En estas últimas dos semanas, en las que la remodelación ministerial ha provocado, cual reacción en cadena, un aumento inusitado de la gilipollez todológica, me ha hecho mucha gracia ver cómo tanto simpatizantes como detractores de la recién nombrada Ángeles González-Sinde ponen, como demérito de ésta, el guión que ha escrito para la susodicha película, por comparación con otras obras suyas. He de decir que, sin haber visto un sólo film de la guionista y directora, semejante afirmación demuestra una estupidez inquietante sobre el negocio del cine.
Porque, queridos espectadores, el cine sigue siendo un negocio, aunque a veces pueda usarse como coartada para hacer arte. Creación, distribución, exhibición: las tres patas que sostienen ese banco; si falla una, se cae estrepitosamente al suelo. Hay que llenar las salas, hay que vender deuvedeses, hay que engatusar a las televisiones y —cada vez más— hay que potenciar las descargas (legales, legaaaaaales… la definición de legalidad se la dejo como ejercicio). Y la Sinde, con ese guión, ha sido participante activa de ese negocio por la parte más lógica: ¿cómo sacar dinero con una película? La respuesta, que les aclarará además el sentido del primer párrafo: Tetas, culos y pollas. Hormonas, en definitiva.
Hablemos de sexo, que es de lo que se trata. Desde que la llegada de la democracia, las películas de Ozores y las películas “S” (básicamente erotismo con pretensiones) hicieron que la efusión seminal alcanzase un pico de masa crítica durante los años setenta y buena parte de los ochenta, el cine ha dedicado buena parte de sus producciones a un sector del público muy concreto, muy amplio, y, además, muy fiel: la juventud hiperhormonada. Y los negociantes lo tienen clarísimo, entonces y ahora; esto es lo que vende y esto es lo que llena las salas de gente, más allá de los efectos especiales, las explosiones y el dolbysurraunproleches (que todo eso también, ojo). Pero es que en España tenemos mala memoria o mala conciencia, o ambas cosas. Se nos olvida que durante más de un lustro la película más taquillera en Estepaís fue Cristóbal Colón, de oficio descubridor, de Ozores y con Pajares; que antes de ella, lo fue No desearás al vecino del quinto, landista a más no poder. Y que sólo la superó Almodóvar en 1988 con *Mujeres al borde de un ataque de nervios, que, a su vez (si no me fallan los datos), permaneción ahí arriba hasta la dupla Torrente/Airbag. ¿Hace falta decir más?
Pues diremos más: se nos olvida también que durante la década de los ochenta pagamos entrada por ver horripilancias como Teen Wolf, de pelo en pecho (Rod Daniel, 1985), Admiradora Secreta (David Greenwalt, 1985), Porky’s (Bob Clark, 1981, con secuelas incluidas), Regreso a la Escuela (Alan Metter, 1986), El Pelotón Chiflado (Ivan Reitman, 1981) y muchas, muchas otras similares. Condición imprescindible era que salieran tetas en pantalla (nos la habían contado) o, al menos, la posibilidad fundada de que salieran (habíamos visto el trailer). ¿Quieren un dato más contundente? Una de las películas más aburridas de la historia del cine reventó taquillas en 1986, encumbró a su protagonista femenina durante una década y se convirtió en mítica, todo ello gracias a una única escena. La película, claro, es 9 Semanas y Media (Adrian Lyne, 1986). La escena… no hace falta que les diga cuál es, ¿verdad? Eso.
Puede aducirse en contra: Los setenta fueron los años del cambio. Los ochenta fueron los años de la movida. Vale, pero… ¿y los noventa, entonces? ¿Los de Clinton y Lewinsky? Que sí, que Instinto Básico (Paul Verhoeven, 1992) es un thriller magnífico, pero la gente iba al cine a lo que iba, no precisamente a ver el fofo culo de Michael Douglas, y a Sharon Stone no pararon de ofrecerle papeles de lo mismo durante años. Naturalmente, no siempre ha funcionado la cosa: el propio Verhoeven intentó repetir la jugada, esta vez más descaradamente, con Showgirls (1995), aprovechando la semi-popularidad entre los adolescentes de su protagonista tras haber participado en una sitcom de instituto. El golpetazo fue de órdago, como saben. Otros tuvieron más suerte y consiguieron la fama solamente con insinuaciones, eso sí, jugosísimas. Y si no, díganme por favor cuál es la escena que mejor recuerdan de Abierto Hasta el Amanecer (Robert Rodríguez, 1996) y quién la protagoniza. De España, por otra parte, ya hemos mencionado un par de ejemplos arriba, Torrente, el brazo tonto de la ley (Santiago Segura, 1998) y Airbag (Juanma Bajo Ulloa, 1997), comedias disparatadas en las que la ración de carne está más que sobreentendida. De hecho, no hay director español que se precie que no incluya escenas bien repletitas, desde la explicitez marca de la casa firmada por Vicente Aranda hasta las pequeñas gamberradas de Fernando Colomo, barnizadas de cierta seriedad cuando el que rueda es Fernando Trueba o Emilio Martínez Lázaro. Sí, definitivamente los noventa no se quedan cortos… de hecho, el colofón en EEUU, aprobado por aclamación en nuestros lares, podría muy bien llamarse American Pie (Paul Weitz, 1999) que a más de uno le hizo gastar el “play/pause” del DVD cuando salía Shannon Elizabeth.
Y estamos ya, a lo tonto, terminando la primera década del siglo XXI, con la convicción de que nada cambia. Es lógico: las edades hormonales son las que son y el sexo en ese sector del púsblico está muy presente. Y, a pesar de que internet cobra un protagonismo indudable en que la generación “post-Naranjito” se alivie convenientemente sin tener que acudir a los cines, lo cierto es que los chavales van, si se les ofrece algo atractivo. Esto es así porque, a fin de cuentas, las fantasías eróticas siguen existiendo y los comedores de palomitas esperan con ansia (literalmente) ver a ese actor o esa actriz que les pone enseñar cuanto más mejor. Los creadores de Mentiras y Gordas lo han hecho, perdónenme la idiotez, “de cine”, escogiendo a las sensaciones erótico-televisivas del momento; un grupo de chicos y chicas que triunfan en series como El Internado (Antena3-Globomedia, 2007), que a usted y a mí posiblemente no les dicen ni fu ni fa, pero que a sus seguidores les despiertan algo más que el interés por las historias que cuentan. No hay más que googlear un poco y pasear por los foros que aparecen para darse cuenta de ello, y tampoco hace falta ser un lince para adivinarlo. Además, en España hay dos diferencias sustanciales con el cine para adolescentes que se hace en los Estados Unidos: la primera, que la calificación por edades es sólo orientativa, no prohibitiva, lo que amplía el número de potenciales espectadores. La segunda, que en España se pueden mostrar sin problemas (o casi) desnudos masculinos, incluso frontales, mientras que en EEUU se trata de algo casi tabú, incluso en películas para mayores, si no está debidamente justificado. De hecho, enseñar el culo en pantalla fue durante años casi un monopolio de Mel Gibson, antes de su etapa de catolicismo preconciliar. En España siempre ha sido más fácil: en los ochenta el culo del actor era lo replus; en los noventa, media polla. En el nuevo milenio ya la polla entera, si bien casi siempre de forma fugaz y nunca en primeros planos, pero que no se diga, eh. Y sin esos matojos deshilachaos que llevan mostrando los franceses desde los sesenta, aburridos ellos. ¡Dupliquemos la asistencia atrayendo a ambos sexos, naturalmente! Porque si la calidad interpretativa de un Eduardo Noriega, de un Jordi Mollà o de un Hugo Silva es perfectamente discutible, lo que no admite discusión es qué es lo que llevará a muchas féminas a comprar una entrada en el multisalas. Juego, set y partido.
Así, concluimos esta nada breve digresión con la idea de que la película de Albacete y Menkes, firmada por la nueva ministra, lo único que pretende es aprovechar el instinto más primario del ser humano (sobre todo del que empieza a criar acné) con el noble propósito de hacer caja. Y, a la vista de los resultados en las primeras semanas, con un rotundo éxito. Exactamente igual que pasó con producciones análogas (que no similares: hasta el instinto sexual tiene matices diferentes con cada generación) de los setenta, ochenta y noventa, que nos llevaron a muchos a pasar tardes gamberras con los colegas ante una pantalla de cine. A la Sinde se le pueden criticar muchas cosas, pero seguro que hay mil formas mejores y más argumentadas de ponerla a caldo que acusarla de haber escrito esta película, que ya le debe de estar reportando pingües beneficios. Piensen en las cosas que ustedes (o sus conocidos) iban a ver cuando eran jóvenes y se darán cuenta de que, en este caso concreto, la ministra apostó a ganador.
]]>El oficio de crítico de cine es sencillo y se resume en pocas reglas:
He aquí lo que se encuentran ustedes a diario en prensa, radio y televisión1. Ahora les hablaré de los críticos de verdad.
Un crítico cinematográfico es una persona que ama el cine más que a su propia vida, que adora el hecho de ir a la oscuridad de una sala y disfrutar con el sonido reverberante de los altavoces, las enormes imágenes de la lona y los destellos de las luces de salida de emergencia; que ha visto suficientes películas en su vida como para saber discriminar lo grande de la morralla, pero que también es consciente de que el cine, más allá de experimentos y consideraciones artísticas, tiene como primera función entretener. A un crítico raramente se le ama, antes bien se le odia, precisamente porque es imposible que sus gustos coincidan con los de su público ni siquiera al cincuenta por ciento; pero de un verdadero crítico, aunque se le odie a muerte, se aprende. Se aprenden qués, quiénes, cómos y porqués; se aprende a no ser exclusivista ni incondicional, incluso por oposición, pues no es raro que vayamos a ver una película (incluso predispuestos a que nos guste) sólo porque nuestro queridísimo enemigo la ha puntuado más bajo que al guión de la carta de ajuste.
