la habitación y juega con los zooms, pero siempre cediendo todo el protagonismo a su objeto de interés, músicos e instrumentos. La naturalidad formal de la que hace gala la #littlesecretfilm de Víctor Alonso no está reñida con el trabajo tan riguroso que se ha realizado con la iluminación. Todas las actuaciones tienen un tono de color distinto debido a la pérdida de luz solar que se produce con el paso de las horas: si comparamos la primera de ellas con la última se puede observar como esa pérdida total de luz se intenta suplir con la iluminación procedente de unas velas. Lejos de ser un inconveniente, las diferentes tonalidades juegan a favor de la intromisión y el carácter intimista que caracterizan al documental.
Tengo que confesar que hay momentos en los que me he preguntado por qué seguía mirando las imágenes si podía prescindir de ellas y seguir escuchando la música. ¿Por qué no cerrar los ojos y solo escuchar? ¿Qué es lo que ha hecho que siga mirando actuación tras actuación? Decía Jacqueline Caux hace un año, en su taller en la Casa Encendida sobre cómo filmar la música, que el primer objetivo de los documentales musicales era “descubrir aquellos momentos de creación, de concentración, sensuales, momentos que no pueden ser captados sino desde la proximidad máxima con los compositores, los directores de orquesta, los intérpretes o los bailarines”, y por otra parte “intentar interpretar la música con imágenes igual que un músico lo puede hacer con un instrumento”. Víctor Alonso se sitúa en esta línea, y quizá de manera intuitiva transmite una especie de obsesión en los retratos que realiza de cada uno de los músicos. Es como si quisiera subrayar, mediante este énfasis que hace, la manera tan especial en la que surge y de donde surge, el sonido folk. En algunos músicos este subrayado se centra en las manos, en otros en el rostro… la cuestión fundamental es descubrirnos mediante la presencia de la cámara algo que es casi infilmable, y a lo que Víctor Alonso se acerca, algo que permanece invisible pero que acaba aflorando, y que no es otra cosa que el sentimiento desde el que se originan estos sonidos: el músico como puente entre sentimiento profundo e instrumento.
La presencia de la cámara de Alonso no es por tanto anecdótica, la cámara es siempre capaz de resaltar lo más característico y especial de los músicos que está capturando en ese instante. Pienso por ejemplo en la actuación de Lorraine Wood. En el caso de Wood, es su forma intimista de cantar la que va a ser resaltada, de ahí esos planos medios desde el estómago, lugar desde donde empuja el sentimiento, la voz, hacia fuera. O esa toma desde el centro del grupo Indigo Earth, en la que el objetivo de Alonso va pasando de unos a otros, acentuando que la fuerza que tiene el grupo reside en esa armoniosa conjunción de voces e instrumentos; o la voz de Jack Day, tan profunda que Víctor mete la cámara casi en el rostro del cantautor. A las 23:59, cuando da comienzo la última actuación, la de Joe Wilkis, y la habitación va quedando en penumbra, cuando ya es un hecho que con esa poca luz la cámara es más prescindible que en cualquier otro momento del documental, aún entonces hay sombras de cuerpos moviéndose en la pared. Vemos la sombra de un cuerpo que canta y la presencia invisible de un cuerpo que graba.
]]>Posíblemente la película más estimulante y en la que más he pensado en todo lo que llevo de 2013 sea Pepón es guay, de Norberto Ramos del Val, una película que se adelantó a los #LittleSecretFilm en una decena de días pero que podría haber sido perfectamente el largometraje número 16 del proyecto sin desentonar ni un poquito. En ella se narra a modo de falso documental los intentos por parte de Pepón Fuentes de convertirse en un buen cómico a la vez que intenta acercarse de algún modo a la madurez que el supuesto peterpanismo del mundo del espectáculo frena y bloquea. Así, Pepón también intenta conseguir una novia, mejorar el aspecto de su casa, ser un tipo más ordenado, hacer las cosas que se supone que se hacen cuando has sobrepasado ampliamente la treintena.
No termina de gustarme el concepto de “falso documental” para hablar de Pepón es guay. En su lugar prefiero pensar en algo como “ficción rebelde”, es decir, una obra de ficción concebida como tal que por circunstancias temáticas, de producción y de elección por parte de su director y sus protagonistas abandona las fronteras del relato convencional para mirar directamente al espectador y recordarle que lo que está viendo no es más que una película pero que los que están en la película no siempre están actuando.
