Cuesta 20:00 dólares, están hecho en China y desde que los pusieron a la venta, antes de las navidades, no han vendido ni uno. Los he visto durante meses en una tienda de mi barrio en la que tienen tarjetas para cumpleaños, bodas, bautizos, muertes y cualquier otra posible celebración.
El cascanueces de la Señora Clinton tiene los muslos de acero inoxidable y casca las nueces (entiéndase pelotas o cojones) más duras. ¿Está América preparada para este cascanueces? Con Obama parece que lo tiene difícil, pero nunca se sabe.
En el reverso de la caja vienen, ¡cómo no!, las direcciones para como usar el cascanueces. Realmente funciona, dice la información, y paso a paso nos ilustra cómo utilizar el instrumento. En la imagina número una nos indican cómo hay que poner la nuez entre las piernas y en la imagen dos cómo hay que apretar las piernas y así cascar la nuez. Todo tiene una doble intención que a uno le recuerda a los tiempos en que el Presidente Clinton, en la Casa Blanca, usaba otro tipo de cascanueces para cascar otra “nuez”.
Acompaña a las instrucciones unas frases “oídas en la calle” y que son atribuidas a personajes que, de una u otra manera están ligados a la señora Clinton: Barack Obama, Dick Cheney, Nancy Pelosi, John MacCain, Rudy Giuliani, el Presidente Bush y el propio Bill Clinton. Obama dice: “Puedo sentir el dolor de Bill” o John McCain, el republicano que arrasa: “El cascanueces de Hillary… eso es una redundancia” o el comentario del marido de la candidata demócrata que dice: “No comment”.
Yo esperaba que la señora Clinton no fuera a ganar lo que hasta ahora ha conseguido y el cascanueces se vendiera en una de esas tiendas de descuento a un dólar más o menos, pero después de ver los resultados del “supermartes” me he apresurado a la tienda a comprarlo.
Era el único que quedaba.
Para más información visite www.hillarynutcracker.com.
]]>Desde las elecciones presidenciales del 2004, en las que los votos de los exurbios dieron a Bush una ventaja importantísima, abundan los libros y artículos que describen la vida en estas post-urbanizaciones. Muchos críticos sociales apuntan al gasto excesivo de combustible que muchos exurbanitas hacen de camino a la ciudad, donde trabajan; a la cantidad de terreno que sus urbanizaciones ocupan, destruyendo espacios naturales y agrícolas; al enorme capital que chupan del centro de las ciudades, empobreciéndolas. Claramente, los exurbios (como los suburbios que los precedieron) son la secuela histórica del “éxodo blanco”—la huida de las ciudades de las familias blancas de clase media tras la desegragación de las escuelas y los barrios en los años 60.
Toda ciudad norteamericana está rodeada de exurbios, que en todas partes son iguales—con las mismas “McMansiones”, los mismos parques de negocios con los mismos rascacielos de cristal, los mismos grandes almacenes, los mismos centros comerciales con las mismas franquicias y los mismos restaurantes. De la misma manera, los exurbanitas tienen todos la misma pinta: son casi todos blancos, conservadores, de familias de clase media y clase media alta, y con un alto porcentaje de mujeres que se quedan en casa a cuidar a los hijos. Muchos familias exurbanitas son nómadas; sus paterfamilias trabajan para empresas multinacionales—como comerciales, expertos en tecnologías de la información, contables, consultores, analistas de datos, vicepresidentes regionales, biotecnólogos y gerentes de franquicias—y cada pocos años son trasladados a otra colonia dentro del gran imperio corporativo norteamericano. Saltan de un exurbio a otro exactamente igual, viviendo siempre en el mismo tipo de casa, matriculando a sus hijos en el mismo tipo de colegio y en las mismas actividades extraescolares, y acudiendo al mismo tipo de iglesias.
No sorprende que las megaiglesias a las que van estos empleados nómadas de las multinacionales hayan adoptado como modelo, precisamente, a las multinacionales, para copiar su estructura orgánica y financiera. La Iglesia de la Resurrección, por ejemplo, dio el radical paso (sin precedentes en la Iglesia Metodista) de crear una empresa comercial de inversiones en el año 2000, haciendo una oferta pública de acciones de 1,6 millones de unidades, a 10 dólares cada una. Con el capital recaudado en esta operación, la iglesia compró 300 mil metros cuadrados, con la idea de construir en sólo una tercera parte del terreno. El resto se alquila a empresas y comercios.
La Res también imita el modelo empresarial en el marketing que hace de los servicios eclesiásticos. Su fundador, el Reverendo Adam Hamilton, se ha inspirado en las franquicias de restaurantes, tal como explica en su artículo “Lo que las iglesias pueden aprender de los restaurantes de Kansas City”. Según él, los principales ingredientes para el crecimiento de una iglesia son:
”*“Sermones relevantes, interesantes, inspiradores y convincentes.
Al “cocinar” estos ingredientes, el Pastor Adam se ha asegurado de que cada detalle de la presentación de su iglesia —desde su interfaz pública, a su diseño arquitectónico parecido a un centro comercial, a la experiencia que se crea para un público masivo— será del agrado del mayor número posible de clientes. Y para mantener este nivel de satisfacción, el Pastor Adam se mantiene alejado de las posiciones políticas de extrema derecha (al contrario que el Pastor Jerry de la First Family Church), aunque su iglesia sea más conservadora y tradicional que la mayoría de las iglesias metodistas.
Visito con frecuencia este exurbio de Kansas City, y durante la última década he visto como este complejo de edificios duplicaba y triplicaba su tamaño. Me he quedado atrapada en los atascos provocados por los cientos de coches que entran y salen de su enorme aparcamiento. Un domingo, cuando me estaba quedando en casa de mi hermano, cerca de allí, decidí ir a echar un vistazo a la Res.
Conforme entro al edificio principal, el de los servicios religiosos, los altavoces emiten frases de los sermones del Pastor Adam. Decenas de voluntarios y empleados de la iglesia ocupan posiciones en el vestíbulo junto a montones de folletos de colores en los que se anuncian las clases, los grupos especiales y las actividades recreativas que organiza la iglesia. El santuario, un gran anfiteatro semi-circular, tiene pantallas de vídeo gigantes y sistemas de iluminación y sonido de alta tecnología. Esto es normal en las megaiglesias, pero aquí, en la Res, los medios se utilizan de manera menos espectacular, quizá de mejor gusto.
Tras la invocación tradicional, el canto de himnos y la lectura bíblica, aparece el Pastor Adam a dar el sermón. Llega hasta el borde mismo del escenario y se inclina hacia nosotros, sin púlpito de por medio, y su rostro aparece por triplicado en las pantallas gigantes. Hablando con suavidad, con la máxima sinceridad —como si hablase con cada uno de nosotros en privado— nos cuenta sus problemas para comprender una de las historias de la Biblia que más perplejidad y asombro causan, la del sacrificio por parte de Abraham de su hijo Isaac: “Claro, los que conocemos bien la historia, sabemos desde el principio que sólo se trata de una prueba; sabemos que el ángel de Dios detendrá el cuchillo antes de que caiga sobre el pecho de Isaac. ¡Pero Abraham no lo sabe! ¿Cómo puede un padre matar a su propio hijo?”
El Pastor Adam nos cuenta que, cuando preparaba este sermón, salió a dar un paseo por el bosque. Y mientras caminaba, intentó imaginar que mataba a su propia hija en obediencia a Dios. Pero se dio cuenta de que ni siquiera podía imaginarlo; y la disposición de Abraham a matar a su hijo le parecía profundamente perturbadora. El Pastor Adam pone la historia en su contexto, informándonos del arraigo de la costumbre del sacrificio infantil en el antiguo Oriente Medio, y describiendo el voraz “apetito de Moloch”. Dios puso a prueba a Abraham para demostrar que él no era Moloch, que no era un dios sanguinario. Pero de nuevo, Abraham no podía saberlo; obedeció la voluntad de Dios con una “fe absurda”. Luego, citando a Kierkegaard, el Pastor Adam señala que Abraham obedeció, sí, pero con la esperanza de que Isaac fuera liberado: “Su fe era en realidad esperanza.”
De la misma manera en que Dios puso a prueba a Abraham y luego lo premió con incontables bendiciones (incluida la riqueza), “Dios nos pone a prueba cada día de muchas maneras. Nos pone pequeñas pruebas para ver si podemos aguantar las más grandes… Dios es como un presidente del consejo de una empresa que, apunto de jubilarse, y para escoger un sucesor, pone a prueba a los ejecutivos que dirigen cada sección. Les da a cada uno una paga extra para crear una crisis artificial dentro de la empresa, para probar su lealtad y su honradez…” Pero sean cuales sean las pruebas que Dios nos hace, explica el Pastor Adam, debemos mantener la “fe absurda” de Abraham, manteniendo la confianza y la esperanza durante todas nuestras tribulaciones, logrando así fortalecer nuestro carácter.
