La despedida tiene también algo de reverencia, de exaltación del tiempo y del deseo de prosperidad para la otra persona; así, agur (del latín augurium) indica presagio, profecía, indicio de algo futuro. Mi favorito es el quizá algo obsoleto farewell anglosajón, conjunción del verbo «faren» (ir) y el adverbio «wel»: en resumen, «buen viaje, que te vaya bonito».
Permitidme un último desvío para hacer mención a la etimología de la palabra fin (del latín finis: confín, frontera, límite) que evoca faros y cabos al extremo occidente del mundo conocido. Y yendo más allá del latín, finis procedería del verbo fiuo (dejar [en paz], abandonar [en tierra]) cuyo perfectivo es figo (fijar). Se fijaban en la tierra cercas que delimitaban los territorios: de ahí procede la acepción de frontera.
La despedida tiene, por fuerza, algo de recordatorio. Por eso, no quisiera marcharme sin agradecer a los editores haberme proporcionado este espacio en el que reflexionar sobre los límites y confines de la palabra. Mi eterno agradecimiento, también, a todos los que me habéis leído. En serio, gracias: Libro de Notas ha sido un fantástico refugio en estos dieciocho meses. Clausuro con este la serie de artículos sobre traductores y traidores. Me despido, sin más ni menos, diciendo: Hasta la vista, baby.
]]>Y mi asombro, después de estos cien episodios, sigue siendo grande. Desde este lado del texto, el lado del autor, me pregunto por qué siguen ustedes a ese otro lado. ¿Es esto realmente importante? La lingüística es un intento de tabular y entender eso tan espontáneo, intuitivo y personalísimo que es la facultad de hablar. Tal vez un intento vano. Aprendemos a hablar por imitación, no por normativa; es una facultad que llevamos en los genes y la desarrollamos a los escasos meses de haber nacido, mucho antes de aprender a leer y desde luego sin saber nada de sustantivos, adverbios, tiempos verbales, diptongos, ortografía, semántica… Hay lenguas ágrafas, que ni siquiera tienen escritura (de hecho, lo fueron todas antes de que a alguien se le ocurriera trascribir los sonidos a grafos).
¿Por qué entonces ese interés en conocer cómo hablamos? Peor aún: ¿en cómo deberíamos hablar y escribir “correctamente”? ¿Y a qué llamamos habla “correcta”? ¿Y quién lo decide?
Miren: el habla es un producto puramente social. Es más, solo tiene cabida dentro de un conjunto social de individuos. Y, de igual forma, la sociedad humana es, en altísimo porcentaje, resultado de que el habla evolucionó a lengua, esto es, usada bajo reglas comunes aceptadas por los hablantes. Tal como afirma el encabezado de esta sección (¿cien capítulos y nunca te habías leído el encabezado?) el idioma está al servicio de la sociedad. Sin la lengua seguramente nuestra especie seguiría siendo un conjunto de manadas disgregadas constituidas por un puñado de especímenes. El idioma es la sangre de la sociedad, el fluido que transporta las ideas entre sus miembros y les lleva la cultura distintiva que les caracteriza.
Los idiomas son un nexo para los grupos humanos más fuerte que el territorio o la etnia. Los nacionalismos se construyen más fácilmente con una lengua distintiva que con un territorio geográfico; como también existen pueblos y comunidades sin territorio circunscrito pero que se aferran a la lengua vernácula como seña de identidad (las llamadas “lenguas no territoriales”); la lengua es el último bastión cultural de los emigrantes y permanece en sus hogares incluso tras varias generaciones.
Los niños aprenden las lenguas en que sus padres les hablan, incluyendo su fonología o “acento”, y a eso le llamamos “lengua materna”; serán las lenguas en las que “piensan” (y hablo en plural porque hay bilingües y trilingües… ¿sueñan los bilingües con ovejas monolingües?).
Pero incluso nuestro idiolecto es diverso: hablamos distinto en casa, en el trabajo, a los desconocidos, a los amigos. Hablamos diferente de cómo escribimos. Y también usamos palabras bien conocidas para citar conceptos que no sabríamos explicar.
“Hablando se entiende la gente” dice el aforismo español. Al estamento donde se forjan las leyes lo llamamos “parlamento”, a la vía para alcanzar un acuerdo nos referimos como “diálogo”, a la promesa firme le decimos “palabra” y el evangelista habló de su Dios como “el verbo”.
“Sobremesa” y “siesta” son términos exclusivos del español, la “saudade” es patrimonio del portugués como la “morriña” lo es del gallego y el “seny” del catalán. “Komorebi” es, en japonés, la luz del sol filtrada entre el follaje; el “depaysement” es la sensación incómoda de un francés al encontrarse en un país extraño; y un alemán puede contestar a una pregunta con “ja” o “nein” pero también con “doch” (que es un “sí” para contradecir a una pregunta negativa).
En la lengua de los inuit (esquimales) hay una veintena de palabras para “nieve” y en la de los yanomami hay doce para “verde”. Atacola, alguaza, zarria, cincha, penca, tahalí, talabarte, correa, barreta, trabilla, traílla, precinta, guindaleta, rejo, cinturón, badana, tiento, majuela y lonja son algunas de las palabras del castellano para “cinta de cuero”.
En español decimos “buenos días” y no “buena mañana”, decimos “la tarde” aunque casi todos los demás idiomas la dividen en dos o más periodos, decimos “primo/prima” pero en hindi hay un término distinto para la hija del hermano del padre, el hijo de la hermana de la madre, etcétera.