El personaje más inquietante de Pepón es guay es su amigo Pablo Vázquez, una especie de pequeño demonio hijo de puta que con absoluta parsimonia se encarga de recordar a Pepón ya no sólo que es mortal, sino que además es un poco mediocre en casi todo lo que hace. Pablo es el director del #LittleSecretFilm Desmadre en la noche de la quietud, que en mi cerebro es la continuación natural de Pepón es guay, el momento en el que Pablo personaje de la película de Ramos del Val decide ponerse detrás de la cámara y recordarnos a todos, no solo a Pepón, que somos un poco mediocres en todo lo que hacemos.
Lucía Nova es una actriz de éxito en el cine español, o al menos eso cree ella. Hugo Álvarez Gómez (¿tardarán mucho en descubrir a este fiera el resto de cineastas?) es su hermano, su Sancho Panza incondicional, dispuesto a seguir a su hermana en cualquier cosa que haga sin hacerse demasiadas preguntas. Juntos preparan la “Noche de la Quietud”, el más bello canto del cisne del cine español, una fiesta en la que todo el star system nacional, incluido el que ya es material de derribo, va a suicidarse colectivamente como último acto hermoso final.
De niños jugamos colocando las reglas verbalmente al principio del juego. ¿Vale que yo soy un indio y tú un vaquero? ¿Vale que somos policías y tenemos que detener a un mafioso? ¡Yo me pido Zidane! ¡Yo me pido Romario! Pablo Vázquez ejerce en su propia película de amigo cabrón, de hermano mayor toca huevos, del tío que de repente dice “sois tontos, ni tú eres policía, ni tú eres Zidane, ni tú eres Romario”. El pacto ficcional que se establece entre película y espectador es roto voluntariamente por su director, constantemente, destruyendo cada regla previa, cada idea preconcebida, estirando todos los límites que el espectador pueda tener a priori. Vázquez alarga cada secuencia un poco más del máximo imaginable, se introduce dentro de la película para recordarle a todos que esto es un filme, uno low cost, además, donde los actores no hacen siempre lo que él quiere (no consigue ninguno de los dos desnudos que pide), dinamita, en fin, todo aquello que damos por descontado que ha de tener una película y le da la vuelta justo al extremo contrario.
Perdónenme por el SPOILER final, pero es necesario para comprender que Vázquez lleva su ruptura de todo lo obvio hasta el final: hasta el momento en el que Hugo decide que ya está bien de jugar y que no tiene ganas de seguir haciendo eso y su hermana trata desesperadamente de que la realidad que ha construido siga funcionando también en la cabeza de su hermano, y así ser dos que sueñan y no una que está loca o terriblemente sola. ¿Y ya está? Siempre hay un giro más, siempre hay una ruptura más, y como cierre todavía nos quedan unos segundos donde Lucía deja de ser la protagonista de Noche en el desmadre de la quietud para ser Lucía Nova, actriz, que se relaja y charla con Pablo Vázquez, director, ahora que por fin ha acabado todo.
Desmadre en la noche de la quietud de Pablo Vázquez en YouTube.
]]>Deberíamos estar todos de acuerdo en que el cine evoluciona mucho más rápido de lo que la crítica le exige. Esto es porque hubo un tiempo donde logísticamente era imposible hacer un cine del presente, y la crítica se encontraba ahí para descifrar, cual jeroglíficos egipcios, los acertijos del pasado. Pero con la revolución digital tan avanzada es imposible situarse en el análisis de la vanguardia al mismo ritmo que los autores, es por ello que la crítica se ha vuelto o bien especulativa, haciendo cábalas y apuestas con tanto rigor como quien lee los posos del café, o bien arcaica, con el afán del bibliotecario que necesita adecuar la obra al estante correspondiente, en lugar de preguntarse si no se habrán abierto nuevas categorías.
Vivimos en la ilusión del fin de la historia, en la creencia en un posmodernismo que sentencia la ausencia de novedad en el arte. De ahí surgen muchas opiniones que he leído sobre #littlesecretfilm, necesitadas de restringir el proyecto a una definición concreta, de comparar con otros, de esperar resultados en base a la experiencia previa y no al visionado de las obras. Pero, sobre todo, en tiempos donde cualquiera puede tomar una cámara, que ha fomentado la creencia de que no hay validez alguna en que otro haga lo mismo. Añadamos que el público más numeroso de #littlesecretfilm es, no nos engañemos, otros profesionales o aspirantes del medio, que acuden de brazos cruzados y con la libreta sobre la mesa, a apuntar lo que comentará luego de cada visionado.