Hoy, el dios que compite con el Dios de Abraham es el materialismo —“un Moloch moderno”— que exige el consumo perpetuo de bienes materiales. “Dios os pone a prueba hoy, en este ‘Domingo del Compromiso’, para que le deis a él, y no a Moloch,” implora el Pastor Adam. “Imaginad que, igual que Abraham, camináis por el Monte Moria, y Dios os reta a dar el 20% o más, a invertir en él, en su iglesia. Traer vuestra tarjeta de compromiso (con la promesa de dar) es un acto espiritual, no una operación financiera. Es un momento de alegría, un acto de fe. Dios os dará su bendición a cambio de vuestro sacrificio.”
Veo como varios cientos de fieles acuden al altar y depositan su diezmo en una gran caja, mientras que en las pantallas gigantes un video celebra la construcción de un nuevo santuario de lujo. Igual que en el sermón del Pastor Jerry, de la First Family Church, el sermón del Pastor Adam resulta no tener otro tema que el dinero; es el mismo “evangelio de la prosperidad” —aunque expresado con mayor sofisticación y sutileza. Igual que en la First Family Church, la Res recoge una cantidad enorme de pasta: el informe de capital del año pasado demuestra que las promesas de diezmo para el 2004 alcanzaron los 29 millones de dólares (de los cuales se habían recaudado 25 millones a final de año).
Debo explicar también que la Res contribuye generosamente a varias obras de caridad —las misiones de beneficencia y los bancos de comida de Kansas City, ayuda a las víctimas de huracanes, y a una iglesia y una clínica que se están construyendo en Ciudad España, en Honduras. Pero la prosperidad económica de esta iglesia atestigua sobre todo el valor de los servicios que “vende”, diseñados expresamente para los habitantes privilegiados, pero alienados, de los exurbios.
La Res ofrece un surtido de clases con nombres ingeniosos como: “El amor y la lógica en la pareja”, “Cuentos del Alzheimer”, “Una guía de la vida feliz para mujeres”, “Las chicas malas de la Biblia”, y “Es hora de cambiar” (un retiro anual en el que transformar las almas de los adolescentes). La iglesia organiza un sinnúmero de actividades recreativas: para esquiar en Tahoe, rafting en Colorado, salidas a clubes de comedia, al cine, a partidos de fútbol, a festivales y un viaje a Roma. Ha organizado más de 300 grupos y asociaciones diseñados para todas las clases de exurbanitas habidas y por haber: la “Asociación de Ejecutivos Cristianos” (para directores de empresa), “Encender el fuego” (para adultos solteros agrupados según su edad), “Chicos en la montaña rusa” (para niños y niñas cuyos padres se están divorciando). Además, existen asociaciones de viudos y de viudas, personas cuyos hijos ya se han ido de casa, divorciados, invidentes —y decenas de grupos de estudio de la Biblia que se reúnen en casas particulares.
El lema de la Res, tal y como aparece en su página web es: “¿Cómo puede una iglesia grande resultar íntima?” La respuesta está en estos grupos, los “puntos de conexión” que a tanta gente le permiten “enchufarse” a la iglesia, eliminando obstáculos. Estos grupos ofrecen una especie de amistad colectiva en una sociedad en la que la gente se encuentra cada vez más aislada, sin raíces, sin amigos. Como dice mi amigo Colom, “En el país de McDonald’s y de las McMansiones, la megaiglesia ofrece McConsuelo.”
Resulta fácil burlarse de megaiglesias como la Res, pero quizá deberíamos admitir el mérito de quien lo tiene. Aunque se casa, indudablemente, con el modelo empresarial en sus finanzas, organización y marketing, y da servicio a los profesionales privilegiados del mundo empresarial, la Res vende servicios que responden a una necesidad humana profunda y persistente (que en nuestra sociedad tendemos a negar cada vez más): la de la pertenencia a una comunidad. La gran virtud de su modelo de negocio es que ofrece una muy intensa sensación de pertenencia, a dos niveles. A un nivel macro, la Res —con sus miles de miembros, con sus misas espectaculares— da a sus miembros la sensación de “ser muchos”, de formar parte de algo grande e importante y en constante crecimiento; les ofrece la ya conocida emoción de encontrarse dentro de una multitud. Al nivel micro, la Res —por medio de sus innumerables “puntos de conexión”— ofrece a las personas la intimidad, la camaradería, el consuelo de la pertenencia a un grupo pequeño y muy unido. Así, de manera simultánea, la iglesia integra a los individuos en la “manada” y en la “masa” —esas dos formas primordiales de la colectividad humana.
La Res es lo que Malcolm Gladwell denomina una “iglesia celular” [2]. Gladwell ha visto que al reunir sus congregaciones por medio de una red de pequeñas células, las megaiglesias han construido un verdadero movimiento de masas, que incluye a 40 millones de norteamericanos pertenecientes a pequeños grupos religiosos. La combinación estructural de las organizaciones a nivel macro y a nivel micro, era en otros tiempos la estrategia del Partido Comunista, y continúa siendo la estrategia de Alcohólicos Anónimos. Cabe añadir que las diversas insurgencias, las redes terroristas, y cualquier otra masa social digna del nombre, siempre y en todas partes han adoptado el modelo celular. Y la izquierda norteamericana ha cometido el enorme error de olvidarlo.
Es verdad que a la izquierda no le resulta fácil crear un movimiento de masas. Desde el declive de los sindicatos y de las organizaciones cívicas, carece de espacios de reunión permanentes. Y desde la defunción de los movimientos sociales de los años 60, la izquierda no encuentra una causa noble y única a través de la cual movilizar a la gente. La izquierda no tiene un texto sagrado que ofrezca una guía sobre cómo vivir en estos tiempos de precariedad e incertidumbre. Tampoco puede prometer la vida eterna en el Paraíso, sino sólo una lucha perpetua en un mundo imperfecto.
Pero me atrevo a decir (a riesgo de convertir esto en un sermón), que la izquierda tiene mucho que aprender del modelo de la megaiglesia; o, lo que es casi lo mismo, a la izquierda le queda mucho que aprender del pasado que ha olvidado —si lo hace con honradez, cautela y una mirada crítica. Al tiempo que evita una disciplina de grupo demasiado estricta y el pensamiento gregario que de ahí deviene, la izquierda puede llegar a redescubrir la intimidad y el compromiso de los cuadros, que unidos en masa, se podrían convertir en la estructura celular de una multitud. Y al tiempo que excluye el dogmatismo y da la espalda a las certezas absolutas, la izquierda puede estudiar, no un texto sagrado, sino múltiples textos, y lidiar de manera colectiva y creativa con las preguntas: “¿Cómo vivimos?” y “¿Qué debemos hacer?” Después de todo, estas son las mismas preguntas que llevan a millones de miembros de las megaiglesias a unirse en grupos de estudio, donde pueden reflexionar sobre las historia fascinantes, y a menudo inquietantes, contenidas en la Biblia —como la del casi sacrificio de Isaac por parte de Abraham.
No me encuentro en una posición que me permita decir que la “fe absurda” Abraham era en realidad una forma de la esperanza, como dice el Pastor Adam (citando a Kierkegaard); pero me parece una idea convincente. Si cada día entramos en lo que Walter Benjamin llamaba “la oscuridad del momento vivido”, quizá podamos (creamos o no en Dios) actuar en base a una fe absurda que en realidad es una esperanza. En todo caso, eso es algo le tocará hacer a la izquierda regenerada.
1 Los exurbios son las zonas que quedan más allá del cásico anillo de urbanizaciones que en EEUU llaman suburbios; puede ser espacio rural o, como en este caso, urbanizado.
2 The New Yorker, 12 de septiembre, 2005.
(Traducción: Roger Colom)
]]>Las megaiglesias, que tienen entre 2.000 y 50.000 feligreses, han crecido de manera explosiva en las últimas décadas. Cuando la Iglesia Saddleback de California empezó a ofrecer sus oficios religiosos en 1980, su congregación entera no era más que una sola familia. Hoy en día, son 23.000 las personas que asisten a los oficios y 50.000 los miembros. La Iglesia Lakewood de Texas —con una asistencia de 32.000— se ha mudado al Estadio Compaq, donde antes jugaban los Houston Rockets, para adaptarse al crecimiento de la congregación.