El buen crítico, incluso sufriendo (y contagiando) una úlcera permanente mientras predica, permite hacernos discriminar de una forma o de otra. No “construye” nuestro gusto, aunque no falten ocasiones en que lo intente, pero procura “destruir” la paja para que al menos podamos decidir si el grano nos gusta. El crítico es, por definición, amargado: jamás reconocerá que le gustan películas de tipo Top Secret o Vampiros de John Carpenter, pero las tendrá escondidas tras la hilera de porno duro en el estante de su casa. Seguramente blasfemará en arameo cuando hable de la ceremonia de los “Óscar”, pero será el primero en perder el culo (y lo que sea menester) con tal de estar allí en vivo y en directo, buscando obsesivamente la mirada de Steven Spielberg, objetivo recurrente de sus balas de cañón. Y, sobre todo, verá doscientas mil veces “Ciudadano Kane” para convencerse de que es una obra maestra, aunque tras el primer visionado y una vez conocido el final pierde toda la gracia. De un mal crítico solamente obtendremos caras largas ante reseñas de películas que ni siquiera ha visto. De un buen crítico podemos hasta comprar su libro recopilatorio, con textos que en sí son pequeños y maravillosos ensayos sobre este monstruo de seis patas llamado cine. Al final, un buen crítico aspira a que lo fusilen en vida, pero sólo para que se conserven sus cenizas tras la muerte, como si fueran el más preciado tesoro. Por eso hay críticos y críticos: el que desaparecerá de nuestra vista y de nuestra memoria antes incluso de desaparecer del mundo (¿alguien se lee las minicríticas de la penúltima página de los diarios?) y el que vamos buscando con fruición por un doble motivo: insultarle con fuego cuando destroza a nuestro film preferido, o adorarle durante quince minutos si ha coincidido mínimamente con nuestro gusto por aquella película de Bruce Willis. Nombres como Pauline Kael, Gene Siskel (reemplazado a su muerte por Richard Roeper) & Roger Ebert (“two thumbs up!”), Leonard Maltin, Richard Schickel… son altamente respetados, casi instituciones en su país. Aquí no nos quedamos atrás con gente como el inefable Antonio Gasset Dubois, Augusto Martínez Torres, Román Gubern, Carlos Pumares (a pesar de “sus cosillas”), Carlos F. Heredero, los desaparecidos Fernández-Santos o Guarner, e incluso los componentes del equipo de Lo Que Yo Te Diga. Para mi gusto, el mejor crítico en español que jamás he leido fue uno de los últimos premios Cervantes, fallecido hace pocos años: Guillermo Cabrera Infante, que firmó sus críticas para las revistas cubanas “Carteles” y “Revolución” con el imposible seudónimo de G. Caín.
Lo que demuestra que la crítica es criticable y que los críticos son como los árbitros de fútbol: gente que no sólo se pone delante del cañón para que lo disparen sino que lo tapan incluso con el dedo, desafiantes. También demuestra que ser crítico y disfrutar de una película cualquiera es tarea harto difícil, y que sin ellos nos limitaríamos a verlas sin preocuparnos de más, lo que por otra parte no sé si es bueno o malo… pero de lo que estoy seguro es de que sin la visión de los críticos, de varios críticos y no sólo de uno, nos estamos perdiendo una parte nada despreciable de este arte que Caín llamó “Un Oficio del Siglo XX”. Destrocen, pues, al crítico, contradíganle, chíllenle, ódienle, ámenle, quémenlo por hereje, ... y luego no se olviden de registrar el cadáver.
1 Exceptuando a los críticos de la revista Fotogramas, para quienes todas las películas merecen, al menos, tres estrellas. Si a alguna le ponen menos, es que no se salva ni el logotipo de la productora.
Nota final: Con este artículo concluye la serie “Cine a Topicazos”. Ha sido un placer acompañarles durante estos meses y, sobre todo, discutir con ustedes aunque nunca hayan tenido la razón. Para eso estamos los críticos, incluso los que sólo pretendemos serlo cada diecisiete días. Hasta la próxima.
]]>Y si no me creen, hagamos un breve recorrido por esos años en los que la figura del censor desapareció del proceso creativo para convertirse en un espectador pajillero al uso. Comenzando por la década de los setenta, observamos que algunos espabilados directores-productores (en España no nos cortamos un pelo a la hora de pluriemplearnos, ya que somos capaces de sentar cátedra en varias ciencias a la vez) comprendieron que al cine español no le faltaba talento, no: le sobraba ropa. Este neo-relativismo que asombraría al propio Einstein (y a Aristóteles y Newton juntos, qué cojones) fue la base sobre la que se asentó la ingente producción celuloídica1 patria hasta más o menos la eclosión del reaganismo y de la movida madrileña. Las salas se abarrotaron de espectadores necesitados de cariño y amor, y esto se les dio en forma de tetas y culos. Curiosamente, ninguna de estas joyas mostraba un sólo pene, ya que para estos se habían inventado, a modo de advertencia, una extraña clasificación llamada “S”, suponemos que porque alguien del ministerio de Kurtura las visionaba con un ojo abierto y, al primer asomo de pelo rizado, exclamaba “¡a «ese» se le ve la pilila!”, para desesperación de los exhibidores, que querían duplicar la asistencia a los cineclubes apuntando también a las señoras inquietas. De esta época se obtienen sanas y esperanzadoras conclusiones: el cine español llenaba taquillas, a nadie le importaba que su dinero fuera a subvencionar nuestra “excepción cultural” (mientras el presupuesto de vestuario siguiera rigurosamente controlado al mínimo) y Saura y Garci quedaban para los circuitos de arte y ensayo… para alivio de nuestros cuerpos y mentes, ya que las pajas mentales no resultaban tan agradables.
En la década de los ochenta y a pesar de un gobierno socialista, vivimos el auge y caída de la factoría Ozores (Mariano/Antonio, aún era pronto para la fuerza interpretativa de sus churumbelas) demostrando que hasta de tetas podíamos acabar saturados, sobre todo cuando las que aparecían en la pantalla no eran agarrables. Superados los síndromes de Fedra Lorente y Sabrina (gracias, Chicho), tomaron la alternativa los Colomo, Trueba y Aranda, entre otros, representando los estratos de la comedia, la comedia dramática y el dramón, respectivamente, pero los muy rajados decidieron apuntarse al conservadurismo compulsivo, no fueran a retirarles las subvenciones, y decidieron echarse al monte de distintas maneras. Colomo se especializó en comedias de enredo descafeinaditas con Verónica Forqué, Antonio Resines, Guillermo Montesinos, Chus Lampreave y Carmen Maura. Por su parte, Trueba se especializó también en comedias de enredo con un poquito más de trasfondo y empleando, por el contrario, a Carmen Maura, Chus Lampreave, Guillermo Montesinos, Antonio Resines y Verónica Forqué. Aranda, en un revival poco más que inquietante, decidió que las comedias de enredo no eran lo suficientemente aburridas y que, además, los dos directores mencionados le sisaban los actores por la jeta, de modo que se especializó en narraciones de gran intensidad dramática y aproximadamente seis horas de duración (o, al menos, lo parecían) en los que siempre, siempre, acababa desnudando a su actriz principal. Desde luego, siempre por estricta exigencia del guión y con un sentido artístico que ya quisieran para sí Rubens, Delacroix o Milo Manara. Corriendo paralelo a estos teníamos a Almodóvar, por entonces un transgresor que hacía siempre películas “guarras”, según su definición, que suponemos viene dada por la cantidad de grano que tenían sus fotogramas. Así, teníamos la oportunidad de encontrar en sus películas a Chus Lampreave, Guillermo Montesinos, Verónica Forqué, Carmen Maura y Antonio Banderas (en un claro error del director de casting, pues era obvio que habrían preferido a Resines). Por su parte, Saura se las debió de ver negrísimas de pelas, ya que rodaba con los primeros que se encontraba por la calle, y a Garci le dieron un Oscar por Volver a empezar (1982) y se lo tomó tan al pie de la letra que desde entonces parece que siempre hace la misma película. No ha vuelto a comerse un colín en Hollywood, desde luego, pero siempre es “una apuesta segura” para las nominaciones. O así.
Llegan los noventa y el gobierno de Clinton, que impulsa a nuestro cine como nadie lo había hecho antes. Fuera Colomo, bienvenido Martínez-Lázaro, que es lo mismo pero mejor, pues ahora Colomo se pasa brevemente al lado visible de la pantalla. Aranda sigue exigiendo en el guión que sus actrices acaben en pelota picada y sus actrices, como será el papel que marque sus carreras, se dejan hacer sin protestar, lo que nos hace soñar a muchos “sinéfilos” con ser algún día directores de obras maestras infumables… lo que sea por ver a la Verdú siquiera en ropa interior. Garci cambia el estudio por los platós para explicarnos lo grande que es el cine (en versión doblada, con cortes publicitarios, comiéndose los créditos y repleto de interesantísimos y amenos contertulios), pero sin olvidarse de dejarnos un par de filmes intimistas al lustro, no vaya a ser que dejemos de plantearnos el porqué de las subvenciones. Saura se pasa al documental sin palabras y, tras Sevillanas (1991), Flamenco (1994) y Tango (1997) decide dejar “Muñeiras” y “Sardanas” para tiempos menos convulsos. A Trueba lo subieron a los altares cuando consiguió el Oscar con Belle Epoque, lo que llevó a muchos a decir que el cine español estaba recuperándose espectacularmente… y no deja de ser irónico tratándose de una película de 1992 que se envió a los Oscars de 1993 (concedidos en 1994) porque el nivel de los films españoles en el 93 era aparentemente tan bajo que la única manera de tener posibilidades en Hollywood era enviar a una película con dos años de antigüedad y ya fuera de las salas comerciales del país. Almodóvar, por su parte, una vez repuesto del fiasco americano de su Mujeres al borde de un ataque de nervios (1989) y de haber contribuido a crear una nueva calificación por edades en el país de las barras y estrellas con su Átame (1990), decide ir abandonando poco a poco su fase garrula e ir puliendo sus films con barnices de madurez, que culminarán con la concesión del codiciado premio casi al borde del siglo (Todo sobre mi madre, 1999). En esta década, además, asistimos al nacimiento de una generación de cineastas que acabarán copando las carteleras hasta casi el cambio de cifras: Álex de la Iglesia, Juanma Bajo Ulloa, Julio Médem y Alejandro Amenábar, a cual más peculiar que el anterior. Con títulos tan atractivos como Vacas, Tierra, La Madre Muerta o Acción Mutante van tomando posiciones para convertirse en los pioneros del “nuevo cine español”, el que consigue llegar a espectadores más jóvenes, el que le da sentido a la gala de los Goya, el que aspira, como si fueran Gasol o Navarro, a jugar en la NBA de las estrellas de “jolibú”, aunque el que llega a dar el salto acabe hasta las narices de hacer las cosas bien ( Two Much, Fernando Trueba/1995; Perdita Durango, Álex de la Iglesia/1997). Los actores fetiche de los ochenta dejan paso a jovenzuelos como Ariadna Gil, Penélope Cruz, Nancho Novo, Aitana Sánchez-Gijón, Carmelo Gómez, Fernando Guillén-Cuervo, Eduardo Noriega, Fele Martínez, Candela Peña, Saturnino García, los Bardem (Javier y Pilar), Álex Angulo o Luis Ciges. Santiago Segura demuestra empíricamente lo que la ciencia nunca pudo demostrar: que son posibles la ubicuidad y el movimiento continuo. Al ignorado Ricardo Franco lo canonizan poco antes de morirse (La Buena Estrella, 1997). Luis García Berlanga da su adiós oficial al cine destetando a Concha Velasco. Y, con carácter general, el cine español inventa una nueva técnica para los actores de comedia (o, para ser exactos, Antonio Resines y Tito Fernández) que quieren pasarse a los papeles serios: poner cara de estar estreñido mientras dure el rodaje. ¡Púdrete, Stanislavski!