Todo ello lleva a la confusión. Se ha calificado repetidamente a #littlesecretfilm como un movimiento, cuando el planteamiento adecuado debería ser el de un reto. Un movimiento aglutina unos ideales y un estilo, un manifiesto común y unificador, pero #littlesecretfilm está planteado desde cierta diversidad, y sus normas son más bien un formato de producción que una tendencia artística, algo como en 5 condiciones (De Fem benspænd. Lars Von Trier & Jørgen Leth, 2003). Ciertamente, los quince primeros largometrajes presentados muestran que la propuesta ha sido heterogénea, dando lugar a distintos tipos de películas. Y como en todas las propuestas, hay quien se la ha tomado como un ejercicio, como un trabajo riguroso, como un divertimento o como una tarea.
Anfibia (Hugo Álvarez Gómez, 2013) ha pasado más desapercibida que el resto de películas —aupadas por una promoción un tanto invasiva— en tanto que no carga su peso en un lenguaje propio de las redes sociales ni en la complicidad de desmontar referentes. Anfibia, en sus 38 minutos de duración, busca ser más directo y vivo que otros #littlesecretfilms. Es esa pretensión de intensidad donde es más difícil perderse: más allá del planteamiento narrativo, nos encontramos con un tono precipitado, in media res, atravesando las distintas capas desde el núcleo hasta la superficie. Porque lo que vertebra a Anfibia es un tren de la bruja a plena luz, un viaje acompañando a Carolina —absoluta desconocida desde el comienzo— primero a través de un piso que parece reunir al Polanski de Repulsión (Repulsion. 1965) o de su aventura de la mano de Roland Topor en El quimérico inquilino (The tenant. 1976) y la insistente filmografía de Takashi Shimizu.
Pero si la inmediatez de #littlesecretfilm ha de ser especialmente útil es para trazar un diálogo con la actualidad del que el digital, como decíamos antes, no puede separarse. El viaje interior de Carolina tiene esos ecos apocalípticos de nuestro tiempo, del que oculta su llegada al abismo entre las paredes del hogar, lejos de ojos curiosos. Entre declamación y declamación y la incapacidad para encontrar aquellas sutilezas que engrandecen el cine, Anfibia se topa de bruces con “La réprodution interdite” (1937) de Magritte en la que el pintor jugaba con el reflejo del poeta Edward James: el cine de género y la reflexión sobre una identidad, que aquí solo puede tener su espejo en la figura de la empresa, esa sombra en nuestra realidad diaria. En su diáfono monólogo, la muerte de este “sapo” que todos nos hemos tragado es una liberación del tipo de vida doméstica y empresarial que hemos cultivado durante los años en que el Estado de Bienestar era intocable. Ahora, tanto en el cine como en nuestra vida social, no hay vuelta atrás, y una toma de conciencia, una apuesta por empezar de nuevo, es la última puerta que nos queda por atravesar.
]]>1.- Nova es la propuesta que Bruno Teixidor y Ezequiel Romero presentan al proyecto #LittleSecretFilm. Una película de una hora de duración que utiliza un apocalipsis de rayos gamma con telón de fondo de una doble historia de amor poblada por personajes cercanos a la treintena que comparten, sobre todo, una desorientación. La película multiplica por dos la metodología #LittleSecretFilm y propone un doble equipo de rodaje realizando una doble historia en las 24 horas en las que se desarrolla la producción de todas las películas del experimento.
2.- Una de las cosas que más llama la atención de Nova es su ambición narrativa. Dónde la tendencia parece pedir micro historias esquivas y universos portátiles, el equipo de Teixidor y Romero aborda un apocalipsis de amplia escala, plagado de exteriores y que, con muy pocos elementos de producción, construye una verosimilitud abrumadora.
De igual forma la dimensión técnica de la película y el ritmo esquivan las derivas más autorreferenciales del cine low-fi y apuestan por una narración que apunta en la dirección de JJ.Abrams o Spielberg, manteniendo la atención con las narraciones paralelas de dos historias que, en una narración articulada a partir de un guión, habrían tenido constantes llamadas y referencias cruzadas y que aquí son pura disgresión. Una ventaja del método de trabajo y la improvisación que merece ponerse encima de la mesa.
3.- La colección de referencias de las que bebe la película la conecta con tres universos paralelos, pero en interconexión. Por un lado es imposible no pensar en Extraterrestre, la segunda película de Nacho Vigalondo, y su “cine de descampados” a partir de la idea del género como telón de fondo de una aventura emocional. En segundo lugar, la película conecta con la progresiva deriva emocional de algunos de los pasajes de La Carretera. La obra de Cormac McCarthy aparece sugerida como posibilidad que finalmente no termina de concretarse en algunos de los momentos iniciales de encierro en una de las historias. Sin embargo, la referencia central casi ineludible es el Cloverfield de Matt Reeves.