Estas enormes iglesias quedan muy lejos de la iglesa metodista del pueblo donde crecí, que podía tener unos 150 miembros. Así que tenía curiosidad por saber cómo mantienen esas megaiglesias el sentido de la hermandad cristiana en tales economías de escala. Decidí visitar dos megaiglesias en los “exurbios” de Kansas City, empezando con la First Family Church. Aunque es pequeña en comparación con otras iglesias de su categoría, First Family alega ser una de las iglesias con mayor crecimiento en Estados Unidos; comenzó con cuatro miembros en 1996 y ahora tiene 3.000. El pastor y fundador, Jerry Johnston, aparece frecuentemente por televisión nacional como portavoz de causas religiosas de extrema derecha, y fue uno de los líderes del movimiento que consiguió aprobar una enmienda a la constitución del Estado de Kansas que prohíbe el matrimonio entre personas del mismo sexo. El año pasado, cuando salió la Pasión de Cristo de Mel Gibson, compró todas las entradas en siete salas para mostrar la película, clasificada para espectadores mayores de 17, a niños de hasta 11 años. Al acabar la película, un predicador daba un sermón y rogaba a los espectadores que se presentaran y aceptaran a Cristo como su salvador personal.
Al entrar en el complejo, la recepcionista me entrega el boletín de la iglesia, que lleva la foto de una familia blanca y rubia en la portada. De camino al santuario paso por el “Café Celestial”, el “Centro de Fotocopias del Ministerio” y la “Librería de Inspiración Familiar”. En la librería se venden vídeos y dvd’s de los sermones del Pastor Jerry, entre ellos, “Los Principios de la prosperidad: Un plan divino para vuestras finanzas”, “Armaguedón: Verdad o falacia”, y “Refutación del Código da Vinci”. Los títulos de algunos de los libros son: Sentido y sensualidad: Jesús habla con Oscar Wilde sobre la búsqueda del placer; Mamá, ¿por qué se cogen de la mano? Un cuento para ayudar a los niños a saber lo que la Biblia dice acerca del pecado de la homosexualidad; y El filo del mal: El crecimiento del satanismo en los Estados Unidos—escrito este último por el mismísimo Pastor Jerry. Fuera de la librería, gratis, hay carteles para poner en los jardines frontales de las casas que afirman: “El matrimonio: un hombre, una mujer.”
Tras hechar un vistazo a la librería, entro en el santuario, donde una rubia de buen ver canta gospel afroamericano, y se la puede ver en tres pantallas gigantes detrás del altar. Entre canciones, las pantallas muestran imágenes de los adolescentes que se arrodillaban y ofrecían sus vidas a Cristo en el retiro espiritual de la noche anterior. Me siento en la parte de atrás del santuario, junto a una cabina de control con una mesa de sonido y dos cámaras-robot que retransmiten el oficio por internet. La congregación me sorprende por su pasividad; esperaba alguna manifestación de felicidad religiosa. Cuando toca cantar un himno, la letra aparece en las pantallas, y la gente carece de fuerza al cantar esa letra optimista acompañada de una melodía muy simple—en nada parecidas a los himnos fúnebres de la tradición protestante que preguntaban, “Te has lavado ya con la sangre del cordero?”
El Pastor Jerry sale al estrado, ocupa su sitio frente al altar y comienza su sermón, “La fe revelada”, sobre el tema del diezmo. Algunos pastores, nos dice, dudan de hablar a sus feligreses acerca del diezmo, pero él no piensa evitar un tema tan controvertido. Se ha inspirado en una mujer de su congregación que hace poco le dijo: “Sentí como si me robaran durante esos años que estuve en otra iglesia donde el pastor nunca me desafió a dar el diezmo; lo que me robaron fue la oportunidad de dar a Dios lo que le pertenece.” “¡Y es verdad!”, exclama el Pastor Jerry, “tenemos que tomarnos el diezmo sagrado no como algo que nos pertenece a nosotros, sino que es del Señor. ¿O pensáis que voy a venir a la iglesia a robar a Dios?” —pregunta. “Si todos obedecemos a Dios y damos nuestro diezmo, en diez años tendremos diez iglesias más.”
En su lectura de la Bilbia, el Pastor Jerry lee un fragmento de Ageo, un libro del Antiguo Testamento. Tras 70 años de exilio en Babilonia, el Rey Ciro, que sin saberlo se ha convertido en un instrumento de la voluntad de Dios, decreta que los exiliados pueden volver a sus países. Sin embargo, de entre los judíos, sólo una minoría decide volver a Israel. Los demás se han instalado cómodamente en Babilonia con sus familias —“con el abuelo, el tío Ned y la tía Stella”— y porque se negaron a partir, sus descendientes siguen viviendo en una “Babilonia espiritual” hasta el día de hoy. Esos judíos fieles que volvieron a Israel recibieron el mandato de Dios de construir su templo, que los babilonios habían destruido 70 años antes. 18 años más tarde, sin embargo, los judíos no habían construido más que los cimientos, y continuaban “adorando a Dios entre las ruinas”. Como castigo, Dios dispuso “una sequía sobre los campos y las montañas, sobre el trigo y el vino nuevo, sobre el aceite fresco y el fruto de la tierra, sobre los animales y los hombres, y sobre toda la obra de sus manos.” Por medio de su profeta Ageo, Dios les advirtió: “Ustedes esperan mucho, pero cosechan poco; lo que almacenan en su casa, yo lo disipo de un soplo. ¿Por qué? ¡Porque mi casa está en ruinas, mientras ustedes sólo se ocupan de la suya!” “«¿Acaso es el momento apropiado para vivir en casas recubiertas mientras que el templo está en ruinas?” —preguntó Dios. Y les ordenó que construyeran su templo: “Id a los montes; traed madera y reconstruid mi casa. Yo veré su reconstrucción con gusto, y manifestaré mi gloria.”
El Pastor Jerry pide a su congregación que aprenda del libro de Ageo: “Vosotros en el Condado de Johnson, que vivís en vuestras buenas casas recubiertas, debéis construir el templo de Dios con vuestras contribuciones a nuestro fondo de construcción. Vuestros diezmos honrarán a Dios permitiendo a esta iglesia construir un oasis para los jóvenes donde podamos salvar a los adolescentes del Condado de Johnson de la devastación de las drogas y el sexo.” (Y en efecto, poco tiempo después comenzaron las obras de un ala nueva para los jóvenes —R.O.C.K.— que incluirá un centro para las artes escénicas, un gimnasio, campos deportivos, una sala de vídeojuegos, una pista de patinaje, dos teatros para niños, un café con terraza, un jardín temático “animaltrónico” y dos pantallas gigantes.
Siguiendo con su sermón, el Pastor Jerry señala, “Todos parecemos tener bastante dinero para gastar en nuestras casas, pero al hacerlo es como si metiésemos el dinero en una bolsa rota —en otras palabras, en tarjetas de crédito. Y entonces Dios me dijo, “Jerry, ¿qué haces gastando todo ese dinero en aparatos?’ Dios me recordó que si me disciplino y doy el diezmo, seré disciplinado con mis gastos. Y es así para todos nosotros. Si le damos a Dios lo que le pertenece, El nos premiará con una prosperidad económica que no os podéis ni imaginar.”
El diezmo es la “fe revelada”, explica el Pastor Jerry mientras nos dirige a una tabla del panel de avisos de la iglesia, en la que aparecen las cantidades —por semana, por mes, por año— que se deben dar según el nivel de ingresos de cada uno. Y nos advierte, sin embargo, que en cuanto empecemos a dar el diezmo, nuestra fe será sometida a prueba, y nos da ejemplos de feligreses que aportaron su diezmo y fueron sometidos a grandes pruebas. En la pantalla gigante que tiene detrás, aparece un padre de familia que cuenta cómo decidió dar el diezmo y las dificultades que atravesó cuando perdió el empleo y tuvo que aceptar otro con un sueldo más bajo. Pero con el apoyo de su familia, perseveró; continuó dando a Dios el 10% de su escaso sueldo, y unos cuantos años después recibió la recompensa del éxito.
Entonces el Pastor Jerry mira a un cartel que tiene a su lado. En él aparece una familia blanca y rubia, pero cuando le da la vuelta, lo que vemos es un gráfico de la cartera de acciones y la situación financiera de la familia. De 1995 a 1999, podemos ver que los réditos de sus inversiones eran modestos. Pero en el 2000, el año en que empezaron a aportar el diezmo, el valor de sus inversiones cayó en números rojos. Sin embargo, perseveraron durante este periodo “de pruebas” (que, por cierto, coincidió con el desplome de la bolsa del año 2000) y desde 2001, el valor de sus acciones se ha incrementado enormemente.
Para terminar, el Pastor Jerry nos dice que no debemos hundirnos durante el periodo de pruebas; debemos recordar “las tres O’s: Oportunidad, Oposición, Optimismo.” (Quizá el Pastor Jerry debería incluir una cuarta O, la de la “Optimización de los beneficios”, el mensaje que ha confeccionado cuidadosamente para su congregación de profesionales y hombres de negocios.) Al final del oficio, cuando pide que todos aquellos que han prometido el diezmo pasen al frente y depositen sus sobres ante el altar, varios cientos de personas le obedecen.