Y acabamos con eso que se llama “época actual”, en la cual la generación de Al Salir de Clase toma la delantera, arrojando a un puñado de sorprendentemente buenos actores hacia el cine y la televisión de alcance. Aranda, siempre al quite, se apresura a despelotar a Pilar López de Ayala2 primero y a Paz Vega después, no fuera a ser que se le adelantaran, aunque en este último caso hay que reconocer que Médem estuvo más avispado; la edad, que no perdona. Una nueva hornada de directores, actores, guionistas, compositores y técnicos que no le hacen ascos al estilo de vida jolibudiense prometen el advenimiento de otra edad dorada del cine español, que ya comienza incluso a atreverse con los musicales y las superproducciones, con desigual resultado. Aunque solamente nos enteremos de las nominaciones al Oscar si se las dan a Cruz, Bardem y/o Almodóvar, lo cierto es que en los últimos años se ha hablado mucho español en las listas de candidaturas. La Academia de Cine, en línea con los tiempos que corren, decide que lo taquillero no tiene calidad, que los cortos son demasiado largos y que donde esté un buen Garci o un buen Saura no hay color posible, de modo que siguen apostando por los dinosaurios, que tan bien le vinieron a Steven Spielberg en su día. La influencia de G. W. Bush es más que clara (en la Academia, no en los nuevos cineastas) y, a poco de cerrar la primera década del tercer milenio, parece que el cine español tiene un gran futuro por delante, en el que es posible que, incluso, se produzcan películas medianamente entretenidas, sin protagonistas eternamente perjudicados, con un sonido directo que no haga sentir vergüenza ajena en la revisión en DVD, con carteles que no parezcan propaganda de guerra y con actores capaces de vocalizar frases de más de siete palabras (incluyendo algún que otro trisílabo). Y, siendo optimistas de la muerte, que todo eso pueda hacerse sin subvenciones de por medio. A lo mejor, quién sabe, podremos ver dentro de pocos años una ceremonia de los Goya que no cause sopor y en el que haya suficientes películas de calidad de tal modo que no haya que repartir las veintitantas categorías entre tres o cuatro cintas, cada una de ellas con catorce nominaciones. Eso sí, un ruego sin rubor alguno: que no jubilen jamás a Chus Lampreave, que viene a ser como los cabellos que dan la fuerza a este Sansón un poco torpe denominado _cine español.
P.S.: Por si alguno no se ha dado cuenta, hoy es 28 de diciembre, así que tómense el artículo como prefieran (sonrisa maligna).
1 De celuloide y también de celulitis. Obvio.
2 Creemos que sólo era una excusa para despelotar a Manuela Arcuri, pero quiénes somos nosotros para juzgar…
]]>Griffin Mill: Buck, ¿cómo estás?
Buck Henry: Bien, ¿qué tal tú?
Griffin Mill: Bien. ¿Qué tienes para mí?
Buck Henry: De acuerdo. Esto es: El Graduado, segunda parte.
Griffin Mill: Oh, estupendo.
Buck Henry: Escucha, los tres protagonistas siguen ahí: Dustin Hoffman, Anne Bancroft, Katharine Ross, años después. Y también los personajes: Ben, Elaine y la señora Robinson. Ben y Elaine siguen casados. Viven en una casa grande, tenebrosa, en algún lugar del norte de California. Y la señora Robinson vive con ellos… su anciana madre, que ha tenido un ataque al corazón, así que no puede hablar.
Griffin Mill: ¿Será divertida?
Buck Henry: Será divertida. Oscura, extraña y divertida.
The Player, Robert Altman, 1992. Buck Henry, guionista de “El Graduado”, se interpreta a sí mismo en el plano-secuencia inicial.
La palabra “secuela” suele tener tintes negativos: las secuelas de una herida, las secuelas de un shock, las secuelas de un terremoto… La RAE define la palabra “secuela” en su segunda acepción como “Trastorno o lesión que queda tras la curación de una enfermedad o un traumatismo, y que es consecuencia de ellos”. Es decir, algo que raramente es deseable y que resulta más molesto que otra cosa, en el mejor de los casos. Exactamente lo que pasa con la mayoría de las secuelas cinematográficas.
Una secuela no es un remake ni una versión, por lo que conviene tener esto en cuenta a la hora de escupir críticamente sobre una película. Una secuela, en cine, tiene como único propósito el hacer dinero, aprovechando el tirón crítico o comercial (más bien el segundo) de la película que le da origen. Las secuelas suelen ser, por tanto, engendros surgidos de los despachos ejecutivos antes que del cenicero de un guionista; de ahí que su calidad sea, por lo general, ínfima. Y eso que el abanico de tipos de secuelas es amplísimo, es decir, que no cabe la excusa del adocenamiento. Una secuela puede ser:
a) La continuación de una historia original con los mismos personajes que en ésta y la ampliación de su argumento. Es la secuela por excelencia, la famosa “segunda parte”, también conocida con el mote de “la película más esperada”. El ejemplo más famoso es, seguramente, La Guerra de las Galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), que, tras arrasar en taquilla, conseguir seis “Oscars”, la banda sonora instrumental más vendida de la historia y la eclosión del concepto de merchandising, tenía el terreno perfectamente abonado para que El Imperio Contraataca (The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980) y El Retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983) siguieran su camino en el box office. Lucas, posiblemente el tipo con más talento en marketing cinematográfico que ha parido Hollywood, tuvo incluso los santos güebos de dejar la segunda de las películas con la historia sin terminar, cual capítulo de serie de TV, suponiendo —con razón— que habría tortas en el cine cuando se estrenase la conclusión. Truco parecido emplearon Steven Spielberg y Robert Zemeckis con Regreso al Futuro (Back to the Future, 1985), cuyas secuelas se rodaron de forma simultánea cinco años después que la original, en la que ya venía incluido un aviso final, “To be continued”, que creó expectativas a mansalva. Algo parecido sucedió con Matrix (Larry & Andy Wachowski, 1999-2003), en la que los hermanos de apellido raro, al menos, tuvieron un pequeño ramalazo de honestidad rodando también ambas secuelas al mismo tiempo y avisando de que en la primera de ellas no se iba a aclarar una mierda, de manera que habría que gastarse los cuartos en la última para entender el mínimo común múltiplo de Neo y su gabardina-levita estilo Mortadelo tuneado. Y es que cuando de una película sólo queda el subtítulo como parte del acervo lingüístico (“reloaded” o “riloá”), imagínense cómo serían los descartes. Al menos, Zemeckis tenía una excusa para su maniobra: o rodaban ambas secuelas a la vez o corrían el riesgo de que el chaval de 30 años creciera definitivamente y perdiera su pinta de chaval de diecisiete. Lo que no quita que todo fuera por dinero, lógicamente.
b) La repetición de la historia original; alguna vez que otra, incluso, con actores completamente diferentes. Este recurso se usa mucho en las secuelas de películas de terror, por la razón obvia de que en el primer film la mayor parte de los protagonistas han sido masacrados. Podemos verlo en las sagas de Pesadilla en Elm Street (A Nightmare in Elm Street, Wes Craven. 1984), Scream (Wes Craven, 1997), Viernes 13 (Friday 13th, Sean S. Cunningham, 1982) o Sé lo que hicisteis el último verano (I know what you did last summer, Kevin Williamson, 1998) y, más recientemente, en Saw o Hostel. Pero no sólo de terror vive este tipo de secuelas (aunque algunas sean terribles), sino que también son muy convenientes en films del estilo “gag por minuto”, como prácticamente todas las películas de los Zucker-Abrahams-Zucker, que forman secuelas entre sí aunque a priori no tengan nada que ver. Las series de Aterriza como puedas (Airplane!), Agárralo como puedas (The Naked Gun, 1, 2 1/2 y 33 1/3, ésta apropiadamente subtitulada “El insulto final”) o Hot Shots! (Jim Abrahams, 1991 y 1993) indican a las claras cuál es la pretensión de dichos filmes. Mel Brooks hace burla repetida de este hábito en dos de sus obras más gamberras: *La Loca Historia del Mundo” (History of the World Part I, que, además de la guasa del título, incluye un avance sobre la posible continuación) y *La Loca Historia de las Galaxias” (Spaceballs). En esta última hay un diálogo que va directo a la yugular de George Lucas:
Lone Star: ¿Volveré a verte?
Yoghurt: Quién sabe. Si nadie lo remedia, volveremos a encontrarnos en “Spaceballs 2: a la búsqueda de más dinero”.