Los angloparlantes solo tienen “you” para la segunda persona, tanto singular como plural, mientras que en japonés te pueden tratar de anata, anta, kijo, otaku, omae, temae, kisama, kimi, on-sha o ki-sha según el grado de cortesía.
El euskera y el persa no tienen género gramatical, el danés tiene dos: común y neutro, y algunas lenguas bantúes distinguen hasta veinte clases nominales.
En ruso hay un tiempo verbal “imperfectivo” para la acción discontinua, en portugués existe un infinitivo personal, el latín tenía un futuro de imperativo y el mandarín no tiene declinación verbal alguna.
Esta diversidad solo es explicable porque cada lengua, cada dialecto, es el reflejo de lo íntimo de cada comunidad; es fruto de su historia, de su entorno, de su clima, de los extranjeros que la colonizaron, de los vecinos con los que comerciaron, de los dioses que han adorado, de los alimentos que comen, el horario que siguen, las profesiones que ejercen, las jerarquías en que se dividen, las convenciones sociales a las que se atienen,…
Idioma es, en definitiva, los pensamientos y sentimientos de un pueblo hechos palabras.
Conocer nuestra lengua implica conocernos a nosotros mismos; respetarla y cuidarla es valorar ese patrimonio inmaterial que nos pertenece por derecho de sangre; enseñarla es difundirla y hacerla fuerte; escribirla es inmortalizarla.
Algo de todo eso he intentado hacer (con mejor o peor fortuna) en estos cien artículos publicados en este espacio que me brindó Marcos Taracido y que se ha mantenido este tiempo bajo su égida y la de Alberto Haj-Saleh, a quienes debo agradecer techo y lumbre.
Ahora que ha llegado el tiempo de volar solo, lo seguiré intentando desde otro punto del universo internet. En la nueva etapa de Román Paladino, en RomanPaladino.maroman.es, a partir del próximo vigésimo octavo día del próximo mes del próximo año, seguiré a este lado del texto, por si quiere usted seguir al otro lado.
Y, en cualquier caso, muchas gracias por su grata compañía.
]]>Y el lenguaje, extensión del pensamiento humano, no puede sustraerse a este combate universal. También las palabras luchan unas contra otras por el dominio del territorio semántico; y, de acuerdo con esas mismas reglas, unas salen victoriosas y aumentan su poder, mientras que otras son sometidas, asfixiadas y, con el tiempo, aniquiladas, fenecidas para el idioma.
De alguna manera es esto “ley de vida”, un mecanismo natural del metabolismo filológico y una de las vías que tienen las lenguas para evolucionar. En el español hay decenas (centenares probablemente) de palabras que han quedado en la cuneta de la historia y han sido sustituidas por otras, aparentemente fruto del capricho del hablante popular.
Pero en otras ocasiones la elección del vocablo favorito es perversa: proviene de grupos sociales que detentan un prestigio lingüístico ilusorio y gozan de gran poder de difusión. El resultado es que algunas palabras desbordan su capacidad natural, invaden y avasallan a sus vecinas, se hacen hegemónicas y llegan incluso a usurpar significados y conceptos que no les son legítimos.
Este efecto es denominado “empobrecimiento del idioma”, cuando una multitud de palabras que enseñorean matices y funciones son hechas tabla rasa y en su lugar colocan a un vocablo único como omnímodo dictador, y al que llamamos palabra baúl, donde cabe todo (o comodín, aunque siempre me pareció más bien un término de tahúres).
Estimo que, en nuestras modernas sociedades, la principal fuente de estas voces son los políticos y clases dirigentes, que suelen esgrimir un lenguaje vacuo, hierático y acartonado; pero son los medios de comunicación “masivos” los que pasivamente se acomodan a esta forma de hablar y la difunden, generando la masacre ecolingüística.
Aun evitando los tópicos de “realizar”, “efectuar”, “hacer”, “tener”, “haber”, “tema”, “cosa”, “cuestión”,“importante”, etcétera, ya abundantemente documentados, surgen palabras que cobran un novedoso éxito en la prensa y se ponen “de moda”, términos repetitivos, machacones y petrificados, empleados ad nauseam y dañando la diversidad de matices y sentidos que es patrimonio de nuestros hablantes. Para mayor tristeza, no únicamente se abandonan las palabras a las que usurpan, sino que la propia usurpadora termina, a fuerza de restregarla, plana y descolorida.
Veamos algunos casos:
Provocar, sustituye a inducir, estimular, generar, causar, producir, promover, ocasionar, crear, suscitar, fomentar, originar y hasta una decena más de palabras. No siempre es válido, pues indica un matiz de respuesta o reacción, pero además llama la atención que incluso se usa dos veces en la misma frase:
— El revuelo provocado en la Agencia Tributaria tras el descabezamiento de la oficina de grandes contribuyentes provocó la reacción de la organización profesional de Inspectores de Hacienda. (El País)
— Un aparatoso accidente en Padre Claret provocó grandes retenciones. (El Adelantado de Segovia)
— El meteorito de Rusia provocó un terremoto a más de 4.100 kilómetros de distancia. (El Mundo)
— Policía francesa recopila pruebas de tirador que provocó ataques en París. (La Nación de Costa Rica)
— UGT critica el aumento de la conflictividad laboral provocado por la reforma. (Diario Progresista)
— Según informa el diario británico Daily Mail, los radares de tráfico han provocado al menos 27.900 accidentes de tráfico desde 2001. (Libertad Digital)
— La mentira le provocaba un agujero en el corazón. (El Mundo)
— Imputado un hombre dejó su perro atado más de 15 días provocando su muerte. (Heraldo.es)
— El abogado critica, por último, “la profunda indefensión que está provocando la instrucción y las dificultades que provoca en el derecho a la defensa…” (Andalucía Información)
— Además, ese alambre de cuchillas «provocaba unas terribles lesiones …» (ABC)
Inmensa mayoría. Parece que no hay ya otro adjetivo válido para designar a los grupos que superan en número al resto. A veces incluso se emplea para referirse a mayorías bastante exiguas, pero lo más normal es que se deje caer sin mejor soporte estadístico que la opinión del hablante (en realidad, el significado etimológico de “inmensa” es “que no ha sido medida”, lo que sería muy adecuado si no fuera porque me temo que se quiere utilizar como sinónimo de “enorme”). En cualquier caso, y dejando subjetividades al margen, sustituye sin mejor criterio a “la mayor parte”, “gran parte”, “la generalidad”, “los más”, “la gran/ingente/enorme/abrumadora mayoría”, o, simplemente, “la mayoría” sin cuantificadores ni pleonasmos grandilocuentes.