De todo lo que vi, lo que más me sorprendió fue el gráfico de la cartera de inversiones puesto junto al altar. ¿No se parece esto a lo de los mercaderes en el templo, a los que Jesús imprecó con tanta violencia? ¿No fue Jesús quien dijo “es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios” (Mateo 19,24)? Pero quizá lo que debería sorprenderme es mi propia sorpresa, ya que la complicidad entre cristianismo y capitalismo no es nada nuevo. En el siglo XVI, el mercado de indulgencias fue la causa de que Lutero clavara sus 95 tesis en la puerta de la iglesia, iniciando así la Reforma protestante. Luego, tal y como observó Max Weber hace un siglo, la ética protestante —trabajo, ahorro y la persecución racional del beneficio económico— se convirtió en la fuerza principal de la acumulación capitalista. Y no debemos olvidar a todos esos tele-evangelistas que no hacen más que pedir dinero y que han acumulado toda esa “pasta celestial” prometiendo a sus seguidores toda clase de recompensas —en este mundo y en el otro. Y aun así, no estaba preparada para una técnica de ventas tan grosera como la del Pastor Jerry, aunque nadie de la congregación parecía ofendido por ella.
El reciente crecimiento del cristianismo evangélico en Estados Unidos —alimentado por el enorme crecimiento de las megaiglesias— la relación entre el capitalismo, el protestantismo y la política conservadora ha creado una nueva bestia. Las iglesias que, como First Family, predican el “evangelio de la prosperidad” se entregan de todo corazón a la idea de una sociedad de propietarios como la que propone Bush; pasan por alto las más de 3.000 alusiones que hace la Biblia al problema de la pobreza; dedican sus energías a salvar almas y sus dólares a construir mega-instalaciones; consideran que la prosperidad es una prueba de la generosidad de Dios hacia aquellos que lo aman. La desigualdad social del capitalismo —lejos de parecerles injusta— es una manifestación del juicio perfecto de Dios, que premia al cristiano virtuoso y castiga al pecador. Es como si el mercado fuera Dios; porque como Dios, el mercado es Omnipotente, Omnisciente y Omnipresente (otras tres O’s para el Pastor Jerry).
Para no creyentes como yo (nos llaman “los sin iglesia”) esta adoración del Mercado-Moloc suena a idolatría. Pero para no confundir las cosas hay que advertir que estos cristianos neocons consideran que el mercado es no tanto Dios como su “mano invisible” —es el efecto real y terrenal de la Providencia, que administra su juicio infalible, que asegura que cada uno reciba la remuneración que se merece, mientras sea trabajador, disciplinado y demuestre (por medio del diezmo) que la fe le ha sido revelada. Con el fin de los tiempos, Dios se encargará de juzgar de manera brutal y bilateral a los que se salvarán y a los que serán condenados. Pero hasta entonces, el instrumento divino de Dios, el Mercado, continuará juzgando de esa manera calibrada con exacta precisión, dando a la inversión de cada uno los réditos exactos que se merece.
(Continuará)
Traducción de Roger Colom
]]>No hay nada que un norteamericano blanco tema más que aun negro amotinado; y la semana pasada ese blanco tuvo que enfrentarse a las imágenes del motín: miles de afroamericanos iracundos, sedientos, hambrientos, viviendo en la peor suciedad, llenaban las pantallas de televisión. Normalmente, la multitud de los pobres permanece invisible: ojos que no ven, corazón que no siente. En la brillante superficie de la vida norteamericana, todo el mundo (a excepción de los inmigrantes, claro) lleva una cómoda vida de clase media, tiene una casa bonita y conduce un todoterreno. Pero ahora que vemos a todos esos ciudadanos sin hogar, nos acordamos de los aspectos vergonzantes y sumergidos de nuestra historia: la esclavitud, la segregación, los linchamientos y todas las injusticias e inigualdades que siguen existiendo. El Reverendo Jackson ha sido el único capaz de decirlo en voz alta: “Hoy he visto a 5.000 afroamericanos en la autopista, desesperados, agonizantes, deshidratados, los bebes que morían. Parecían africanos en la bodega de un buque cargado de esclavos.”
No resulta sorprendente, entonces, que en los primeros días tras el huracán, mientras decenas de miles de damnificados esperaban y esperaban y esperaban a que les trajesen agua, comida y ayuda, los medios de comunicación se concentraran de manera incesante en la violencia —el pillaje, los disparos, las violaciones— aunque fueran pocos los casos que llegaron a comprobarse. Tales noticias sirvieron para alimentar los temores de la población blanca: “¡Imagínate! ¡20.000 drogadictos con síndrome de abstinencia han salido de los sótanos y recorren enloquecidos la ciudad entera!” —dijo un de los instructores de mi gimnasio. Pero llegó el momento en que las imágenes de televisión empezaron a demostrar que la mayoría de los ladrones allanaban las tiendas en busca de agua, comida, ropa limpia y zapatos. Con las casas inundadas, ¿dónde iban a meter los televisores de plasma?
Luego aparecieron los políticos para culpar a las víctimas por no haber evacuado la ciudad a tiempo. “Les pedimos que se fueran. ¡Se lo rogamos!” —dijo el gobernador de Mississipi. Pero entonces las televisiones volvieron a mostrar la verdad más evidente— la gente pobre a menudo no tiene coche, ni tarjetas de crédito (necesarias para poder ir a un hotel), no tienen a donde ir. El 35% de la población de Nueva Orleans no tiene coche, y nadie fue capaz de poner los autobuses o trenes que hicieran falta para evacuar a esa gente. Vimos por la tele a miles de personas ancianas, enfermas, en silla de ruedas, o incapaces de abandonar la cama. ¿Cómo coño liban a salir de ahí por su propio pie?
Tras la avalancha de imágenes de desesperación humana, las grandes mentiras que los norteamericanos nos contamos —acerca de los pobres que se merecen la pobreza, de la barbarie de los negros de clase baja, de las virtudes de un gobierno con cada vez menos competencias— todo eso empezó a venirse abajo. Los corresponsales, incluso los de la ultraconservadora Fox News, empezaron a sentirse identificados con las víctimas y a culpar al gobierno por su falta de previsión y su más que evidente ineptitud. Geraldo Rivera, uno de los periodistas más sensacionalistas de la Fox, le dijo a una madre, “¡Dame ese bebe!,” y con el bebé aterrorizado en sus brazos, se puso a gritar, “¡Miren a todos estos bebés! ¡Nadie viene a salvarlos!” Otros periodistas criticaron al director de la FEMA (la Agencia Federal de Gestión de Emergencias), cuando dijo que “acababa de saber” que había miles de personas sin comida, agua e instalaciones sanitarias en el centro de convenciones. “¿Qué quiere decir que acaba de enterarse? ¡Hace dos días que lo venimos mostrando por la televisión!”
Para el resto del mundo, donde prevalece un cierto anti-americanismo, ha de ser difícil de imaginar el choque que produce este tipo de cobertura, sin filtros ni censura, en los Estados Unidos. Aquí, la derecha ha manipulado e intimidado de manera tan efectiva a los medios de comunicación que durante mucho tiempo las críticas al gobierno de Bush han sido escasas y se han dado como en sordina. Ahora se habla mucho de la vergüenza de todo esto, de cómo estas muestras de desesperación tercermundista y tal ineptitud gubernamental pudieron llegarse a producir en los EEUU. Se habla mucho de un punto de inflexión en la política norteamericana —de que por fin un gran número de los que votaron por Bush verán las consecuencias desastrosas de su política. Yo no lo veo. Los dos partidos políticos están absolutamente consolidados. Sí, mucha gente está horrorizada y escandalizada por la desastrosa respuesta del gobierno a la crisis, pero la mayoría ya estaban en contra de Bush. Para aquellas personas que lo votaron, puede que resulte demasiado difícil, demasiado duro, admitir que se equivocaron.
Ahora, Nueva Orleans ha sido evacuada casi por completo, empiezan a llegar las provisiones a los albergues, existen depósitos temporales preparados para recibir miles de cadáveres, millones de norteamericanos han hecho donaciones de dinero, miles se han presentado voluntarios, todos los famosos están dando conciertos para recaudar ayuda. El gobierno empieza a no dejar entrar a los periodistas en las zonas afectadas. Ahora, los telediarios ofrecen innumerables reportajes de rescates, supervivencia y generosidad. Dada la efectividad de la producción masiva de emociones, puede que resulte fácil olvidar esos primeros días de sufrimiento y de enorme ineptitud. Como dice mi amigo, David Caron, “Ya no existe la memoria popular, sólo queda la amnesia popular.” Espero que se equivoque.