A veces, lo que se hace es reescribir la historia principal intercambiando los papeles de sus protagonistas. De este modo se obtienen numerosos “guiños al espectador” que le dan al film ese puntito de complicidad y permiten al guionista perezoso no quebrarse demasiado las meninges y seguir cobrando una pasta. De esta guisa salen filmes como Hombres de Negro II (Men In Black II, Barry Sonnenfeld, 2002) que arrastran a millones de seguidores a la taquilla, pero que acaban arriesgando mucho, ya que es difícil vender este tipo de filmes a quienes no han visto la primera parte. Y, si entre éstos, no funciona el “boca-oreja”, el fracaso está asegurado.
c) Una nueva historia, diferente de la original, pero con los mismos personajes y parecida estructura. Nuevamente nos encontramos a Lucas y Spielberg dándole caña al héroe de los ochenta por antonomasia, Indiana Jones y, tras dejarlo casi para el arrastre en su búsqueda del Arca de la Alianza, le enviaron a nuevas y arriesgadas aventuras, primero a la otra punta del mundo para enfrentarse a unos “thugs” cargados de mala leche, y después a Almería, perdón, Hatay, a ver si le birlaban al último cruzado el cáliz de Cristo. Spielberg y Lucas, además, le añaden un pequeño toque exótico a la primera de esas secuelas, El Templo Maldito (Indiana Jones and the temple of Doom, 1985) colocando los hechos un año antes del Arca Perdida, con lo que, además, se ahorraban tener que proseguir tramas amorosas y de otra índole. En La Última Cruzada (Indiana Jones and The Last Crusade, 1989) se nos van ya a 1938, tiempo suficiente para que nadie pregunte nada. Las películas de superhéroes son las que mejor se prestan a esta categoría de secuelas, ya que basan su éxito exclusivamente en los personajes y en los actores que los interpretan. Por eso las cuatro películas de Superman (Richard Donner/1978; Richard Lester 1980/1983; Sydney J. Furie/1987), protagonizadas por Christopher Reeve, fueron taquillazos, incluso a pesar de que las dos últimas eran auténticos pestiños y, en cambio, el “retonno” propuesto por Bryan Singer, no siendo un fracaso total sí que terminó como un “ni fu ni fa” incapaz de superar al cuarteto Reeve/Brando/Hackman/Donner. De hecho, es muy probable que de no haber sido por las exitosas series de televisión basadas en el personaje (*Lois y Clark*, 1993-97 y Smallville, 2001-), el intento de revisitación del superhéroe más famoso de la Historia habría resultado en un pufo de dimensiones kryptonianas. La lista secuelística no se queda, desde luego, en el hombre de acero con los calzoncillos de unno por fuera, sino que es extensible a Spiderman (2002, 2004, 2007 y lo que queda, todas de Sam Raimi), Batman (Tim Burton/1989-1992; Joel Schumacher/1995-1997; Christopher Nolan/ 2005), donde sólo Michael Keaton repitió personaje, X-Men (Bryan Synger/2000-2003; Brett Ratner/2006) y una lista que no para de crecer. La ciencia-ficción también es muy apañada para hacer secuela tras secuela, como lo prueban los diez largometrajes de la franquicia Star Trek, basados en las dos primeras series de televisión y donde las respectivas tripulaciones acaban pareciéndose tanto que casi no se toman en serio lo que hacen… total, son conscientes de que son los buenos y van a ganar, porque si no el fan se cabrea. Capítulo aparte merecerían las infumables (e incomprensibles) secuelas de Rocky, donde la nariz rota de Sylvester Stallone (dependiendo de si es par o impar, se rompe hacia un lado u otro) protagoniza el esquema de “ahora pierdo el combate, ahora gano el combate, no importa que el otro me saque tres cuartas de grande”. En serio, ¿qué compromiso tendrán Sylvester Stallone y el diablo para que el primero se empeñe en hacer enésimas partes de productos que caducaron allá por la invención del sonoro? Pues seis nada menos, oigan. Y ahora nos amenaza con un nuevo Rambo... pero, si Reagan ya está muerto, ¿de quién será ésta secuela la película favorita, de Jesse Ventura?
d) Una historia previa a la original, que trate de explicar los eventos que condujeron a ésta. Es un concepto relativamente nuevo, al que se ha dado en llamar “precuela” y que sirve, cómo no, para… lo han adivinado, ganar dinero. Nuevamente tenemos al tito Lucas, que no se pierde una, aguantando como un jabato veinte años de nada hasta asegurarse dos generaciones diferentes de espectadores que acudan como borregos a chuparse tres películas, tres, que cuentan por qué las repúblicas no son nada prácticas, el peligro que supone dejarse defender por un ejército de trillones de elementos todos iguales (¿pillan la alegoría?) y en qué momento el peinado-cazuela dejó de estar de moda. El infantilismo de buena parte de las siete horas contenidas en la trilogía precedente a la Trilogía (nótese la mayúscula donde procede) enganchó a los espectadores más pibes y dejó a sus mayores con la miel en los labios, pero yendo religiosamente (y ésto casi no es una metáfora) a las salas con cada nueva película, esperando que arreglase el mal sabor de boca de la anterior. Si a eso le sumamos los dolarazos obtenidos con el merchandising y las reposiciones de la Trilogía original, se comprende que Lucas sea muy mal cineasta pero muy buen negociante, por eso lo amamos. No es un bicho raro en esto, desde luego: tenemos Batman Begins de Christopher Nolan (mencionada de refilón en el apartado anterior), Twin Peaks: Fire Walk With Me (de la que hablamos en el siguiente apartado) y alguna que otra de El Exorcista, si bien el género de la precuela anda todavía en pañales y falta mucho por perpetrar.
e) Un spin-off. Con este término nos referimos a una película surgida directamente de una serie de televisión, o viceversa. Entendámonos: no es un remake, sino historias que surgen de otras historias como ramas de árbol, utilizando bien a uno o bien a varios de los personajes de un programa televisivo. Hemos mencionado anteriormente a Star Trek, que también tendría cabida en este apartado como un ejemplo perfecto para ilustrarlo, pero no es la única. Recientemente hemos visto el caso de Serenity (Joss Whedon, 2005), surgida de la serie Firefly, que fue cancelada tras solamente catorce capítulos pero que dejó atrás tal legión de airados fans que decidieron hacer este largometraje que continuaba y concluía las tramas planteadas en televisión. En el sentido contrario, tenemos M*A*S*H, serie producida por Larry Gelbart y Gene Reynolds a partir del film de Robert Altman y Ring Lardner, Jr. Hay casos en los que el spin-off tira únicamente del título de la obra original para encabezar un producto que nada tiene que ver con ésta (*Friday the 13th, the series*, por ejemplo, que narraba historias de misterio protagonizadas por tres buscadores de objetos diabólicos). En otros, lo que se quiere es homenajear al producto televisivo llevándolo a la gran pantalla, pero dándole un cierto lustre envuelto en cinemascope: En Los Límites de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983/Steven Spielberg, John Landis, Joe Dante, George Miller). Y, en alguno que otro, se intenta de nuevo aprovechar el tirón de un producto de culto para repicar en la historia y sacar de donde no hay, resultando en no pocos estómagos revueltos. Efectivamente, hablo del spin-off barra precuela Twin Peaks: Fire Walk With Me (David Lynch, 1992), que se compone de un par de minutos (los primeros) absolutamente magistrales, seguidos de dos horas del peor cine posible e imaginable, que hizo que muchos nos cabreáramos con Lynch hasta el punto de no volver a ver la serie durante muchos años. Y es que, aunque una secuela sea a priori una mala idea, si encima pones tanto empeño en hacerla mal, la cosa puede alcanzar niveles de plaga bíblica (la de las ranas, por ejemplo).
f) La secuela “ni lo intentes”. Comprende elementos de algunos o todos los tipos anteriores, pero basa su pretendido tirón comercial en una única cosa: el título. Por ejemplo, ¿sabían ustedes que existía una segunda parte de El Golpe? (The Sting, George Roy Hill, 1973). Pues créanselo: diez años después de la original, alguien tuvo la feliz idea de hacer una secuela del tipo (a) y, lo peor de todo, algún productor la dio por buena. El resultado… bueno, la contestación a la pregunta que les hacía les dará una pequeña pista de cómo les fue. Y de esas las hay a porrillo, cambiando solamente el número: Teen Wolf II (que ya son ganas), Cocodrilo Dundee 2, Tiburón 2 (y 3, y 3-D, y 4…), 2010: Odisea Dos (no consta que el ejecutivo que aprobó esta secuela haya sido condenado a la silla eléctrica, pero todo puede ser), Karate Kid IV (con, agárrense, nada menos que la doblemente oscarizada Hilary Swank) y la más extraña: Rambo III, teniendo en cuenta que la primera película del adrenalínico marine se llamó First Blood (En España, Acorralado), y la segunda Rambo: First Blood part II, es de suponer que Stallone sigue teniendo un serio problema con los determinantes numerales. Especialmente divertidas eran, hace años, las visitas a los videoclubes de barrio en busca de esparcimiento para un aburrido domingo de lluvia. Podía uno encontrarse auténticas joyas del cinebodrio tipo Karate Kimura VI (Il Ragazzo dal Kimono d’Oro 6, Fabrizio de Angelis, 1993) , El Guerrero Americano III (American Ninja 3: Blood Hunt, 1989), que pierde bastante sin Michael Dudikoff, y, por supuesto, el gran, único e inimitable Chuck Norris… siendo cada película del Ranger de Texas una secuela en sí misma, es sorprendente que sólo se nos quedara en un máximo de terceras partes con Desaparecido en Combate III (Braddock: Missing in Action III, Aaron Norris, 1988). Pero quién soy yo para discutirle al todopoderoso Chuck (patada giratoria in progress). Me consta que los fans de aquellas antiguas VHS sin rebobinar eran legión, y me pregunto, ahora que casi han desaparecido estos templos de la hostia en fotogramas, si el DVD ofrecerá las mismas oportunidades a las generaciones de la PlayStation.