— El dirigente popular ha advertido además que “la inmensa mayoría de la sociedad vasca no tiene …” (El Correo)
— La inmensa mayoría de la prensa estaba a favor de Kennedy en 1960. (El Mundo)
— …cuando la inmensa mayoría de los Comités Olímpicos Nacionales de Europa votaron por la creación de los Juegos Europeos. (Europa Press)
— De hecho, la inmensa mayoría de los objetivos marcados no se han llevado a efecto. (Salamanca24horas)
— No sé de quién es la culpa pero a una inmensa mayoría de los españoles se les ha agriado el carácter en los últimos años. (El Mundo)
— Hoy la inmensa mayoría de los españoles, incluida la inmensa mayoría de los votantes del PP, somos bastante más pobres. (El Norte de Castilla, citando a J.A.López Murillo)
— La villa de Ribadesella gana así un nuevo espacio de recreo que había pasado desapercibido para la inmensa mayoría de los mortales. (El Comecio Digital de Asturias).
Contemplar. Hasta mediados del siglo XX en lengua española solo contemplaban los poetas, los filósofos y los ascetas, mentes dedicadas a observar y discurrir sobre lo observado. Luego empezaron a “contemplar” las leyes y normativas, el lenguaje del derecho tiene esos giros abstrusos, como sinónimo inopinado de “considerar”. Hoy parece que sea el verbo exclusivo para todo acto de prever, considerar, reflexionar, pensar, discurrir, meditar, suponer, atender, estimar, contener, valorar, y, si me apuran, hasta una treintena de usos, muchos de ellos además altamente inapropiados. Decía Lázaro Carreter que solo los seres humanos tienen capacidad para contemplar y que poner a un ser inanimado por sujeto era necedad. Tampoco estoy de acuerdo con tan estricta restricción, pero cualquier cosa es preferible a este aluvión de “contemplaciones”:
— El proyecto de Presupuestos de Pamplona para 2014 contemplaba 198 millones de euros. (Diario de Navarra)
— También ha criticado que el recinto no contemplaba un control de flujo entre plantas. (El Semanal Digital)
— La moción socialista aprobada contemplaba una serie de medidas de apoyo los afectados por la hipoteca. (El Faro de Vigo)
— El proyecto contemplaba su demolición para levantar un nuevo edificio. (Diario de Navarra)
— Desde la pasada primavera la Universidad Católica contempla en su programa … Esta iniciativa se contemplaba, tal como se desprende de la …(Las Provincias)
— …establece un calendario con la ruta a seguir hasta la cumbre de 2015, algo que antes no se contemplaba. (El País)
— Balmón ha reiterado que el partido “no contempla“ la hipótesis de otra insubordinación en el grupo parlamentario. (El Periódico de Catalunya)
Arrancar. En la veintena de acepciones que el DRAE registra para este verbo, ninguna hay que lo autorice a suplantar a comenzar, empezar, iniciar, nacer, abrir, dar comienzo/inicio, poner en marcha, entablar, originar, activar, etcétera. Y, en todo caso, este verbo transmite una idea de comienzo súbito, incluso violento; nada que ver con la normal e incluso protocolaria puesta en marcha de diversos sucesos. Y sin embargo…
— Equo arranca sus primarias abiertas para abordar el reto decisivo … (eldiario.es)
— Arranca la semana con siete provincias en alerta. (Ecodiario)
— Arranca un rodaje de miedo en la mansión de Terranova. (La Voz de Galicia)
— Artur Mas arranca una semana de viaje en la India recibido por el embajador Arístegui. (Vozpopuli)
— Con retraso arranca proceso electoral en Honduras. (Telesur)
— La negociación del nuevo ERTE de Liberbank arrancará en 15 días. (Tribuna de Toledo)
Parón. Y si todo comienzo es “arranque”, su antónimo no podía ser menos extravagante. No sé exactamente qué es “parón”; de siete diccionarios consultados, solo el sacrosanto María Moliner se atreve a darle entrada propia: «aumentativo de “paro”; paro brusco». Pero el uso desmedido con el que viene empleándose no siempre parece casar con esa idea, así que pronto tendremos que recurrir al “paronazo” para darle mayor grandiosidad. Mientras tanto, el ínclito viene cargándose a parada, detención, pausa, alto, descanso, interrupción, suspensión, paro, paréntesis, inciso y otras del mismo jaez.