Traducción de Roger Colom
]]>(Postdata post-electoral nº 2)
Durante las semanas anteriores a las elecciones, la división entre rojos y azules, derecha e izquierda, se estableció en términos de fe y hechos. Tanto columnistas como políticos empezaron a decir que las políticas de la Administración Bush se basaban en la “fe” y que las de la izquierda liberal se basaban en la “realidad”. Con esta nueva retórica, “basado en la fe” incluye políticas fundadas no sólo en los dogmas de la derecha religiosa, sino también en el credo neo-liberal y el derecho divino a las guerras imperialistas.
Antes de las elecciones, Kerry intentó demostrar con algunas verdades la ignorancia y la arrogancia de la “versión fantástica” que Bush daba de la guerra de Iraq. En los debates presidenciales avisó a Bush de que “se puede tener la certeza de algo y estar equivocado.” Después de las elecciones, una oposición desalentada continúa luchando con hechos contra la fe, enumerando las “realidades” de Iraq—la ausencia de armas de destrucción masiva, el número insuficiente de tropas, el aumento de la insurgencia, la falta de blindaje de los vehículos, el incremento en el número de muertos, la imposibilidad de unas elecciones libres…. Pero nada parece aminorar la fe de la Administración Bush y sus seguidores. Las evidencias y estadísticas a las que aluden los Demócratas ni siquiera sirven para desenmascarar los cálculos mentirosos y las falsas promesas que sirven para respaldar el plan de Bush para privatizar las pensiones. Como quedó demostrado en el discurso inaugural, con sus cuarenta y tantas repeticiones de la palabra “libertad”, Bush sigue creyendo, igual que el genio de la botella, que basta con decir “Así sea”. Basta con decir que EEUU está propagando la libertad en todo el mundo, y al hacerlo, se burla de cualquier demostración de lo contrario.
Hace unos meses, el periodista Ron Suskind entrevistó a un alto funcionario de la Administración Bush que lo acusó de pertenecer a la “comunidad que se basa en la realidad”, por lo que se refería a todos aquellos que “creen que las soluciones surgen de un estudio juicioso de la realidad apreciable.” Cuando Suskind asintió y murmuró algo sobre los principios de la Ilustración, el funcionario lo hizo callar. “El mundo ya no funciona así,” le dijo. “Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras vosotros estudiáis la realidad—tan juiciosamente como queráis—nosotros volvemos a actuar, creando nuevas realidades, que podéis seguir estudiando, y es así como saldrán las cosas. Somos los actores de la historia… y todos vosotros sólo servís para estudiar lo que nosotros hacemos.”
Tan abierto desdén por el empirismo llevó a otro periodista, Gary Wills, a titular su columna del día después de las elecciones, “El día del fin de la Ilustración.” Wills también se refirió a la ironía de que en EEUU, el primer país fundado en los “valores de la Ilustración—la inteligencia crítica, la tolerancia, el respeto hacia las pruebas, la consideración de las ciencia seculares”—ahora rechaza esos principios. Y en efecto, las ironías históricas están por todas partes:
En otra época era la izquierda la que creía en una tierra prometida socialista— “de cada uno según sus habilidades; a cada uno según sus necesidades”—mientras que la derecha insistía en que esas ideas eran inviables y utópicas, incompatibles con la naturaleza humana. Ahora es la derecha la que cree en el paraíso neoliberal (la sociedad de la propiedad, como la llama Bush) del capitalismo salvaje donde todo el mundo prospera o recibe lo que merece. Es la izquierda la que insiste que ese esquema es inviable e ingenuo, y que la historia ya ha demostrado que es una distopía.
En otra época, la derecha, liderada por los magnates de la gran industria, defendía los valores de la Ilustración y el capitalismo salvaje. De hecho, ellos fueron los primeros beneficiarios de una revolución industrial que fue posible gracias al pensamiento racional, empírico, científico. Así, aunque a regañadientes, aceptaron los programas pragmáticos y social-demócratas de Franklin Roosevelt que salvaron al capitalismo para los capitalistas. Ahora, los magnates de la post-industria se agarran a una fe irracional en la racionalidad pura del capitalismo sin controles, olvidándose convenientemente de que esas economías se prestan a irrupciones periódicas de irracionalidad, ya sea a través de burbujas especulativas o de crisis económicas en toda regla. Ahora es la izquierda la que defiende los valores de la Ilustración, el racionalismo y el empirismo contra la fantasía de la derecha, cuando, para muchos intelectuales de izquierda, esos principios han sido negados por filósofos y físicos—comenzando por Nietzsche en los días triunfales del capitalismo, y seguidos por Bergson, James, Dewey, Heisenberg, Foucault, Derrida, Deleuze y Guattari, Rorty y otros.
En los años 80 y 90, con una izquierda académica fascinada por el pensamiento postmoderno, la derecha acusaba a la izquierda de ser relativista. Ahora es el mundo al revés, y la izquierda acusa a la derecha de relativismo, de un nuevo “constructivismo social.” Aunque si se les presiona, la derecha puede defenderse de tal acusación alegando que “No, no creamos la realidad según lo que nos apetezca, sino de acuerdo con ideales previos”—ideales que, para la izquierda, son sólo expresiones de una codicia vestida de domingo.
Admito que tales ironías se basan en la pura simplificación, en la separación del complejo proceso histórico de las herencias ideológicas y las alianzas políticas. Sin embargo, juntas demuestran que los grandes discursos que han iluminado y guiado a la Edad Moderna o han cambiado de bando o se están desintegrando. Ahora parece que vale todo. La capacidad de un pensamiento humano colectivo para aprehender (y a veces prever) el momento histórico parece habernos fallado.
Como muchos en la izquierda, me doy cuenta de que espero que la realidad pura y dura se crezca (a pesar del sufrimiento que esto provocaría) y destruya el mundo fantástico de Bush—que su aventura en Irak se convierta en un enorme y rotundo fracaso, que sus planes de privatización se vengan abajo, que la economía se estrelle, que abandone la presidencia humillado y derrotado. Pero quizá sea una tontería esto de esperar que la realidad propine a Bush un par de hostias. Quizá este retorno de la izquierda al empirismo ilustrado del dieciocho, con la esperanza de montar una resistencia efectiva contra la ideología de la fe, no sea más que un diálogo de besugos. Por extremo que parezca, tal vez se posible encontrar una lección útil para nosotros en la extraña síntesis de fe y realidad, de esencialismo y relativismo, de “derecho divino” y soberanía popular, tan típicas de Bush. Los mundos natural, artificial e ideológico se entrelazan de una manera mucho más compleja de lo que pudieron imaginar los filósofos ilustrados. Sí, la realidad pura y dura puede zarandearnos a su gusto, pero el pensamiento humano, convertido en acción, sirve a su vez para evitarlo, para cambiar esa realidad. Como aclara el filósofo pragmático Richard Rorty (y como ha demostrado siempre la historia humana), podemos dominar esas fuerzas causales puras y duras y darles una forma nueva que se adapte mejor a nuestras aspiraciones. Para Rorty, que es un anti-empirista, la realidad no contiene verdades absolutas. Lo que cuenta, muy al contrario, es la utilidad y la viabilidad de las maneras en que decidimos habitar esa realidad, cómo la describimos, explicamos, predecimos y modificamos. Todos nuestro instrumentos intelectuales—nuestros conceptos, creencias y teorías—“son formas de poner las fuerzas causales del universo a nuestro servicio.” Como dijo ese funcionario de la Casa Blanca, Bush está creando su propia realidad, mientras que el resto nos dedicamos a estudiarla. Sí, la realidad artificial de Bush es obscena, y espero que se autodestruya. Pero los que estamos en la izquierda tenemos que aprovechar todos nuestros recursos, toda nuestra capacidad intelectual, para proponer una realidad nueva y más potente—y una nueva concepción de la vida, más justa, en este mundo interconectado y desconcertante.
Traducción de Roger Colom
]]>Recibimos esta carta de Juli Highfill a mediados de diciembre, pero ya se sabe: con el cierre de las cuentas del año, las fiestas y los viajes familiares, nos había sido imposible traducirla. Hablé con Juli hace poco y me dijo que quizá la carta careciese de actualidad; le respondí que sigue pareciéndome interesante por dos razones. Una, como muestra arqueológica de una serie de sentimientos y reacciones a la victoria de Bush que aquí, en Europa, no llegamos muy bien a percibir. Y dos, como muestra de que en EEUU existen posibilidades de cambio, incluso posibilidades que los acercan a la manera europea de entender la sociedad. N. del Ed., Roger Colom
La izquierda norteamericana es grande, mucho más de lo que los europeos se imaginan. En los meses anteriores a las elecciones, no sólo el centrista partido Demócrata, sino muchas organizaciones que se sitúan más a la izquierda se unieron en una vasta coalición anti-Bush. A través de la internet, millones de personas se apuntaron a grupos como Moveon.org y America Coming Together (ACT). A su vez, esas organizaciones recaudaron millones de dólares, produjeron docenas de anuncios para televisión, montaron reuniones en miles de hogares, reclutaron a decenas de miles de voluntarios para que fueran de puerta en puerta, llamaran por teléfono y censaran a los votantes. La ira contra Bush era palpable, visceral entre los 55 millones que votaron contra él.