Terminemos afirmando que es difícil resistirse a hacer una secuela. Es, en cierta medida, lo mismo que pasa con el “director’s cut” de películas que se estrenaron hace años… que ya ni siquiera hay que esperar a que eso ocurra. La transformación del cine en un negocio puro provoca que, apenas una película ha llegado a las salas (a veces, incluso antes) ya están las secuelas apalabradas o firmadas. Las más de las veces los que se apuntaron al proyecto acaban saliéndose de él, no sin problemas legales. Las secuelas llevan consigo varios riesgos que poco o nada parecen importar a los ejecutivos de los estudios: para empezar, se devalúa la obra original, sobre todo si en la secuela participa el mismo equipo que en aquélla. Después, es muy probable que la secuela apunte alto el primer fin de semana en taquilla, pero no menos probable es que, salvo casos aislados, se derrumbe en los días siguientes y no consiga ni cubrir gastos. En tercer lugar, se cae mucho en la tentación de hacer secuelas de lo “insecuelable”, es decir, de aquello a lo que faltan elementos para poder hacer algo que recuerde mínimamente al film que le dio lugar. Por eso, por más que se ha hablado y planteado una secuela de Casablanca, ni las mismas preclaras mentes que lo proponen se creen que un producto así llegue a tener éxito. Por eso jamás debió hacerse un engendro como Blues Brothers 2000 (John Landis, 1998), toda vez que la muerte de John Belushi en 1982 dejaba un hueco imposible de llenar en el famoso dúo. Por eso cuando se intentó continuar Lo Que El Viento Se Llevó (incluyendo una novela escrita para la ocasión, “Scarlett”) el proyecto resultó tan ridículo desde el principio que lo acabaron reconvirtiendo a miniserie televisiva, con Joanna Whalley y Timothy Dalton como unos improbables Escarlata y Rhett (¿se puede ser más cutre?). Y por eso todavía quedan directores y guionistas con cierto sentido del ridículo que se niegan a hacer secuelas de cualquiera de sus obras: el propio Steven Spielberg, cuyo nombre por sí solo arrastra a gente en masa a las taquillas, jamás ha hecho segundas partes de sus películas, si exceptuamos la saga del arqueólogo del sombrero (aunque es cierto que como productor sí ha participado en algunas). Desde luego, no será por falta de material, porque le llevan dando la brasa durante veinticinco años para que se traiga de nuevo a la tierra al extraterrestre cabezón más famoso de todos los tiempos.
De todos modos, y permítanme este giro al absurdo… ¿y por qué no? A fin de cuentas, ustedes van a ver una película que les encanta, con su principio, su nudo, su desenlace, sus tramas paralelas y ramificadas y su final fantástico e insuperable… y quieren más, más, mucho más. Quieren saber qué pasa con esa pareja que se aleja feliz por el parque, quieren saber cuándo sale el esquizofrénico del sanatorio y empieza a repartir hachazos de nuevo, quieren saber qué pasó con el amigo que habia invitado Lecter a cenar, quieren saber si al final Harry deja embarazada a Sally y qué demonios pasa con el retoño. Confiésenlo: quieren secuelas, aunque luego les dejen secuelas (y disculpen el chiste fácil y repetido). Si pudieran, las harían ustedes mismos con la historia que se han montado en su cabeza mientras huyen de los títulos de crédito. Buscan con avidez esa segunda o incluso tercera parte que les quite de encima el buen sabor de boca que su precedente ha dejado; qué asco, qué dulce, qué bien me ha dejado, para esto no voy yo al cine… Una secuela le da la oportunidad al espectador de sentirse guionista por un día y criticar libremente al pergeñador del mamotreto con una de esas frases lapidarias tan queridas por el que abandona una sala de cine, mientras sus ojos se acostumbran a la luz de las farolas: “pues yo la habría hecho de otra manera”. ¿Y por qué no? La mayoría son una mierda, sí... pero, en el fondo, las secuelas molan.
]]>Griffin Mill: Buck, ¿cómo estás?
Buck Henry: Bien, ¿qué tal tú?
Griffin Mill: Bien. ¿Qué tienes para mí?
Buck Henry: De acuerdo. Esto es: El Graduado, segunda parte.
Griffin Mill: Oh, estupendo.
Buck Henry: Escucha, los tres protagonistas siguen ahí: Dustin Hoffman, Anne Bancroft, Katharine Ross, años después. Y también los personajes: Ben, Elaine y la señora Robinson. Ben y Elaine siguen casados. Viven en una casa grande, tenebrosa, en algún lugar del norte de California. Y la señora Robinson vive con ellos… su anciana madre, que ha tenido un ataque al corazón, así que no puede hablar.
Griffin Mill: ¿Será divertida?
Buck Henry: Será divertida. Oscura, extraña y divertida.
The Player, Robert Altman, 1992. Buck Henry, guionista de “El Graduado”, se interpreta a sí mismo en el plano-secuencia inicial.
Efectivamente, los Oscars son, seguramente, los premios sobre los que más se miente en cuanto a su trascendencia. Los galardonados hablan siempre de que no les gusta competir, pero compiten, lloran cuando son premiados, lloran todavía más cuando no lo son y siempre llevan un discurso de “no me lo esperaba” guardado en el bolsillo del esmoquin o en los pliegues del vestido bañera. Por si acaso. En cuanto a los espectadores, la mayoría dice que no le interesa, que es una americanada, que el premio a la película extranjera o es Almodóvar o es todo política… sin embargo, muy pocos son los que, el día después de la gala, no saben cuál es la película que ha ganado, quién se ha llevado más premios o qué vestido llevaba Scarlett (ains) Johansson. Para compensar, entonces, dicen aquello de “no sé si ir a ver esta película, como le han dado el Oscar no puede ser buena”. Lo cierto es que el espectáculo de la AMPAS1, que cada año se nos ofrece envuelto en oropel y luces, pasa por ser uno de los programas de televisión más vistos en todo el mundo, siendo superado en EEUU solamente por la invencible Super Bowl.
Y no es para extrañarse. Parte de la filosofía de la fábrica de sueños de Hollywood es que todos sus componentes se reúnan una vez al año para decirse unos a otros lo guapos y geniales que son. Tal acumulación de estrellas bajo el mismo techo resulta irresistible para los miles de millones de espectadores que durante ese año han estado acudiendo a las salas a ver a sus rostros y cuerpos favoritos interpretando vidas en las que les gustaría participar. Aunque la gala en sí está vedada al rebaño común dentro del Kodak Theatre, unos pocos privilegiados que han solicitado con muchos meses de adelanto sus pases, se encuentran situados en una grada a los lados de esa majestuosa alfombra roja por la que pasarán, durante el par de horas previo al “sarao”, los divos y divas de la pantalla, acompañados de absolutos desconocidos que se limitan a sonreír a las cámaras cuando son brevemente interrogados por la prensa adicta, ya que no se permiten las discrepancias públicas en la noche del cine.
Sus protagonistas lo tienen muy claro: los “Oscars” son premios de ellos para premiarse a ellos. Aquí no cuenta la crítica, no cuenta la taquilla, ni siquiera cuenta lo que ganes con tu último film o el tamaño de la caseta de tu perro. La Academia consta de más de seis mil miembros, en una cifra que aumenta cada año (ya que, entre otras cosas, basta estar entre los nominados para que te inviten a ser miembro con derecho a voto), cada uno de su padre y de su madre, entre los que la propensión a dejarse sobornar se encuentra a todos los niveles. Además, a la hora de las votaciones finales, todos tienen derecho a elegir entre todas las categorías2, por lo que, dado que es poco probable que hayan visto todas y cada una de las doscientas y pico películas con candidatura que hay al año, votarán en su mayor parte siguiendo criterios de amistad o afinidad. O, incluso, votando “contra quien”, pues Hollywood es el lugar donde del amor a la envidia desbocada sólo hay un paso de musaraña. Para ellos, además, estos premios tienen una importancia mucho mayor: el conseguir aunque sea una nominación puede suponer que su teléfono siga sonando (o empiece a sonar) la mañana siguiente, o que quede mudo por mucho tiempo. Lógico, teniendo en cuenta que el que te puede llamar mañana es el mismo que ha podido votarte o que, sin haberte votado, ha visto cómo te llevas el gato al agua.
Por eso, cuando nuestros sesudos críticos hablan de que “la Academia ha decidido premiar”, o “la Academia es muy conservadora” o “la Academia ha dado la sorpresa premiando a…” y cosas de parecida erudición, en realidad nos están diciendo que, o no tienen ni puta idea de lo que va esto, o deciden simplificar lo que de sobra conocen para hacerse los interesantes. Los “Oscars” suelen correr con los tiempos, más allá del glamour o de la calidad artística, pero con muchos otros factores que la sustituyen o complementan. Alejados, casi, los tiempos del cine por el cine, lo cierto es que a lo largo de las tres últimas décadas no se ha estado premiando solamente cine del tipo “comprometido”, sino que también reciben recompensa buenas ideas que, por principio, no cuentan con el apoyo de los grandes estudios (que hace tiempo que dejaron de ser “productoras” en el sentido estricto para convertirse en corporaciones comerciales más preocupadas por el balance de caja), o bien obras innovadoras que se salen un tanto de los cánones habituales, o incluso grandes superproducciones que han llevado a la pantalla, con gran riesgo, lo que ninguna otra quiso hacer antes. Fíjense si no en algunos títulos desde los años setenta para acá: Annie Hall (Woody Allen, 1977), Gente Corriente (Robert Redford, 1980), Gandhi (Richard Attenborough, 1982), Platoon (Oliver Stone, 1986), Paseando a Miss Daisy (Bruce Beresford, 1989), Bailando con Lobos (Kevin Costner, 1990), La Lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), El Paciente Inglés (Anthony Minghella, 1996), American Beauty (Sam Mendes, 1999), A Beautiful Mind (Ron Howard, 2001), Million Dollar Baby (Clint Eastwood, 2004) o Crash (Paul Haggis, 2004). Intercaladas entre ellas, aparecen superproducciones del Hollywood más mayestático, como Memorias de África (Sydney Pollack, 1985), El Silencio de los Corderos (Jonathan Demme, 1991), Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), y, naturalmente, Titanic (James Cameron, 1997) y El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey (Peter Jackson, 2003), premios éstos que fueron directamente a “la industria” independientemente de sus valores, aciertos o fallos. Como ven, hay suficiente diversidad como para no considerar a “la Academia” como un ente abstracto, conservador e inflexible que sólo se va a lo políticamente correcto o a lo que más ruido hace. Seis mil votos son muchos votos… hay pueblos en España que apenas llegan a ese censo.