— Obama vende el parón nuclear como un éxito. (La Razón)
— Parón de Eurovegas. (El Mundo)
— ‘Parón-protesta’ de los trabajadores de la lavandería central. (El Mundo)
— El parón de los Eurotaxis por las tarifas amenaza la movilidad de los discapacitados. (ElEconomista.es)
— El Málaga afronta otro parón infinito. (Marca)
— Petronor pone fin al parón de su refinería. (Expansión)
— Parón en el crecimiento europeo. (VozPopuli)
— Motril advierte del ‘parón que sufrirá el modelo de ciudad’. (Ideal Digital)
— Andalucía sigue batiendo récords de exportación pese al parón de septiembre. (Diario de Sevilla)
— El Almería hace una lectura positiva del parón liguero. (Terra)
En fin, aquí lo dejo. La lista sería larga, aunque no demasiado pues precisamente esta práctica consiste en eso: en reducir el léxico al mínimo. Se dice por ahí que para usar un idioma cotidianamente bastan mil palabras, pero a algunos parece que incluso les sobran unos cientos.
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Similar:
Verbos ‘comodín’ en Fundéu
Concha de la Hoz Fernández, las palabras comodín
(N.del A.: Los ejemplos ilustrativos son copia literal de ediciones digitales de publicaciones españolas y americanas tomadas durante Noviembre de 2013, Pueden haber sido corregidas o modificadas posteriormente al momento en que se copiaron).
]]>Harto inútil será que se abalance sobre los diccionarios para intentar desentrañar el significado de esos versos. Tal vez no haya entendido usted casi nada, precisamente de eso se trata en parte: de que no se entienda. Es la jerigonza, el garlar de la germanía, la lengua de la jacaranda, y si no es usted jaque, rufo, lobo, comadreja, iza, coima o marquida no va a entrevarlo por más que lo columbre.
La palabra “germanía” proviene del latín “germanitas”, hermandad, fraternidad, e inicialmente era la denominación de las asociaciones gremiales de artesanos que operaban hacia el primer milenio, más específicamente en el Reino de Valencia. Pero ya para el Siglo de Oro la germanía era el submundo del hampa, el universo al margen de la ley y la justicia del rey.
Y entre los germanos y germanas (que así se denominaban entre ellos) regían leyes no escritas, valores y moral peculiares y, como todo grupo cultural humano, lengua propia.
En realidad casi tan solo el léxico, pues la gramática, declinación, género, número, sintaxis, fonética, etcétera se ajustaban a las propias del español sin gran distingo.
Lo cierto es que este tipo de jergas han estado presentes entre los marginales de toda época y nación. Cuando en España los maleantes hablaban la jerigonza o germanía, los beggars británicos se entendían con el cant, los fahrendes Volk de Alemania hablaban el rotwelsch (gaunersprache o kokamloschen) y en Francia era el argot o jargón su equivalente.
Como igualmente hoy podemos referirnos al lunfardo bonaerense, el cockney londinense o el jive talk (ebonics ) del Harlem. En España, el cheli provenía del habla arrabalera de finales de la dictadura franquista, pero fue acogido por las corrientes culturales y políticas y ambientes juveniles que florecieron durante la transición, especialmente en Madrid, era la lengua de “la movida”. Lo que hoy se habla no recibe un nombre “oficial”, aunque se le menciona como “mangui” o “talegario” (también taleguero, la jerga carcelaria), entre otras denominaciones.
Y es que hay que advertir que, con semejante sustrato social, las voces tienen una escasa longevidad, apareciendo y desapareciendo en el transcurso de una generación o incluso pocos años.
Ciertamente, al encabezar este artículo he hecho trampas: había pocas probabilidades de que usted estuviese familiarizado con la germanía del siglo XVII. Sin embargo no le resultará tan críptico el significado del párrafo siguiente:
Acababa el yonki de levantarle el peluco y un sello colorao a un pureta y estaba a punto de hacerle el puente a un buga para salir najando, cuando le colocó la madera de marrón. Tras pedirle la papela, le cachearon y vieron que el tío iba empalmao. Le trincaron un bardeo, con la que hubiera mojado al tarra si no se le hubiera achantado, y una pipa. El tío no iba de farlopa ni de caballo pero le cantaba la taza mazo de todo el alpiste que se había apretado antes de darle el palo al carroza.
(N.del A.: Ese párrafo es parte de un texto localizable en varias fuentes de internet. Tiene algunos errores que no se ajustan al uso real de la jerga. Además, en todas las versiones que he encontrado, traducen “colorao” por “rojo”, cuando realmente significa “de oro”).
Ni mucho menos tendrá dificultad en descifrar este otro, bastante menos intenso, que pude escuchar personalmente y de viva voz en un entorno nada carcelario:
El nota es un capullo que te cagas, farda de buga y de que tiene un chabolo que lo flipas, pero es que es un bocas. Una vez vino a mi queli con dos coleguitas, nos liamos unos petas y el julay venga a comernos el tarro con chorradas; un rollo más chungo que el carajo.
Está difundida la idea de que las germanías hispanas tienen como principal fuente nutricia el caló, la lengua gitana. Sin embargo no es exactamente así. Si bien es cierto que muchos vocablos provienen de ahí, frecuentemente modificando o encriptando el significado, también la germanía ha dotado al caló de bastantes otras, generando un caló jergal, un código marginal a su vez dentro de la propia etnia gitana, dando lugar a mixturas idiomáticas donde se hace difícil determinar cuál fue el original y cuál el préstamo.