Pero, como llegamos a descubrir, la izquierda norteamericana no es lo suficientemente grande. La derecha llevaba décadas organizándose de manera parecida, utilizando las iglesias como lugares de reunión prefabricados, comunicándose con sus bases todas las semanas. Y ahora, en la izquierda, la ira se convierte en resentimiento, ya que cada vez son menos los canales abiertos para su expresión. Los medios (¡cobardes!) han cerrado el paso a cualquier crítica contra Bush. Los líderes del partido Demócrata (¡cobardes!) dicen ahora que tenemos que entrar en el terreno de la religión, que debemos imitar a la derecha y adoptar el vocabulario de la fe. Y mientras, por debajo del radar, la blogosfera izquierdista hace gala de su ira y su resentimiento. He aquí algunas muestras:
De la facción del desespérate-y-muere llega Stephen Backus (commondreams.org), que alega que “los tiempos del autoengaño se han acabado.” Para él la movilización pre-electoral resultó ser una enorme pérdida de tiempo:
“Los millones de palabras vertidos en los asuntos importantes, los cientos de miles de protestas en los barrios, en las iglesias, en los centros comunitarios y delante de los ayuntamientos de todo el país no sirvieron para nada. Las reuniones en sótanos y salones para averiguar cómo había que reaccionar para transformar el país, inútiles. El increíble volumen de actividad en foros y chats, los editoriales en la prensa, las horribles historias sobre soldados muertos e iraquíes muertos, las viñetas en los principales periódicos y en las páginas de la prensa underground, las pegatinas en los coches y las pancartas en las casas: quedan todos sin sentido.”
Por lo que Backus propone:
“Necesitamos un funeral nacional. Hace falta que nuestros líderes se reúnan en algún sitio solemne y demuestren su pesar, su luto por las muertes que Estados Unidos ha sufrido y ha causado. Necesitamos un rito nacional que reconozca la violencia catastrófica que hemos provocado en Oriente Medio y sobre todo en Irak. Sin ese ritual terapéutico no podemos seguir adelante con integridad y esperanza, sino sólo con una ira que nos divide y con nuestras armas de destrucción masiva bajo el brazo. ¿Y sabéis por qué? Porque todos somos responsables de la matanza.”
Otros dicen que ¡No, no TODOS somos responsables! Y no hay manera de que los norteamericanos monten un funeral nacional.” De ahí la popularidad de la diatriba de fuckthesouth.com, escrita por un norteño anónimo y azul contra los estados rojos (en EEUU, los estados demócratas son azules y los Republicanos rojos):
“Que el sur se vaya a la mierda. A la mierda. Tendríamos que haberlos dejado cuando se querían ir. Pero no, tuvimos que matar a medio millón de personas en la Guerra Civil para que siguieran formando parte de nuestra Unión tan especial. Luchaban por el derecho a tener esclavos—sí esa es la clase de país que queremos. […] El siguiente imbécil que diga “Es tu dinero, no el del Gobierno” se merece que le partan la cara. Nueve de los diez estados que más putos dólares federales reciben y menos pagan… ¿lo adivináis?… Así es, hijo de puta, son estados rojos. ¿Y ocho de los diez estados que menos reciben y más pagan? Fácil, imbécil, son azules. No es vuestro dinero, cabrones, es el nuestro… […] Y detengámonos un puto instante en esos valores de los que tanto hablan. Vosotros y vuestros valores sureños me la podéis chupar, porque los estados azules sí que saben lo que son los valores. ¿En qué estado creéis que se da el menor índice de divorcios, vosotros que tanto habláis del matrimonio?… ¡En Massachussetts! El puto centro del universo del matrimonio gay. De hecho, nueve de los diez ínidces de divorcio más bajos son de estados azules, y casi todos están en el Noreste, donde decís que no tenemos valores. ¿Y donde se encuentran los índices más altos? Diez de los diez índices más altos son de estados rojos, de tan morales que se creen. […] ¿O sea que dos tíos besándose os van a joder la institución del matrimonio? ¿De veras? A mí me parece que ya la estáis jodiendo vosotros solitos. Se ha acabado la buena voluntad. Podéis coger vuestro rollo anti izquierdas, todo eso que chupáis del presupuesto federal, vuestra bandera confederada, vuestro moralismo hipócrita y metéroslo por el culo.”
Junto con los que odian al sur, están esa gente de los estados azules que quieren separarse de la America Roja, como se puede ver en el muy visto mapa de “Jesúslandia”. Pero en contra de tan imaginativo mapa, los editores de un periódico alternativo de Seattle, The Stranger, proponen una estrategia basada en un mapa demográfico que muestra que las zonas urbanas estados tanto azules como rojos votaron por Kerry. Argumentan que la división no es entre norte y sur, sino entre ciudad y campo:
“Nosotros los ciudadanos del Archipiélago Urbano, las Ciudades Unidas de América… vivimos en una cadena de islas de cordura, liberalismo y compasión…. Y somos los verdaderos americanos. Ellos, votantes de las zonas rurales y los estados rojos, los moradores de los suburbios no son americanos verdaderos. Son paletos, tontos y propagadores del odio…. A los votantes de los estados rojos, de las zonas rurales, de los pueblos que se mueren y de las urbanizaciones sin alma, les decimos esto: Idos a la mierda. Vuestras preocupaciones ya no son las nuestras… Ya no nos preocuparemos de la crisis en la asistencia sanitario que afecta a las zonas rurales. Lo que haremos es trabajar para conseguir asistencia sanitaria universal en los estados azules, poco a poco y uno por uno… Lucharemos para que no haya armas en las calles de nuestras ciudades, pero cuantas más haya en las zonas rurales, mejor… Si un chaval de un estado rojo encuentra la pistola de su padre y se vuela la cabeza, nos sentiremos mal, claro, pero no hay mal que por bien no venga: por lo menos ese chaval no llegará a votar como su padre… Desde hoy en adelante, ya no nos importa que las granjas familiares se hundan. Menos granjas familiares significan menos votantes rurales…”
Evidentemente, este tipo de discurso no es más que ira que tiene que salir por alguna parte, la búsqueda de solaz en medio del pesimismo postelectoral. Pero para una izquierda liberal que siempre padeció de cierta ñoñez, esta actitud tan violenta no tiene precedentes. Sin embargo, dejando a un lado la retórica y el claro desdén por la gente de las zonas rurales, debemos admitir la clarividencia de los discursos de fuckthesouth y del archipiélago urbano. Lo más probable es que la izquierda americana se vuelque en la política local y regional. Utilizarán la autonomía constitucional de los estados para aprobar leyes sociales y progresistas. De esa manera, los estados azules se convertirán en democracias sociales al estilo europeo, mientras que los estados rojos, menos prósperos, se ahogarán en sus impuestos bajos, sus sistemas educativos de segunda, su capitalismo salvaje y sus enormes problemas sociales. (Y claro, todo esto está muy bien a nivel local, pero mientras, el gobierno federal anda suelto por ahí cometiendo sus crímenes a nivel global).
Hablando por mí misma, mis pensamientos, mis emociones después de las elecciones son absolutamente incoherentes y cambiantes. Me gusta la nueva actitud de “que se vayan a la mierda”. Pero al mismo tiempo, conforme voy comprendiendo las drásticas consecuencias de la hegemonía Republicana, no puedo evitar la desesperación. No puedo ni imaginar por qué 58 millones de personas (incluyendo a muchos de mis familiares) podían haberse engañado de tal manera que votaran a Bush. Quiero gritarles: “¿Cómo es que no os dais cuenta de lo que Bush está haciendo con este país? ¿Cómo es que no veis el monstruoso error que es la guerra en Irak? ¿Por qué habéis escogido ser ciegos?” Pero luego oigo voces que con más calma dicen, “No debemos ridiculizar a la gente rural, sureña, religiosa, suburbana, patriótica que votó a Bush. Eso sólo refuerza su resentimiento y alienta su anti intelectualismo. Debemos encontrar un nuevo mensaje…Tenemos que superar esta división entre rojos y azules.” Estoy de acuerdo. “Sí, sí, claro.” Pero luego pienso: “¡No, pero si son unos ignorantes! ¡Conozco a mis familiares de las zonas rurales perfectamente! ¡Se consideran gente muy moral, pero no saben nada de lo que ocurre en el mundo! ¡No leen, no cuestionan nada, carecen absolutamente de curiosidad! ¡Su fe es absolutamente ciega!” Y entonces me doy cuenta de que nadie a su alrededor les enseña otras maneras de pensar sobre el mundo cada vez más inseguro y confuso que habitan. Y no lo hace el partido Demócrata, ni Moveon.org, ni ACT, ni Rock-the-vote, ni Fuck-the-south, ni el Archipiélago Urbano. Y tampoco yo lo hago.