Existe, sin embargo, una excepción, que es a la que se aferran los opinionólogos para sostener dichas tesis, ya que es la que más directamente nos afecta: la categoría de “película extranjera” o, dicho propiamente, “película en lengua extranjera”. Aunque, si se quisiera decir más propiamente aún, sería “película en lengua no inglesa”, puesto que el español ya es segunda lengua en Estados Unidos, e incluso la más hablada en sitios como Florida, Nuevo Méjico y, antes de lo que creemos, lo será en la misma California. Pero no nos desviemos: el caso es que en esta categoría las candidaturas son seleccionadas por un comité de académicos entre las películas que presenta cada país que desee (una por país); de ahí saldrán los nominados. A la hora de votar el ganador aquí, todos los miembros de la AMPAS pueden votar, siempre y cuando hayan visto las cinco películas candidatas (y para ello hay incluso que rellenar un cuestionario que ha de adjuntarse a la papeleta de voto). Dado que es muy raro que ello ocurra, debido a los apretados horarios de las estrellas, suelen ser los académicos de más edad (y con más tiempo libre) los que acaban decidiendo quién se lleva la estatuilla, por lo que es más normal que la decisión en este caso sea más contenida, premiando a películas de calidad indudable, pero también a truños como Viaje de Esperanza (Xavier Koller, Suiza, 1990) frente a Cyrano de Bergerac (Jean-Paul Rappeneau, Francia), Quemado por el Sol (Nikita Mikhalkov, Rusia, 1994) frente a Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, Cuba) o a una desconocida película bosnia, En Tierra de Nadie, (Danis Tanovic, 2001) que competía nada menos que con las exitosas Amélie (Jean-Pierre Jeunet, Francia) y El Hijo de la Novia (Juan José Campanella, Argentina), cuando la lógica decía que, de haber votado todos, el resultado habría sido diferente. Ese conservadurismo, no obstante, también se diluye en ciertos casos al premiar a películas como las de Almodóvar o, en un caso creo que sin precedentes, con La Vida Es Bella (Roberto Benigni, Italia, 1997), una de las escasas películas no anglófonas que tuvo tanto éxito que se llegó a estrenar ¡doblada! en Estados Unidos y, además, hizo que más académicos que nunca votasen en la categoría más gafapasta de los Oscars.
A pesar de que en Hollywood se toman los Oscars muy en serio, es evidente que también son un caldero de frivolidad y cotilleo inigualable. Toda la parafernalia está pensada por y para ello, y desde el vestuario hasta los acompañantes son cuidadosamente supervisados, dejando algunos resquicios (pero no muchos) al misterio y la sorpresa. Así en los noventa podíamos ir preguntándonos cómo de hortera iba a ser el vestido de Cher, diseñado por ella misma, quién iba a ser la diva con más joyas encima, a qué galán le sentaría peor el esmoquin, con o sin moñito y, sobre todo, si a los actores recién salidos del armario se les iba a ver solos o con compañía masculina (curiosamente, nadie se pregunta por las actrices lesbianas). Ya en esta década, son preguntas cuya respuesta suscita menos interés, así que hemos de volver al interior del teatro y sentarnos a esperar el discurso más reivindicativo (descafeinadito, toda vez que Tim Robbins y Susan Sarandon ya entraron en vereda), la morcilla más jugosa (pocas, ya que los productores de la gala son estrictos con metralleta), la “standing ovation” más polémica (ah, Elia Kazan, que diste color a una ceremonia aburrida) y, ante todo y sobre todo, las caras de los perdedores. Y es que quienes peor lo pasan son los propios nominados, especialmente entre los actores, actrices y directores, habiendo todos ensayado el discurso en el espejo de su baño, sosteniendo un tubo de colgate en la mano y procurando recordar a sus familias, a sus jefazos, al equipo y, desde luego, la frase “todos merecían este premio más que yo” (que nunca completan con “pero el oscar es mío, jodeos”, aunque lo piensen). La televisión, absoluta manipuladora desde que comenzó a retransmitir semejante evento, se cuidó muy bien de fijar una cámara sobre cada candidato en el momento de abrir el sobre, pero no para irritarnos con el alarido de la vencedora o los aspavientos del vencedor, sino para recrearnos con el careto de circunstancias de los perdedores, que es lo que en el fondo nos gusta; sobre todo si el perdedor es “claro favorito” al triunfo, que es entonces cuando podemos ver a Nick Nolte con ganas de soltarle un puñetazo a alguien o a Lauren Bacall torciendo el gesto de tal manera que casi se le sueltan los puntos del “lifting”... especialmente cuando la premiada de aquel año, Juliette Binoche, soltó nada más recoger el premio: “¡Uau, yo creía que se lo iban a dar a Lauren!”
Y podríamos seguir hablando durante páginas y páginas de los Oscars y sus circunstancias, porque el tema da para varios libros (de hecho, HAY editados miles de ellos). Podríamos hablar de los Oscars honoríficos, tan controvertidos ellos; de los Oscars de homenaje, en los que parece que la mayoría de académicos se pone de acuerdo para premiar a quien “ya le toca”; de los pesadísimos números musicales para presentar a las canciones candidatas: años llevan dándole vueltas y no consiguen hacerlos mínimamente amenos; podríamos hablar de los premios técnicos, en los que el ingeniero de sonido Kevin O’Connell reúne ya diecinueve candidaturas, sin haber ganado jamás (menos mal que el hombre no es de tendencias suicidas); y podríamos plagar esto de anécdotas que, de todos modos, pueden encontrar si lo desean en la extensa biografía que se ha escrito sobre el eunuco dorado. Nada de esto haremos, pues toca abrir el debate: ¿Son ustedes aficionados a los Oscars? ¿Los ven, los leen, los comentan, se indignan o se alegran por que han ganado sus favoritos? ¿Creen que, como en Eurovisión, es “todo política”? ¿Hacen patria cerrada cuando algún español está nominado, aunque sus posibilidades de ganar sean las mismas que las de Moussambani de atravesar el Canal de la Mancha antes de jubilarse? Y no mientan, bellacos, porque si en verdad estos premios les importan un güevo revuelto, ¿qué hacen criticando las ceremonias de los Goya con frases como “se nota que esto no es Hollywood” o “quieren hacerlo como en los Oscars, pero les sale una mierda”? Y no miren hacia el suelo, que les he pillado. And the winner is…
1 Academy of Motion Picture Arts and Sciences.
2 Salvo la categoría de Película Extranjera, excepción que veremos enseguida
Referencias
Sí, desde que tenemos capacidad para leer y decidimos desperdiciarla con críticas cinematográficas, se nos viene diciendo que hay que distinguir entre novela y libro, entre adaptado y adaptación, que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Ahora bien, si me permiten el exabrupto: namielda. La Literatura ha proporcionado al cine al menos el cincuenta por ciento de las obras que hay en la pantalla, maestras y de las otras. Y seguramente me quedo corto. Tanto es así que grandes (y hambrientos) escritores han tenido que ganarse un magro sueldo escribiendo para otros, a veces a partir de obras de otros, y no pocos son los portazos y las cámaras rotas que se han tenido que ver y oír en los estudios cuando el autor del texto original acababa de los nervios ante el destrozo que director y guionista hacían de su trabajo.
¿Existe, sin embargo, tal destrozo? Hablamos de dos disciplinas diferentes a las que el tiempo ha acabado ligando. Incluso hoy se encargan novelas de las que vayan a salir películas después. Thomas Harris, autor de El Silencio de los Corderos, sabe mucho de eso. Dicen, dicen, que Boileau y Narcejac escribieron De Entre Los Muertos para ver si se la conseguían colar doblada a Alfred Hitchcock, lo que parece que consiguieron (Vertigo) Y así hasta el infinito. Pero, ¿dónde está el problema?
El problema, aunque parezca de perogrullo, es que un libro es un libro y una película es una película. Una imagen vale más que mil palabras, sí, pero también ha de saber interpretarlas para que esa imagen sea efectiva. El cine, dinámico como es, ha de moverse a ritmo distinto que la novela, ya que en esta última es el lector quien marca los tiempos. Y el cine, si no se conoce el “modo de empleo”, puede convertir un texto ágil y atractivo en un pésimo ladrillo que no hay quien se lo zampe (El Resplandor, Stanley Kubrick); pero si se conoce, puede igualmente convertir en mítica una pequeña historia de novela de aeropuerto ( Tiburón, Steven Spielberg).
Por otra parte, la pretendida separación entre libro y film esta poco justificada, ni siquiera bajo licencias artísticas. Si una productora toma un libro de éxito y lo adapta al cine, seguramente pretende que el grueso de sus espectadores (no, no me refiero a ese señor hiperalimentado que se sienta en la butaca delantera) acuda a la sala a ver en imágenes lo que hasta ahora sólo se había figurado en su mente, precisamente porque se han leído el libro y les ha gustado. Y, si no se es consecuente con ello, se corre el riesgo de acabar en fracaso, como sucede de hecho con la mayoría de adaptaciones: o bien los personajes no son como en el libro (y, tratándose de millones de lectores, eso es casi imposible), o bien la trama tiene saltos respecto al texto, o bien hay desorden en las historias, o —lo más habitual— la trama se simplifica en exceso. Si el espectador sigue el camino inverso, se dice, el resultado no es mucho mejor, ya que acaba asumiendo unas caras para los personajes del libro que inevitablemente vendrán de la película. Un caso paradigmático podría ser el de Philip Marlowe, el detective creado por Raymond Chandler cuyo intérprete de mayor éxito fue Humphrey Bogart en El Sueño Eterno (The Big Sleep, Howard Hawks), prestando una imagen al personaje que en nada se asemejaba al Marlowe de las novelas, pero a la que éste quedó atado para siempre. En una película cuyo guión fue parcialmente escrito por William Faulkner, ya que estamos. Pero todo esto último es más un problema literario que cinematográfico, en realidad.
La fidelidad al libro, sin embargo, nunca ha de ser exagerada, ni tampoco perfecta, salvo que el texto así lo permita (lo cuál, por otra parte, es rarisimo). Dado que el cine usa imágenes, resulta absurdo mantener el tempo de largas descripciones o disquisiciones filosóficas mientras intentas contar algo con cierto sentido y que pretenda enganchar. Esto es igualmente válido para los diálogos o incluso para las narraciones, que en modo alguno deberían usar el mismo lenguaje en un medio y en otro. Si, en Lo que queda del día (The Remains of the Day, James Ivory), unas conversaciones pausadas y afectadas casan perfectamente con el fondo de una historia ambientada entre la aristocracia inglesa, resulta por el contrario ridículo trasladar el floreado y barroco lenguaje tolkieniano, palabra por palabra, a la pantalla (El Señor de los Anillos, Peter Jackson). Es necesario recortar, adaptar y filtrar por el tamiz de los 35 milímetros lo que sobre el papel es un ejercicio de estilo para evitar que los diálogos entre personajes chirríen al oído. Recuerden que en los libros (en la mayoría) consentimos formas y giros expresivos que, trasladados a la vida real, quedarían incluso embarazosos. Esto es algo que muchos guionistas y directores siguen sin asumir hoy día, particularmente cuando se trata de adaptar libros complejos. Hablábamos en un artículo anterior de Lolita, que podría ser un buen ejemplo también de cómo no hacer una adaptación… al que no se haya leído el libro, probablemente se le quiten las ganas tras ver el film.