_Cloverfield_ es una ficción apocalíptica para hacer la digestión del 11S en primera persona y que tiene como centro de la ficción a un grupo de jóvenes sin problemas cuya única motivación en medio de la destrucción es enmendar errores emocionales. Nova bebe directamente de esa fuente.
4.- Esa referencia a Cloverfield y al propio universo de ficción de JJ Abrams se reproduce también en las pasiones y deseos de los personajes.
La película opta por un intimismo de corte conservador para contarnos la historia de unos jóvenes en estado de estupefacción permanente, desorientados en un universo que se derrumba y en el que optan por el amor romántico como principio y fin de sus ambiciones, generando constantes situaciones de ensimismamiento que llegan incluso a la locura (el bloqueo de lo real) o a la proyección de la propia mente como único horizonte de sentido.
]]>Aunque decir que la fuerza que rige el universo es el amor esté más cerca de la boutade que de alguna forma de pensamiento razonado, no deja de ser verdad a un determinado nivel: el amor es el acto regidor del mundo, de todas las relaciones humanas que nos son dadas. Es por ello que la elección temática de Jordi Costa del amor como motor universal —partiendo además de la idea de que la película es parte de esa universalidad, que la forma está íntimamente ligada al contenido por necesidad— condiciona un discurso entretejido a través de un extraño pero estimulante marasmo de alusiones, tanto internas como externas; Piccolo Grande Amore sólo puede ser comprendida si es interpretada como una red de referencias. Toda la película consiste en la búsqueda incansable de un sentido que cierre todas las pistas que se han esparcido por el camino, pero no sólo en los términos de cerrar la narración fílmica en sí, que también, sino en la necesidad de todos los personajes de encontrar una justificación última que dote de sentido al totum revolutum surrealista y cruel que suponen sus miserables vidas.
Es en ese sentido donde se nos descubre como pieza regidora el por necesidad psicótico personaje de Ignatius Farray, tan excesivo que acaba rozando la auto-parodia, y encontrando en ese ángulo muerto la perfecta caracterización de su personaje, el cual sería, en último término, la irónica representación del crítico: es el personaje que intenta dotar de sentido a algo que, a priori, no tiene porque tener sentido alguno. A través de la teoría de que el amor rige el universo, encadena una serie de datos inconexos entre sí para poder dar forma de un modo completo al complejo cuadro que se forma ante sí; la canción italiana conecta con el giallo y éste con la representación de la diosa madre, lo cual forma para él un análisis hermenéutico que excede cualquier representación intuitiva inmediata. Una verdad que nosotros aceptamos tácitamente, sin cuestionarnos, porque damos por hecho que los personajes sólo saben afirmar la verdad de lo que viven al espectador. Craso error.
Lo mismo podríamos, y deberíamos, aplicar sobre la película en sí, la cual va construyendo sus referentes a través de la conexión improbable entre las diferentes historias que son sólo inconexas en una apreciación a priori de las mismas —lo cual podrá ser tachado por muchos de montaje tarantiniano, por acudir al referente más inmediato, pero que estaría más cerca del guiño cómplice al giallo que tan bien homenajea—. La situación de los demás personajes, las que pertenecen a El Club para la Apreciación de la Gran Canción Italiana, sería equivalente a la del personaje de Ignatius y, lo que es más relevante, sirven de contrapunto: donde el ejerce el papel de crítico, de desvelador de la verdad, ellas ejercen el papel de artistas, de narradoras de los acontecimientos tal cual ocurrieron. Las tres mujeres, las tres brujas, las tres musas, nos cuentan su historia a través de ese juego combinado de referencias que suponen el cruce entre sus historias y las canciones que cantan con una rotundidad incontestable que, al encontrarse, forman una historia completa; sus historias se completan con sus canciones, pues cada una de las historias es como la hiperbólica interpretación de cada una de las canciones que cantan. Es así como conforman un conjunto que parece pretender encontrar en su contubernio esa verdad inasumible que nos fue prometida desde la sinopsis, hay una fuerza que rige el Universo: el Amor… es decir, lo peor que podría pasarnos, pero que no deja de ser nada más que, acudiendo a Walter Benjamin, la demostración de que todo acto de cultura es también un acto de barbarie, de que toda canción de amor es también una canción de barbarie.
El problema es que, aunque de hecho el amor rija el universo, a su vez nos vemos obligados a afirmar que también rige el universo algo mucho más prosaico y ya antes explorado por el propio Costa: la barbarie, el fracaso, el humor. No hay conspiración en el universo entonces más allá de las conspiraciones mundanas, del amor, de las personas, que siempre son miserables y frutos del solipsismo mínimo que nos concede nuestra vida interior; que te abandone tu mujer no es parte de una conspiración cósmica, sino la comedia del mundo haciendo que te enamoraras de una mujer con una percepción extremadamente destructiva del amor: he ahí que sea lo peor que puede pasarnos, porque no hay amor sin la posibilidad de la barbarie.