En estos momentos más que ideas, tengo sensaciones. Tengo la sensación de que necesitamos un nuevo movimiento de masas que se extienda más allá del Archipiélago Urbano, más allá de la división entre rojo y azul. Un movimiento cuyos organizadores no utilicen la internet como sustituto del diálogo cara a cara y de la organización de base, sino que la usen como el valioso suplemento que en realidad es. Un movimiento de trabajadores del campo que vivan entre la gente de las zonas rurales, urbanas y suburbanas y les hablen del capitalismo globalizado, y cómo afecta éste a sus vidas, y qué es lo que pueden hacer.
Pero ahí está lo difícil. Está completamente prohibido criticar el capitalismo en EEUU. y de todas maneras, nadie entiende muy bien qué es lo que está pasando con el capitalismo globalizado: los economistas burgueses están tan desconcertados como los neomarxistas. Sin ambargo, de alguna manera, creo que se llegará a entender, que surgirán nuevas estrategias, que la gente resistirá. Esto no es una fe, más bien es esperanza (a menos que la fe sea esperanza). Quizá haya llegado el momento de volver a los viejos izquierdistas de los años 30 (el último apogeo del laborismo norteamericano), y sin repetir sus errores, recuperar el conocimiento que tanto les costó adquirir. Recordemos que Woody Guthrie dijo una vez (o cantó), “Un ser humano no es más que una máquina de esperanza.”
Traducción de Roger Colom
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Verano de 2000 (último año de la Administración Clinton): voy conduciendo por los llanos infinitos de Kansas, entre Wichita y Dodge City. A lo lejos diviso una serie de artilugios de colores brillantes, algunos montados en un pastizal y muchos otros alineados junto a la carretera. Ah, pienso, este es el trabajo de uno de esos artistas excéntricos que construyen monumentos con chatarra (Kansas siempre ha sobrepasado su cuota de locos). Conforme me acerco, me doy cuenta de que muchas de las figuras tienen movimiento, giran sobre rotores, ondean con el viento, adornados con molinetes y veletas —una multitud de gárgolas recortadas en metal rescatado de maquinaria agrícola. Me parece ingenioso. Un bonito añadido a este paisaje vasto y monocromático. Me acerco aún más y reconozco algunas caricaturas de políticos famosos de los 90, muchas con cruces gamadas e insultos: (En EEUU, tanto la izquierda como la derecha se insultan unos a otros llamándose fascistas).
HILLARY CLINTON
SIEG HEIL
NUESTRA EVA BRAUN DE BOTAS ALTAS
JAMES CARVILLE (el jefe de estrategia electoral de Clinton)
ERES UN CHULO DE PUTAS, ESTUPIDO
RENO (Fiscal General con la Administración Clinton)
REINA DE WACO
PUTA DE BUCHENWALD
AL GORE (Vicepresidente con Clinton y adversario de Bush en 2000)
UTÓPICO INVERTEBRADO
RUSH (Rush Limbaugh, locutor de radio de derechas)
PRESIDENTE EN 1996
SOLO LOS HOMBRES “LIBRES” HABLAN
Entre las varias figuras hay un tornillo gigante que gira con el viento y se burla del plan de Clinton para un sistema sanitario nacional con las palabras: “4012 páginas = vomitona liberal.” Monika Lewinsky aparece en tres esculturas: la silueta de su vestido azul con una mancha de semen enorme; una caricatura de James Carville levantando la cabeza de Lewinsky pinchada en una espada; y otra con la leyenda “Oral es moral.” Otras figuras dirigen sus insultos a políticos locales. Algunas más ofrecen homenajes o insultos a las ex del escultor. Paro el coche, hago fotos y sigo mi camino, dejando atrás este monumento a la locura derechista. Quien sea que lo haya construido, por más ingenioso que sea el trabajo, pienso, no es más que otro loco de derechas que sólo escucha la radio de derechas y ve las noticias de la Fox.
Verano de 2004 (¿último año de la Administración Bush?): estoy leyendo un libro que acaba de salir, ??What’s the Matter with Kansas? How Conservatives Won the Heartland of America?? (¿Qué pasa con Kansas? De cómo los conservadores ganaron el interior de EEUU), de Thomas Frank, y me encuentro con un capítulo que describe este jardín de esculturas derechistas. El libro cuenta que se trata del trabajo de M.T. Liggett, un veterano de la Fuerza Aérea que se divierte montando estas caricaturas llenas de ira en sus tierras, a las afueras del pueblo de Mullinville, con una población de 289. Hay rumores de que algunos de sus vecinos más mojigatos se quejan de las obscenidades que escribe en sus esculturas, pero es probable que la mayoría estén de acuerdo con sus opiniones políticas. El Condado de Kiowa es ultraconservador, tanto que en 1992 votaron para separarse del estado de Kansas (junto con otros condados del suroeste), que aunque tiende ser terreno Republicano, a ellos les resulta demasiado liberal.
Pero como en muchas zonas rurales de los Estados Unidos, el Condado de Kiowa está en crisis. Thomas Frank escribe que es uno de los condados más pobres del estado, con ingresos medios por familia un 22% por debajo de la media estatal. Sin poder crear empleo para los jóvenes, ha perdido una cuarta parte de su población en los últimos veinte años. Y el 29% del total de sus ingresos personales procede de ayudas del gobierno.
Los ciudadanos del Condado de Kiowa, entonces, viven en buena medida de subsidios —dependen del gobierno para mantener un tipo de producción agrícola que ya no resulta viable en un mercado global. Y sin embargo, estos ciudadanos muerden la mano que les da de comer. Detestan al Gobierno Federal, a pesar de, o a causa de su generosidad. Odian a la izquierda que creó los programas que los mantienen —los subsidios para la agricultura, la seguridad social, la sanidad para los jubilados, la educación pública. Votan a los Republicanos de derechas que quieren desmantelar esos programas y volver a los Buenos Tiempos del capitalismo desenfrenado. El libro de Thomas Frank, trata esta paradoja: ¿Por qué tanta gente, marginada, con problemas para salir adelante, gente que trabaja en las zonas rurales de los Estados Unidos vota diametralmente en contra de sus propios intereses económicos?
Bien, yo crecí en estas llanuras del oeste de Kansas, en pueblos pequeños muy parecidos a Mullinville. Tengo cientos de tías, tíos y primos desperdigados por Kansas y Oklahoma, así que esta gente no me es ajena. Son igualitarios, sin pretensiones, lacónicos —se comunican menos con palabras y más a través de incontables actos de generosidad: te arreglarán el coche, te prestarán dinero, te darán de comer, te visitarán cuando estás enferma y te montarán un gran funeral cuando te mueras. En sus vidas cotidianas ponen en práctica una fe en el bien común que, sin embargo, no se extiende al campo más amplio de la política. Sentirán la fragilidad de su estilo de vida; porque su agricultura, mantenida artificialmente, ya es insostenible y no puede sobrevivir en la economía global. Pero incapaces de encarar un futuro sin futuro y provocados por la máquina mediática de la derecha, dirigen su miedo y su resentimiento a las “elites de izquierdas”, los homosexuales, los inmigrantes,... y votan por los mismísimos políticos que están precipitando su caída. La gente de Kansas, claro, pertenece a esa zona del interior de EEUU —esos “estados rojos” (en EEUU, la derecha va de rojo y la izquierda de azul), rurales y despoblados que votan mayoritariamente por Bush y ejercen un poder político desproporcionado en esta democracia nuestra, corrupta y atrofiada.
Ahora, cuando pienso en el jardín de esculturas grotescas de M.T. Liggett, las veo como fetiches desafiantes construidos para ahuyentar la verdad, para detener el curso de la historia. Con formas chillonas y exageradas, montan un acto de negación en masa. En vista de constantes pruebas que desafían la rigidez de sus creencias, los habitantes de estos Estados Unidos primordiales tienen que derrotar a toda costa esas verdades amenazantes; tienen que desterrar cualquier fantasma de un indicio de que las cosas pueden ser de otra manera. Pero en el ritual fetichista, como indica Freud, el fantasma, para ser desterrado, antes ha de ser convocado; así que esa terrible verdad se ve reconocida y negada una y otra vez. Los fetiches en movimiento de Liggett, así como giran con el viento, mimetizan la oscilación entre saber y negarse a saber qué estructura el sistema de creencias de la derecha. Y en su exceso auto-paródico, anuncian su ineficacia, recordándole siempre de la amenaza que acecha justo más allá de sus tierras.