Como también es opinión generalmente aceptada que estos dialectos tienen como función primordial la de hacer las conversaciones opacas a extraños, especialmente a la policía, justicias y otras fuerzas de orden público. Solo en parte es así.
Pero los dos ejemplos de arriba podrían bastar para desmontar esa explicación: si usted es capaz de comprender el mensaje, imagínese cualquier policía con años de servicio. Es frecuente la anécdota del funcionario de prisiones que tiene que servirle de intérprete al interno recién ingresado cuando este no procede del mundillo delincuente.
Aparte de eso, sería infinitamente difícil generar artificialmente códigos tan extensos, más todavía en un ambiente social tan disperso y desestructurado como es el de la delincuencia y marginalidad.
Evidentemente hay una función agregadora o identificadora al servicio de la comunidad hablante (como sucede en todos los idiomas y sus derivados). La integración del individuo al grupo exige de este el conocimiento y uso del dialecto, y el que no pertenece al grupo es fácilmente identificado, lo que no significa que el grupo utilice “intencionadamente” la jerga como mecanismo de exclusión.
Por otro lado, la generación del léxico distintivo es, en parte, una necesidad: la de dar nombre a las especialidades “profesionales” (p.ej.: para cualquier observador externo todos serían “ladrones”, pero dentro del colectivo es necesario referenciar cada tipo), herramientas, acciones, amenazas, etcétera.
En la lógica de la historia y la fisiología de los idiomas, estas jergas de la canalla tendrían que haber nacido y muerto sin abandonar su nicho diastrático, tan furtivamente como nacen y mueren sus hablantes legítimos. Pero, paradójicamente, son numerosos los textos y documentos que las han registrado a lo largo de los siglos. Nada parece fascinar más a lingüistas y literatos que estas hablas silvestres, arcanas e intensamente expresivas.
Entre los primeros, ya en 1609, en pleno auge de la recién nacida jerigonza, se publicaba un romancero y vocabulario de voces de germanía con la firma de un tal Juan Hidalgo (tal vez obra del abogado sevillano Cristóbal de Chaves, aunque este falleció en 1602). Desde entonces y hasta hoy se han escrito decenas de estudios y divulgaciones de estas variedades léxicas, no siempre por filólogos (en realidad, pocas veces), sino por autores que por las más diversas razones han mantenido contacto con estos grupos: juristas, policías, trabajadores sociales, etc, como por ejemplo, un“clásico” del tema, “El delincuente español. El lenguaje: (estudio filológico, psicológico y sociológico)” de Rafael Salillas, criminólogo y reformista penitenciario del cruce de siglos XIX-XX.
Pero su mayor presencia en tinta impresa viene de los novelistas: desde Francisco Delicado, Mateo Alemán y quienquiera que narrara las peripecias de Lázaro de Tormes, pasando por Cervantes, Quevedo, Mesonero Romanos o Galdós, hasta Max Aub, Umbral, Cela y Pérez Reverte, son legión las plumas que han caído en la tentación de retratar la picaresca y los bajos fondos trufando párrafos y páginas con retazos de germanías y jergas delincuentes, haciendo bueno el objetivo del de Berceo de poner por escrito el genuino lenguaje “en qual suele el pueblo fablar a su vecino”.
Porque, hay que recordarlo una vez más, la capa evolutiva y generadora de los idiomas no está en las universidades, academias o estamentos políticos, ni tan siquiera en los estudios de literatos o en las mesas de redacción periodística. El caldo germinal de las lenguas humanas reside en la base de la escala social, tanto en lo léxico como en lo gramático.
Y es que también, de alguna forma, el pueblo hablante “normal” ha encontrado en las jerigonzas, germanías y resto de variedades habladas por los marginados y los fuera de la ley, una vía de expresión divertida y con un cierto regusto a furtivismo y campechanía, y no ha dudado en apropiarse de ellas.
Así, estos dialectos delictivos nos han legado cientos de términos y giros semánticos que hoy nos son familiares y frecuentes en el habla coloquial de cualquier estrato social, muchos de ellos registrados en los diccionarios oficiales y oficiosos: yonqui, parné, menda, fetén, chorizo (ladrón), mangante, camello (de drogas), fornido, guapo (sí, “guapo=bello” es germanía), rufián, fullero, abrirse o pirarse (irse, largarse), afanar, birlar, basca, bofia, pasma, guripa, bujarrón, chapero, trilero, butrón, jeta, chupa (chaqueta), chirona, trullo, trena, talego (cárcel), chorbo, chungo, chutarse (inyectarse), colgado (bajo los efectos de drogas o adicto a algo), colocado (idem), flipar, etcétera, etcétera, etcétera.
(Todo ello, claro, referido casi exclusivamente al español de España. Las variedades americanas, como la muy rica léxicamente generada en torno al narcotráfico en el norte de México —que pálidamente refleja Pérez Reverte en “La reina del sur”- o la influenciada por el lunfardo en Argentina, habrían dado a esta columna unas dimensiones exageradas).
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Algunos enlaces y fuentes:
Un código carcelario de Colombia
Un glosario de germanía del Siglo de Oro
El delincuente español: el lenguaje, de Rafael Salillas (Centro Virtual Cervantes)
La especie Musca domestica, mosca vulgar, es tal vez la más ubicua de las que comparten hábitat con el ser humano. Haylas por doquier como aseveraba, cinco siglos ha, el granadino Juan de Arjona en esos tercetos endecasílabos.
Tanta ha sido en la historia de la humanidad su pertinaz y molesta presencia que, como era de esperar, ha acabado infiltrándose en la lengua que hablamos, ya sea en forma sustantiva y propia como en las formas metafóricas, alegóricas y resto de figuras retóricas incluyendo, si cabe, el adagio.