Como bien sabe Costa, pues así lo afirma en Una risa nueva, el deber de la comedia provocadora consiste en “enfrentar al espectador con el insondable abismo de una Comedia entendida como agujero negro, como foco de absorción de todo humanismo y civilización”. Y si todo acto de amor es un acto de barbarie, parece evidente el resultado.
Hay una fuerza que rige el universo: el Humor… es decir, lo peor que podría pasarnos.
]]>Manic. La Era YouTube convirtió en realidad —virtual; pero, a estas alturas, ¿cuál es la diferencia?— el panóptico benthamiano, con una perversa salvedad: ahora todos accedemos voluntariamente a ser vigilados y, llegado el caso, castigados. La histeria incontrolada del fan fatal de una popstar en caída libre nos coloca en una situación comprometida (reírnos de alguien que llora, banalizar el sentimiento verdadero desde la ironía de los 140 caracteres), pero quizá lo realmente inquietante es que ya se ha convertido en un automatismo. En su primer largo, Pablo Maqueda utiliza algunos casos célebres de Schadenfreude internáutica como punto de partida para reflexionar sobre una antiutopía que no acecha a la vuelta de la esquina, sino está transcurriendo en el preciso instante en que lees estas líneas. Su primer acto parece mimetizar una jam session culpable por el lado amateur de YouTube, pero sería un error quedarse simplemente con esa lectura superficial. Leave Britney alone! es sólo la chispa de un experimento narrativo construido a través de pistas falsas. Como, por ejemplo, su propio título.
Pixie. Tracemos una línea que, probablemente, empiece en la Katherine Hepburn de La fiera de mi niña y acabe en Zooey Deschanel. Por el camino habremos coleccionado unas cuantas declinaciones de la manic pixie dream girl, un arquetipo que el crítico Nathan Rabin acuñó para referirse a cierto tipo de personaje femenino que sólo parece existir para proporcionar al protagonista (siempre masculino) de la historia una razón para abandonar su vida gris y, qué demonios, hacer locuras. En Ruby Sparks, la actriz y guionista Zoe Kazan propuso una enmienda a la totalidad, descubriendo la misoginia encerrada bajo el lugar común y reformulándolo como lo que, en el fondo, siempre ha sido: un subterfugio creativo para una masculinidad en crisis. El #littlesecretfilm de Maqueda no tiene las mismas intenciones de Kazan, pero intuyo que a ella le gustaría ver una película titulada Manic Pixie Dream Girl que ya no ponga en duda al elemento masculino, sino que sencillamente lo obvie, que pase por completo de él.
Dream. “Al sistema no le sirven para nada las almas”, afirma un personaje de Vicio propio (la, de momento, última novela de Thomas Pynchon) cuando el protagonista le pregunta si Internet, o uno de sus primeros prototipos, no le estará devorando por dentro. Nunca he estado seguro de lo que quiere decir esta enigmática afirmación: Internet, como demuestra esta película, sí puede ser entendida en términos metafísicos. El último videoblog de un suicida, un perfil de Facebook abandonado tras una ruptura, la geometría abandonada de Second Life o el blog de un serial killer componen una suerte de fantasma en la máquina, una conciencia global posthumana que puede llegar a resultar aterradora. Tras el éxito de Chris Crocker, el chico de Leave Britney Alone!, algunas voces se preguntaron si no sería todo una performance calculada para acceder a su porción warlholiana de fama. Manic Pixie Dream Girl se cierra con otro ritual artístico, pero mucho más radical: un gesto que nos hace replantear todo lo visto hasta el momento y que sitúa este trabajo en una zona de sombra entre (atención) la ciencia-ficción más intimista, casi mumblecore, y el mismísimo John Carpenter.
Girl. Una chica fragmentada, una chica que muta y se convierte en muchas. Esta pequeña película secreta es un mano a mano entre ella y su director, no podría existir sin uno de los dos. Rocío León está más allá del elogio en su multiplicación de personajes y matices, logrando componer una de esas interpretaciones que, por sí solas, justifican un segundo visionado. Al final, como sucedía con Dennis Lavant en Holy Motors, la intérprete sabe encontrar un nexo común entre todas sus transformaciones: la soledad. Porque ese es el tema secreto de Manic Pixie Dream Girl. Puede que vivamos en el panóptico, pero estamos muy solos dentro de nuestra celda.
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