El columnista Paul Krugman escribió hace poco que es precisamente la magnitud del fracaso en Irak lo que protege a la Administración Bush. La mitad, por lo menos, de la población norteamericana se niega a admitir la enormidad del error, el alcance de la incompetencia, la inutilidad de la perdida de vidas. Admitir que sus líderes se pudiesen equivocar de tal manera sería demasiado, y el mundo, tal y como lo entienden, se vendría abajo. El filósofo pragmatista norteamericano, George Herbert Mead, dijo, “La realidad de lo que vemos es aquella que podemos aprehender (handle).” Mead utiliza aprehender en el sentido de lo tangible, de manera que las cosas que vemos son aquellas que (de forma inmediata o potencial) podemos asir. Pero “aprehender” no sólo significa lo que podemos manipular, sino lo que podemos administrar, comprender —la cantidad de realidad de la que podemos echar mano y aguantar, soportar. M.T. Liggett ha construido con sus propias manos una compañia de gárgolas como monumento a lo que puede y no puede aprehender. Están ahí, en masa, girando con el viento incesante de Kansas, mirando hacia lo que su creador no puede ver. Son los guardias fronterizos de su realidad aprehensible. Son los testigos que dan fe de una realidad que él no puede soportar.
Traducción de Roger Colom
]]>Theodor Adorno, para quien el fascismo no era cosa de risa, criticó una vez a Charlie Chaplin por burlarse de Hitler en El gran dictador. Según Adorno, la ridiculización del fascismo lo hacía parecer inocuo: “Por eso la bufonería del fascismo, evocada por Chaplin… era al mismo tiempo su horror máximo. Si éste se suprime, y nos burlamos de unos cuantos pobres explotadores de tenderos, donde lo que en realidad está en juego son posiciones clave en el poder económico, el tiro de la burla sale por la culata.” Encuentro un tanto ambiguas estas aseveraciones de Adorno; porque mientras que alega que resulta contraproducente convertir a Hitler en bufón, también parece sugerir que la bufonada es inherente al fascismo y de hecho su “horror máximo” —una idea que confirma en sus otros escritos sobre propaganda fascista. En su análisis de las “psico-técnicas” de Martin Luther Thomas, que en los años treinta en Estados Unidos era un locutor de radio de derechas, Adorno dice que el auto bombo de un líder fascista funciona como una especie de timo. Aunque se ponga a fanfarronear y lanzar faroles en los momentos decisivos, prefiere aparentar que su fuerza no es tal concentrándose en que “también es humano”, o sea en ser (casi) tan débil como sus seguidores. El aura de fuerza y autoridad no es en sí suficiente como para explicar el atractivo del líder fascista. Al contrario, el líder tiene que transmitir la idea de que los débiles pueden llegar a ser fuertes, si entregan su vida privada al movimiento, la causa o la cruzada. Al presentarse a sí mismo de manera ambivalente, como a la vez “hombre y superhombre, débil y fuerte, cercano y lejano,” el líder fascista aporta un modelo de la actitud que quiere promover entre sus seguidores.
Recordé esta táctica de mostrar debilidad hace poco cuando vi El triunfo de la voluntad en la gran pantalla (que es como hay que ver las películas de Leni Riefenstahl). Cuando Hitler se dirige a las masas que lo adoran, cuando desfila entre ellas y pasa revista a cada organización —las Brigadas Obreras, las Juventudes Hitlerianas, las Madres de Alemania, las tropas— mira con humilde admiración a todos esos excelentes especimenes de la masculinidad y femineidad alemanas. Los ve como superiores a él (un ser presumido, pero pequeño y feo, tan distinto de su ideal ario), y en ese instante les permite admirarse a sí mismos. Cuando miles y miles de brazos se levantan hacia él, no parecen saludar, no parece siquiera que apunten al Fuhrer. Al contrario, apuntan a un vacío que quieren llenar; sus “saludos” dan voz a un deseo incipiente, a la postre imposible de cumplir. Me di cuenta entonces, y para mi sorpresa, que Hitler hacía el papel de bufón con enorme astucia, presentándose a si mismo como algo de menor valía, como algo menor que lo que aspiraba a ser. Y la masa de sus seguidores se identificaba con él, creando un vínculo de unión, precisamente porque también ellos se veían a sí mismos como algo de menor valor al que aspiraban, quedándose cortos del ideal. El timo de Hitler consistía en la falsa promesa de que ellos también podían llegar a ser fuertes, si rendían su vida entera a la cruzada.
Hoy en día en Estados Unidos, paso mucho tiempo pensando en la bufonería fascista. Por desastrosas que sean las noticias que llegan de Irak, por mucho que crezca el desempleo, por mucho que bajen las rentas de los americanos, Bush sigue por delante en las encuestas. Este millonario, hijo de una familia dinástica, hace el papel de paleto, habla con un acento de pueblo de lo más exagerado y hace ver que siente una enorme admiración por la gente a quien manipula con tanta facilidad. Haciéndole el juego, los periodistas lo celebran por su “sencillez”, por ser un “tío normal”. Veo la Convención Republicana y escucho los discursos electorales de Bush, y no puedo más que admirar la astucia y la técnica de sus negros, los que le escriben los discursos. Porque Bush le cuenta al pueblo exactamente lo que quiere creer, le dice que las cosas van (o irán) tan bien como quieren que vayan. Y el pueblo norteamericano (o por lo menos la mitad) mira al vacío, aferrándose a una ilusión incluso en vista de cualquier prueba de lo contrario.
Sin embargo, decir que Bush comparte con Hitler la habilidad del bufón fascista, que utiliza muchas de las mismas técnicas psicológicas, no es lo mismo que sugerir una equivalencia (in)moral entre ellos —por lo menos todavía no. En épocas más normales, yo argumentaría que utilizar la palabra “fascista” resulta tácticamente improductivo y falto de rigor en términos históricos. Pero ésta no es una época normal, y los paralelismos entre el programa del Partido Republicano y los de los partidos fascistas/falangistas son innegables: las expresiones fervorosas de patriotismo y militarismo, la propagación del miedo y la conversión en chivo expiatorio del enemigo, la alianza entre gobierno y religión, el llamado a los valores familiares tradicionales, el omnipresente anti-intelectualismo, el desdén por los derechos civiles, el control creciente de los medios de comunicación, el amiguismo y la corrupción, el fraude electoral —¿qué más puedo decir?
Mientras observo este rápido giro hacia el protofascismo en la política norteamericana, me obsesiono por comprender su atractivo. Escucho la radio de derechas y veo el canal de noticias de la Fox, y observo la procesión diaria de todos esos propagandistas de grandilocuencia derechista. Disfrazados de periodistas (que emiten noticias “justas y equilibradas” según reza el eslogan de la Fox) estos locos escupen su veneno a las “nazi-feministas”, a los “ecologistas abraza-árboles”, a los “progresistas bebe-cappuccinos”, a los enemigos (homosexuales) del matrimonio tradicional, a los cineastas degenerados (judíos) de Hollywood, a la irresponsabilidad de los pobres (tantos de ellos, negros), y a las “elites intelectuales”. Veo cómo rezuman resentimiento y auto-odio, con los rostros convertidos en máscaras de odio, y me resulta imposible imaginar cómo ese mensaje puede resultar atractivo; porque no sólo se comportan como bufones: son feísimos. Pero luego me doy cuenta de que su misma fealdad, su voluntad de ridículo: ese es su atractivo. Rush Limbaugh, Bill O’Reilly, Sean Hannity, Ann Coulter, entre otros de su misma calaña, vienen de una larga tradición de bufones fascistas —todos esos hombrecillos ridículos cuyo vínculo con el pueblo se basa precisamente en mostrar sus defectos.
El nuevo bufón fascista, el norteamericano, encuentra su vínculo con el público en una confesión implícita: “Soy una mierda y lo sé bien; y vosotros sois todos una mierda y también lo tenéis claro.” Para el público, esta admisión de una falta de valor compartida, resulta un gran alivio. Los perdona, los alivia de sus responsabilidades sociales. Pero claro, aparte del consuelo que aporta esta infelicidad compartida, este mal de muchos consuelo de tontos, esta afirmación del desprecio que sienten por sí mismos no hace nada para mitigar sus frustraciones, su resentimiento. El bufón fascista no hace otra cosa que dar permiso a su público para portarse mal, para derramar su ira sobre quien quiera oírla. Y para aquellos que todavía sienten cierta necesidad de auto-control, el bufón será su representante, soltando esa ira que saca de una reserva infinita en su interior. A su vez, esa ira, se dirige equivocadamente a las elites progresistas que supuestamente los victimizan y por lo tanto son las culpables de su falta de valor. Y mientras, las fuerzas vivas, políticas y corporativas, hacen su agosto: los ricos se benefician de los impuestos bajos, de la desregulación, del antiecologismo, de la deslocalización, de los recortes en los servicios sociales (creando así las mismísimas condiciones que alimentan toda esa ira mal dirigida), y no dejan de dan gracias-a-dios por la radio de derechas y por el canal de noticias de la Fox.
Traducción de Roger Colom
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