Aparte de la mosca, propiamente dicha, el idioma castellano ha empleado la raíz para nombrar a parientes más o menos lejanos: mosquito, moscón, moscarda, moscardón…, además de otros insectos erróneamente asociados al taxón: mosca blanca, mosca española, etc.
Pero, ya fuera del marco entomológico, y entrando en materia propiamente idiomática, el sustantivo designa también a la mínima expresión de la barba masculina, al púgil con peso entre los 49 y 51 kg, al señuelo que simula un insecto en el arte de pesca con caña, al síntoma oftalmológico de manchas en la visión (moscas volantes, propiamente llamadas miodesopsias), a los colibríes (pájaros mosca); y en esta era de las telecomunicaciones, ¡oh, novedosa mosca!, es la denominación en la jerga tecnológica del logotipo televisivo con el que, desde una esquina de la pantalla, se nos identifica la emisora.
El color “ala de mosca”, pese a su asquerosa referencia, designa un tono gris frecuente en prendas de cierta elegancia. (También, en siglos pasados, se llamaban moscas a los lunares o manchas irregulares en forma y distribución que formaban parte del estampado o dibujo de un tejido).
Además, en forma figurada, ha sido usada para el dinero (aunque su uso ha decaído, permanece en la expresión “soltar —o aflojar- la mosca”); moscones se dice de los individuos que merodean e incomodan, especialmente los que acosan a las muchachas en sazón; ser una “mosca o mosquita muerta” (o parecerlo) es figura habitual para designar a aquellas personas de apariencia inofensiva. Y, muy cualificadamente, tenemos a la famosa “mosca cojonera”, prototipo del sujeto pelmazo, enojoso e insufrible, mosca ya catalogada oficialmente para el léxico hispano al menos en el “Diccionario fraseológico documentado del español actual” (M. Seco, O. Andrés y G. Ramos).
Mucho más personalísima, claro, es la asociación que Neruda hizo de la mosca a una especie de bichos mucho más repulsivos y perjudiciales: los tiranos y dictadores.
[…] desenvainó la envidia, atrajo
la dictadura de las moscas,
moscas Trujillos, moscas Tachos,
moscas Carías, moscas Martínez,
moscas Ubico, moscas húmedas
de sangre humilde y mermelada,
moscas borrachas que zumban
sobre las tumbas populares,
moscas de circo, sabias moscas
entendidas en tiranía.
(P.Neruda, Canto General)
En el conjunto de los términos derivados y compuestos es destacable que casi todos aluden a útiles cuya finalidad es la de librarnos de la importuna presencia de estos bichos: mosquitero, mosquero, matamoscas, espantamoscas, atrapamoscas…, sin duda muestra de cuanto afán ponemos en esta tarea de vano exterminio.
Desde hoy mis glorias de amante
se concretarán, Dios mío,
a tener en adelante,
una mujer que me espante
las moscas en el estío.
No extrañéis que cual placer
el no ver moscas os nombre,
que a tal punto humilla al hombre,
de la belleza el poder.
(Campoamor, Doloras, XIII)
Pero, aparte de los usos sustantivos de la palabra “mosca”, el doméstico insecto ha colonizado muchas expresiones, giros y locuciones del idioma castellano.
Sin duda, una de las expresiones más populares entre las que incluyen el nombre del díptero es “por si las moscas”, locución adverbial coloquial que significa “por si acaso, por precaución o previsión”. Aunque puede asegurarse que se trata de una expresión genuinamente hispana, y casi seguramente española (no conozco ningún idioma donde exista similar), su origen es un misterio. Corren por ahí versiones que la atribuyen a leyendas medievales: los ejércitos franceses invasores de Girona en 1285 serían ahuyentados por una plaga de moscas provenientes de la tumba de Sant Narcis, patrono de la ciudad y comúnmente representado rodeado de un enjambre de estas. Explicación bastante improbable: la frase no aparece en documento impreso alguno anterior al siglo XX. De hecho, es posible que no se popularizara hasta que en la víspera de Todos los Santos de 1929 se estrenara en Madrid el vodevil así titulado: “¡Por si la moscas!”, revista musical con partitura del Maestro Alonso y la actuación estelar de Celia Gámez, que cosechó gran éxito con centenares de funciones y gira por las principales plazas de España y América. Sea como fuere, el diccionario académico no se digna recogerla sino hasta la edición de 1970.
Por el contrario, mucho más antiguas y suficientemente documentadas, encontramos a las moscas como protagonistas de bastantes expresiones comunes.
Estar mosqueado o amoscado, simplemente “estar mosca” o, sustantivando, “tener un mosqueo”, es la forma más explícita en la que aparece el díptero. Aunque en siglos pasados “mosquear” era ahuyentar las moscas, especialmente con un “mosqueador”, especie de sacudidor con tiras cortas (y, por similitud, “azotar”: «ahora no tengo gana de azotarme: basta que doy a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en voluntad me viniere»), el verbo llega a nosotros ya desde el siglo XIX para indicar recelo o suspicacia, (también como hartazgo o impaciencia) tal vez refiriendo al estado de atención que le permite a la mosca esquivar los intentos para capturarla, aunque también pueda ser una simplificación de la locución “tener (o estar con) la mosca detrás de la oreja”.