Un complemento que suele darse en las películas que adaptan novelas es la voz en off: un narrador fuera de la pantalla que, en determinados momentos, ejerce de puente entre los distintos puntos de la trama. Bien utilizado, puede ser un recurso muy útil cuando se adaptan novelas largas y son necesarios muchos cortes y elipsis, si se desea que la historia pueda seguir teniendo continuidad (Dune, David Lynch). Mal utilizado, supone una carga a la historia y al espectador que impide disfrutar de otros aspectos de la película, ya que la voz en off aparece omnipresente hasta el hartazgo (Sin City, Frank Miller/Quentin Tarantino). Si esto ocurre, en mi opinión, la adaptación está mal hecha, ya que ha fracasado al trasladar la historia de un medio al otro, pues utiliza el texto de origen como muleta vocal que no aporta nada a la narración por imágenes.
Naturalmente, no todas las adaptaciones se hacen de libros, teatro o cómics. Cada vez con más frecuencia, encontramos películas que se basan en series de televisión de éxito. Ejemplos: Mission:Impossible de Brian de Palma; Miami Vice de Michael Mann o la injustamente vilipendiada The Brady Bunch, dirigida por Betty Thomas y que da un inteligente giro a la serie situando a sus personajes (un viudo y una viuda que se casan entre ellos y cada uno trae tres hijos) en plena década de los noventa pero conservando la ropa y las costumbres de la familia WASP1 original de los sesenta. El resultado es convertirlos en inadaptados pero conservando su inocencia, que es la que provoca todas las situaciones cómicas. De todos modos, las adaptaciones de series pueden tenerlo más fácil en la taquilla, ya que provienen, a fin de cuentas, de medios “primos hermanos” y el traslado es algo más sencillo, además de poder ser alteradas casi a placer para ajustarlas a los parámetros de las nuevas generaciones que irán a las salas, un público radicalmente distinto del que las veía desde el sofá y al que sería mucho más difícil convencerle de que va a ver lo mismo con otros actores. Y el campo de adaptación no se queda ahí: también hay films basados en colecciones de cromos (Mars Attacks, Tim Burton), en atracciones (Piratas del Caribe, Gore Verbinski) e incluso en monólogos de humor (Mi Gran Boda Griega, Joel Zwick), bichos un tanto raros para un arte que tiene como pilar básico la palabra escrita, a pesar de todo.
En general, las sensaciones que buscamos cuando vamos al cine y cuando leemos son muy diferentes. Sin embargo, esto cambia cuando vamos a ver una adaptación de un libro que hemos leído y disfrutado. Evidentemente no podemos esperar encontrarnos en la pantalla con lo mismo que en la novela; mucho menos ver a los mismos personajes que nuestra imaginación ya ha predefinido… pero, inconscientemente, es eso precisamente lo que hacemos. Los niños son para eso mucho más exigentes que los adultos, y esa es la razón por la que las películas de Harry Potter tienen tantos fans como los libros del pequeño mago: están escritas de tal modo que sean perfectamente adaptables, con pelos y señales, a lo que cada libro ya deja mascadito, porque no puedes arriesgarte a que un grupo de ávidos lectores empiece a llenar la sala con gritos preguntando que dónde está el sombrero que habla. Los adultos somos un poco más esnobs: nos conformamos con que la película capte la “esencia”, aunque se deje a un lado muchos de los detalles (Chacal, Fred Zinnemann). Si la esencia se pierde, igualmente nos decepciona, aunque en este caso no sepamos explicar exactamente el porqué (Alta Fidelidad, Stephen Frears). Por eso es posible que el mejor elogio que se le puede dedicar al autor de una adaptación cinematográfica es que la gente salga de verla con una sonrisa y diciendo algo como “así es como yo la habría hecho”. O, en lenguaje poético: “tá clavao”. Claro que también podría ocurrir como cuando un obispo, creo que el de Chicago, salió en 1959 del cine tras ver Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille) y le preguntaron qué le había parecido. Su respuesta fue: “Vi la película. Me encantó el libro”.
1 White Anglo-Saxon Protestant, usualmente conservadores.
]]>Como casi todo en este arte, el doblaje surgió por necesidad. Por un lado, la necesidad de que las películas alcanzaran a un mayor número de espectadores en todo el mundo. Décadas antes de la aldea global, la diversidad de idiomas resultaba una altísima barrera a franquear. Si bien al principio se tomó como solución realizar varias versiones del mismo film (esto es, se rodaba la misma película con los mismos actores pero en otro idioma, casi siempre con los diálogos aprendidos fonéticamente), es evidente que el gasto en equipos, desplazamientos y sueldos limitaba mucho el campo de acción. La ventaja del doblaje era, pues, bastante clara: actores más baratos (por desconocidos), desaparición de cámaras y decorados, y ni siquiera era necesario producirlo en los estudios de origen, sino que podía realizarse en el país de destino. Incluso se podía externalizar la función a otras empresas ajenas a la productora, con lo que también ahorraban en plantilla fija. Y así, como si de una posesión demoníaca se tratara, aquellos rostros comenzaron a hablar lenguas que ni conocían ni habían estudiado.
Si tratamos el cine como el arte que es, la discusión sobre si el doblaje es bueno o malo se diluye inmediatamente: es malo y basta (a veces también basto). Por mil razones, pero sobre todo por una fundamental, casi perogrullesca: al doblar una película no sólo se superponen las voces de sus intérpretes, sino que prácticamente se sustituye una banda de sonido completa por otra. Ello hace que las películas dobladas “suenen diferente”, cargándose todo el trabajo de los ingenieros de sonido. Que son, para que nos entendamos, aquellos que hacen que una puerta al cerrarse suene como una puerta al cerrarse, que un trueno suene como un trueno que el bullicio de la Quinta con Broadway parezca real pero no “pise” los diálogos. Como ejercicio, búsquense una película que tenga muchos ruidos y pásenla luego en versión doblada. Verán que todos esos sonidos, o quedan degradados al ser (mal) simulados o, simplemente, desaparecen.
Ahora bien, el cine también puede interpretarse de otro modo, opuesto o complementario a la definición de arte (según el crítico que la haga), esto es, como entretenimiento. En ese caso el doblaje puede ser una virtud más que una tara. Gracias al doblaje, miles de personas entran en un cine a pasar el rato, a ver una película que les distraiga durante dos horas, a no pensar en nada y a no concentrarse “leyendo letreros”. Son un gran número de espectadores a los que las voces, los matices, los juegos de palabras y los ingenieros de sonido se la traen completamente al fresco y pagan su entrada simplemente para pasárselo bien. Es más, de no estar esas películas dobladas es probable que no fueran a verlas, por lo que el doblaje contribuye a que se produzcan, se exhiban y se hagan más películas. ¿Qué se pierden una parte importante de la obra? Naturalmente, pero el cine no es un arte exclusivamente sonoro, así que pueden disfrutar (y me consta que disfrutan) de la otra parte. Resulta curioso oír a la gente decir que tal actor o actriz son buenos, o que son sus actores favoritos, cuando realmente sólo conocen la mitad de su trabajo, pero es evidente que esa mitad les dice algo, les llega, con doblaje y todo. Y, como remate, hay que reconocer que a algunos protagonistas de esas películas, en particular de las de acción, se les hace un gran favor doblándoles, pues parecen mejores de lo que son. Hay otro tanto más, que no por obvio ha de ser olvidado: las películas de dibujos. Usted lleve a su niño a ver una peli de Disney con subtítulos y verá qué pronto se le duerme en la sala; no hay más preguntas, señoría.
Entendido el cine como negocio, el doblaje cumple una función muy prosaica, pero igualmente la defensa de la V.O. entre la industria nacional también la cumple: a menos licencias de doblaje, se piensa, más gente optará por ver películas españolas. Esto, terriblemente falaz, es uno de los grandes hándicaps del cine patrio, pero sería materia de otro artículo. Los franceses y los alemanes doblan también las películas extranjeras y ello nunca ha ido en detrimento de sus propios films. Parece, pues, obvio que el doblaje es una industria perfectamente asentada y cuyo futuro está asegurado. La pregunta es si ello va a resultar en una reducción de las posibilidades de ver versiones originales en las pantallas españolas. Y en este caso, quien esto escribe cree que no.
Creo que los principales enemigos del cine, es decir, Internet y la televisión, van a ser paradójicamente los que acaben salvándolo tal y como es. La inmediatez que Internet proporciona junto con la afición cada vez más creciente a series que tardan en llegar dobladas a nuestro país provoca que los espectadores utilicen medios como el P2P para descargarse cuanto antes esos capítulos de los shows que les enganchan como una droga. Como, evidentemente, no ha habido tiempo a doblarlos, sus fans los ven sin problemas en versión original, incluso con subtítulos, ya que siempre hay alguien en la red que se dedica a generarlos y compartirlos con el resto de usuarios. Dado que el fenómeno está cada vez más extendido, no sería raro que a medio (¿corto?) plazo esta nueva generación de usuarios, de espectadores, que abandona la rigidez de los horarios televisivos y de los pases fijos de una sala acabe tomando como cosa normal el ver y oír a los verdaderos actores, y como lugar extraño el oír la misma voz en Robert de Niro y Al Pacino, o en Bruce Willis y Kevin Costner. Hay que hacer notar, además, que a esto están también contribuyendo, y mucho, los actores de doblaje de última generación, monocordes y desprovistos de “ángel” en su mayoría; en definitiva, más malos que un dolor de muelas. Las voces clásicas del doblaje ya han fallecido, se están retirando o se pasan al otro lado de la pantalla, descuidándose. Y cuando los Rogelio Hernández, Joan Pera, Maria Luisa Solá o incluso el ubicuo e irritante Jordi Brau desaparezcan, probablemente esta profesión, en sí misma un arte dentro del arte, también se acabe diluyendo. Y yo disfruto sobre todo con las versiones originales, pero mis recuerdos y añoranzas de cine las oigo, siempre, con la resonancia de grandes dobladores. ¿Doblaje si, doblaje no? Yo digo: si ha de haber doblaje, que sea bueno.
Referencia: eldoblaje.com
]]>¿Qué es realmente un remake? A grandes rasgos se trata de una nueva versión de una película estrenada años atrás que, normalmente, gozó de gran éxito en su momento (aunque no siempre es así, como veremos). Las condiciones para que se pueda denominar de este modo son simples: debe mantener la trama principal de la película original, debe darse crédito al guionista de aquélla, y debe reproducir fielmente el tono tratado en dicho film (es decir, una parodia no se consideraría remake). Es por eso que no siempre podemos tomar como remake una nueva adaptación al cine de alguna novela, obra de teatro o cualquier otra publicación, pues aunque el material de partida es el mismo pueden dársele enfoques completamente diferentes. Esto será tratado en un posterior capítulo de la serie.
El remake no es una fórmula nueva, sino casi tan antigua como el propio invento del cine. Los primeros remakes con gran efecto en el público se produjeron tras la transición del cine mudo al sonoro. Grandes directores que habían rodado números uno de taquilla decidieron ponerle voz (y, en ocasiones, color) a sus viejas historias. Así, Cecil B. DeMille corrigió y aumentó sus “Diez Mandamientos” (The Ten Commandments, 1923 y 1956), a la postre su canto de cisne artístico. Otros, como Alfred Hitchcock hicieron revisiones de algunos de sus films al cambiar su forma de trabajar, tal y como hizo Alfred Hitchcock con “El Hombre que Sabía Demasiado” (“The Man Who Knew Too Much”, 1934/GB y 1956/USA). Aunque lo más habitual era, y es, tomar un guión ya llevado a la pantalla y rehacerlo con otros actores, otro director y algunas variaciones sobre el argumento original. Un caso especial de este tipo de remakes se dio en las décadas de los cincuenta y sesenta, cuando se trató de devolver ciertos clásicos a la pantalla con films en rutilante technicolor y los actores de moda, con el fin de atraer a nuevas masas de público en una época en la que el video no existía y las reposiciones eran la única forma de ver a las estrellas de la época dorada. Tal ejemplo encontramos no solo en la mencionada obra de DeMille, sino también en otra épica cargada de premios, “Ben-Hur” (William Wyler, 1959), que reproducía de forma espectacular el film homónimo de Fred Niblo (1925), igualmente aparatoso. Uno de los casos más claros, por canónico, es el remake de “El Prisionero de Zenda” (The Prisoner of Zenda), rodada primero en 1937 bajo la dirección de John Cromwell y con Ronald Colman y Douglas Fairbanks Jr. como antagonistas, y prácticamente calcada a colores en la versión de Richard Thorpe de 1952, que enfrentaba a Stewart Granger y James Mason y en la que se adaptó incluso la partitura escrita por Alfred Newman veinticinco años antes. Incidentalmente, la versión de Cromwell no era la primera que se hacía de la novela de Anthony Hope, sino que previamente Hollywood había parido otras tres, todas ellas mudas. Algo parecido intentó hacer Martin Scorsese en 1991, al adaptar de forma casi literal la obra maestra de Jack Lee Thompson, “El Cabo del Terror” (Cape Fear, 1962) en un film de idéntico título (aunque en España se tituló “El Cabo del Miedo”) que incluía a varios actores del original en roles completamente diferentes, además de adaptar-adoptar la banda sonora compuesta por Bernard Herrmann, previamente arreglada por Elmer Bernstein para hacerla más rimbombante. Aparte de eso, el aporte que la versión de Scorsese hizo a su predecesora fue nulo, si obviamos el hecho de que la carga sexual de las protagonistas femeninas fue mucho más evidente en la moderna.
Lo que nos lleva a la siguiente pregunta: ¿para qué sirve un remake? Los críticos más puristas suelen decir que hacer una nueva versión de una película ya rodada es querer reescribir el Quijote o repintar a la Mona Lisa. Esto puede ser cierto a veces, pero no ha de considerarse una norma general, pues la ventaja que tiene el remake es que permite experimentar con algo que ya se ha hecho e intentar darle la vuelta en algún aspecto. Así, tenemos remakes que se limitan a variar algunas características de sus personajes o de la trama, como “Tienes un E-mail” (You’ve Got M@il, 1998), revisión de “El Bazar de Las Sorpresas” (The Shop Around The Corner, 1940), el clásico de Lubitsch, que aquí actualiza Nora Ephron a las nuevas tecnologías sustituyendo la caligrafía por el correo electrónico y la tienda de regalos por una gran cadena de librerías que amenaza a un pequeño comercio de barrio. Otros deciden cambiar de sitio la trama principal, convirtiéndola en secundaria pero sin perder la esencia; tal es el caso de “Algo Para Recordar” (Sleepless in Seattle, 1993), cuyo centro neurálgico es la película “Tú y Yo” (An Affair To Remember, 1957) de Leo McCarey, quien además la hizo como remake de “Love Affair” (1939), dirigida por él mismo. Uno de los textos más repetidos en la Historia del Cine, si exceptuamos a los de Shakespeare, es la obra teatral “The Front Page”, de Ben Hecht y Charles MacArthur. Dicha historia, seguramente una de las más perfectas que jamás se han escrito, nos cuenta las peripecias de un magnífico periodista, Hildy Johnson, que quiere abandonar la profesión para casarse, lo que provoca la desesperación de su jefe, el intrigante y sinvergüenza Walter Burns, justamente en las horas previas a la condena a muerte de un hombre inocente. Burns empleará toda clase de tretas para que Hildy acabe ocupándose de la noticia cuando, tras un inexplicable tiroteo, el preso ha conseguido escapar. Cuando el reo caiga por casualidad en las manos de Hildy y Burns, toda clase de cómicas situaciones se suceden, acompañadas de una fuerte carga de crítica social. Seguro que les suena, pues esta historia ha sido llevada múltiples veces al cine, bajo títulos como “La Primera Plana” (The Front Page, 1934, Lewis Milestone), “Luna Nueva” (His Girl Friday, 1940, Howard Hawks), en la que incluso se añade una motivación más al comportamiento de Burns haciendo que Hildy sea una mujer; “Primera Plana” (The Front Page, 1973, Billy Wilder), en mi opinión la de mejor reparto encabezado por Lemmon, Matthau y Susan Sarandon; y, finalmente, “Interferencias” (Switching Channels, 1988, Ted Kotcheff), en la que se trocaba al Chicago Examiner por un canal de televisión y se volvía a poner a una mujer como protagonista. Más recientemente ha habido un tipo de remake con mucha aceptación en los Estados Unidos: “cazar” películas o guiones europeos de éxito y rodarlos bajo toda la parafernalia hollywoodiense, estrellazas incluidas. Algunos ejemplos: “Una Jaula de Grillos” (The Birdcage, 1996, Mike Nichols), adaptada del film francés “Vicios Pequeños” (La Cage aux Folles, 1978, Eduard Molinaro); “Mentiras Arriesgadas” (True Lies, 1994, James Cameron), revisión de otro film francés, “La Totale!” (Claude Zidi, 1991); “Esencia de Mujer” (Scent of a Woman, 1992, Martin Brest), que versionaba a la italiana “Profumo di Donna” (Dino Risi, 1974). Tras Europa los más imitados habrán sido seguramente los japoneses y, de éstos, el remake más famoso quizá sea “Los Siete Magníficos” (The Magnificent Seven, 1960, John Sturges), que transformaba a “Los Siete Samurais” de Akira Kurosawa (Shichinin no samurai, 1954) en aguerridos cowboys, con un argumento prácticamente idéntico.
Entonces, ¿dónde está la necesidad del remake? Supongo que esperarán una respuesta algo menos prosaica que la del negocio, pero realmente no hay otra forma de entenderlo. Como decíamos unos pocos párrafos más arriba, a partir de la década de los treinta se rehacían antiguos guiones para hacerlos llegar a una nueva generación de espectadores. A medida que el cine avanza, el nuevo público demanda cosas diferentes, más atrevidas, más espectaculares o, sencillamente, más ruidosas. En la era del 3-D, si se quiere que un chaval preste atención a viejos filmes en blanco y negro, es necesario educarle en ello. Como eso no es rentable ni garantiza el éxito, los ejecutivos de los estudios deciden tomar historias que en su día se demostraron efectivas y “aggiornarlas”, equipos de guionistas mediante, para atraer a los comedores de palomitas. Los resultados son en general bastante mediocres, pues se suelen aligerar las (buenas) historias para descargar la responsabilidad del film sobre las estrellas principales, a veces incluso dándoles a éstas un peso específico que en la película primigenia no tenían, lo que casi siempre acaba desvirtuando el argumento que sirvió de base. En raras ocasiones se supera al original (hablamos de una de éstas en la reseña de Un par de seductores). En otras, ni siquiera copiarla plano a plano consigue resultar en una calidad similar, como se pudo comprobar (dolorosamente) en el refrito que hizo Gus Van Sant en 1998 del “Psicosis” de Alfred Hitchcock (Psycho, 1960). Sin embargo, aún siendo este último un film hecho puramente para dar dinero, en realidad desvela el único sentido artístico que posiblemente tenga un remake, esto es, el experimentar sobre lo ya creado. Y que nadie se escandalice, pues tales métodos no son exclusivos del cine ni, desde luego, inventados con éste, sino que pueden verse y escucharse en cualquier expresión de las otras artes, incluso siendo los propios artistas quienes experimentan variaciones de sus propias obras, a veces reiterativas hasta el hastío, incluso disfrazadas con el más culto nombre de estudios.
Un remake, pues, puede ser una película como otra cualquiera, excepto que uno de sus propósitos siempre está claro y no se oculta: dinero. A partir de ahí, búsquenle las vueltas que quieran: los habrá buenos, regulares, malos, pésimos y “Lolita” de Adrian Lyne (1996), pero no dejan de ser películas de igual calibre. Quizá el principal defecto de éstas es que están copando el favor de las productoras, dejando cada vez menos sitio a las historias originales. Quién sabe, igual hasta se vuelve cíclica la cosa, eliminando en cada ciclo los guiones de menos éxito y acabaremos con sólo tres o cuatro historias filmadas y refilmadas cada quince o veinte años, hasta que el cine implote. A fin de cuentas, si uno lo mira bien, el “Guernica” puede ser un remake de las pinturas de Altamira.
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