Lo que sí parece una alusión a la inquietud que expresa un animal al que las moscas acosan es cuando nos preguntamos “¿qué mosca le habrá picado?” ante alguien que muda repentinamente de humor. En catalán se emplea “pujar la mosca al nas”, es decir, “subir la mosca a la nariz” cuando ya alguna molestia colma la paciencia (en castellano es poco frecuente salvo el uso por bilingües); y de presumible origen canario es “plantar la mosca” que es una forma de hacer un desplante, de encararse con alguien que ya se está pasando de rosca.
Aunque por más que nos irriten e inquieten estos insectos, hay quien es “incapaz de matar una mosca”, es decir, de cualquier acto violento; todo lo contrario del que se empeña en “matar moscas a cañonazos” que no únicamente emplea un recurso excesivo frente a una pequeña vicisitud, sino además puede indicar que es de escasa eficacia. Por el contrario, cuando tus enemigos “caen como moscas” es que el rendimiento es óptimo.
Un joven estudiante se distrae de sus tareas “con el vuelo de una mosca”; sin embargo, que se pueda “oír el vuelo de una mosca” (o ni siquiera eso) indica un silencio absoluto y probablemente tenso. Cuando la distracción llega a la abstracción total o implica pérdida de tiempo y esfuerzo diremos que está “cazando (o papando) moscas”.
Tal vez la más extraña expresión con moscas de por medio sea “atar una mosca [por el rabo]”, tarea complicada, ya que estos bichos no tienen apéndice caudal y, de tenerlo, haría falta una gran habilidad, con lo que la expresión se usa para señalar hechos o afirmaciones que son difíciles de creer, sin explicación racional o, sencillamente, absurdas.
Y, por supuesto, también a los refranes y proverbios acuden las moscas, una costumbre que ya existía en tiempos del imperio romano, cuando se afirmaba que “Aquila non capit muscas” (“el águila no caza moscas”) para indicar que quien es realmente poderoso no se afana en quienes carecen de interés.
Repasemos, brevemente, alguno de los más conocidos:
En fin, comenzábamos esta columna con los versos mosquiles de un andaluz, y terminaremos con los de otro, para que, a pesar de tanta mosca en nuestra lengua, queden ustedes con buen sabor de boca:
Vosotras, las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.
¡Oh, viejas moscas voraces
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!
¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
—que todo es volar—, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales…
Moscas de todas las horas,
de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada,
de siempre… Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.
(A. Machado)
«Por poco lo consigue, pero lo perdió todo, menos el tormento de un deseo no cumplido y el disgusto de un conocimiento escurridizo».
El secuestro, Georges Perec
Siendo miembro del Oulipo, movimiento literario inaugurado por Raymond Queneau en los sesenta, no es de extrañar que Georges Perec considerara las restricciones formales autoimpuestas como un potente estimulante para la imaginación. En 1969 escribió una novela de intriga de casi trescientas páginas, que tituló La disparition, y eligió concebirla como un lipograma: en el texto no aparece ni una sola vez la vocal «E». Este experimento explora los límites de la narración, y su trama policial gira en torno al juego metaficcional de otras desapariciones, en las que la letra omitida tiene un papel protagonista. El tema de la desaparición está muy ligado a la vida personal de Perec: su padre murió en combate en 1940 y su madre sufrió una deportación a Auschwitz a principios de 1943, por lo que el autor habla aquí del drama de su propia existencia. Ausencia, vacío, falta, silencio y enigma son los temas principales de este libro fundado sobre el juego y el desafío técnico.
Esta podría ser una de aquellas novelas de las que se suele decir que son intraducibles, en la medida en la que plantea, una vez más, la cuestión de una convivencia conflictiva entre fondo y forma, y la necesidad de establecer una jerarquía entre estos dos aspectos. ¿Qué debe privilegiarse, qué conviene conservar? ¿Es posible mantener todos los aspectos de una obra como esta en lengua extranjera?
Tras sopesar los retos de las transferencias lingüísticas, el trabajo de traducción de la novela en español buscó dar con respuestas prácticas a problemas puntuales que iban mucho más allá del mero respeto al lipograma. Pero este respeto era, en cualquier caso, condición imprescindible para la traducción, aunque para imponerse un reto a la medida de lo que Perec habría deseado, el equipo de traductores (compuesto por Marisol Arbués, Mercè Burrel, Marc Parayre, Hermes Salceda y Regina Vega, que recibieron en 1999 el prestigioso Premio Stendhal de traducción por este trabajo) decidió suprimir la «A» en lugar de la «E», al ser esta la vocal más utilizada en nuestra lengua. Obviamente, esto implicaba violentar el lenguaje mediante el uso de giros inusuales, sinónimos rebuscados y perífrasis extrañas… También en francés la novela contiene construcciones sintácticas retorcidas, aunque los problemas no aparezcan necesariamente en los mismos lugares ni afecten al lenguaje en la misma medida. Por ello se estableció un sistema de compensaciones: si admitimos que la traducción es una negociación, no resultará extraño que los traductores hayan optado por restituir ahí donde era posible y sustituir ahí donde era necesario.
¿Algún ejemplo? Para empezar, el título en español es un acertadísimo El secuestro. También se recurre al uso de abreviaturas (tb por «también»), palabras en otros idiomas y nombres de personajes reales deformados con humor, como Levi-Stross o Rimbó, con el fin de evitar la «A». La novela está plagada de guiños al lector, como el hecho de que contenga 26 capítulos pero que se omita el quinto (la «E» es la quinta letra del alfabeto) en el índice.
Además del lipograma, Perec se impone otras coacciones formales. Por ejemplo, algunas de las frases pronunciadas por los personajes esconden palíndromos («Un as noir si mou qu’omis rions à nu!»). En este caso, se opta por que prevalezca el significante y se obvia el contenido literal, por lo que leemos en español: «¡Señor goloso logroñés!».
También se perciben, en numerosas ocasiones, rimas internas que conviene mantener («On noya dans l’alcool un pochard, dans du formol un potard, dans du gas-oil un motard»). En español leemos: «Se hundió un bebedor en porrón, un doctor en poción, un conductor en bidón».
El secuestro es una novela con la que se aprende a desconfiar del azar, a estar siempre alerta. Ninguna lista es anodina, ninguna gradación gratuita, y se juega con la alternancia de letras como en la siguiente enumeración de animales: «Ô, Grand Manitou, tu n’y vois pas, mais tu sais tout. Nous connaissons ton pouvoir: il va du Hibou au Tatou, du Gavial à l’Urubu, du Faucon au Vison, du Daim au Wapiti, du Chacal au Xiphidion, du Bison au Yack, du noir Agami au vol lourd au Zorilla dont la chair n’a aucun goût», que quedó así en lengua española: «¡Oh! Sumo Gurú, no ves pero todo lo entiendes. Conocemos tu poder, el que comprende el Hurón y el Topo, el Grifo y el Unicornio, el Felino y el Visón, el Erizo y el Wopití, el Dugongo y el Xilófogo, el Cuervo y el Yeco, el negro Buey perezoso y el Zorro huidizo y comepollos».
El equipo de traductores afirma que su intención fue ser respetuoso con el texto original; es decir, fiel al trabajo de escritura que lo había engendrado. La metodología de trabajo del equipo se ha explicado en alguna ocasión recurriendo a las palabras de Umberto Eco cuando llevó a cabo su traducción de los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau: «Se trataba de decidir lo que significaba realmente, en un libro de este tipo, ser fiel. Una cosa estaba clara, y es que no necesariamente implicaba ser literal. […] Ser fiel implicaba entender las reglas del juego, respetarlas, y jugar una nueva partida con el mismo número de golpes de dado». Puede concebirse por tanto que ciertos pasajes de la traducción se hayan alejado conscientemente del original, para en última instancia resultar más fieles al texto.
En realidad, el propio Perec lleva a cabo, durante la escritura de su novela, casi un ejercicio de traducción, pues se podrían considerar como tal las transposiciones lingüísticas a las que recurre para cumplir con las limitaciones impuestas. En la práctica, lo que hace Perec es crear una nueva lengua basada en un libro de estilo lleno de reglas y coacciones, quizá tan aleatorias como las que sostienen el difícil equilibrio del francés estándar.
]]>Sin embargo, parece como si al hablante no le bastaran estos mecanismos naturales, pues, en ocasiones, inventa palabras de nuovo. Y no hablo de neologismos técnicos, préstamos, calcos o similares, sino de las llamadas “expresiones creativas”, términos que se crean al vuelo, en un momento de inspiración.
Son voces expósitas, sin padre etimológico ni reconocido, nacidas en la germanía o la jerigonza, surgidas del pueblo y para el pueblo. Vocablos sin prosapia que tienen pocas posibilidades de entrar en los diccionarios oficialistas, pues lo coloquial (literalmente de “coloquio”, diálogo) tiene vocación de oralidad y, salvo éxito rotundo, rara vez termina fijado en tipos de imprenta, que es donde los lexicógrafos suelen ir de caza. Además, nacen como localismos y muchas veces no logran traspasar las fronteras de su terruño.
Pese a lo cual, y juntando las de ambas orillas del Atlántico, son tropecientas las que figuran en el DRAE, aunque muchas más las que pululan por chabolas y palacios, en las conversaciones populares, chascarrillos y gracietas, y sabrá Dios cuántas nacieron y se perdieron por el camino. Normalmente las usamos sin darnos cuenta de que ellas representan una muestra importante del poder del hablante sobre el lenguaje: la omnipotencia que supone crear ex nihilo, de la nada.
Con frecuencia son jocosas, sonoras y pegadizas. Curiosamente tienden a ser polisílabas, como si así fueran más ampulosas, si es necesario repitiendo sílabas o añadiendo prefijos de iteración como “re-“.
Una parte importante de estas expresiones son simples interjecciones en las que prima la sonoridad fonética (incluyendo la onomatopeya) sobre el significado. Cáspita, repámpanos, catapúm, aúpa. Aunque de otras podemos suponer que se tratan de eufemismos, palabras reconvertidas en invenciones carentes de significado para no tener que terminar la soez versión original. Así caray o caramba (de “carajo”), córcholis, recórcholis o corcho (de “¡coño!”), jolín o su plural jolines (de “joder”), …
Aunque también, con similar intención, se inventan palabras que sustituyen completamente un concepto velado, dejado a la imaginación del oyente. Es el caso de refanfinflar o repampinflar, que no significa nada concreto. En realidad, si no fuera por la posición que habitualmente ocupa en la oración, ni siquiera estaría seguro de que sea un verbo, toda vez que casi únicamente se emplea una forma, refanfinfla, que correspondería a la tercera persona singular del presente de indicativo. Podemos suponer que refanfinflar sea aplicar alguna acción obscena o erótica sobre una de las formas femeninas que adopta la pléyade de sustantivos que designan el miembro viril, que además queda prácticamente siempre escondida tras el pronombre átono “la”. Será, pues, verbo transitivo, aunque algunas veces, pocas, lo encuentro como intransitivo: “me refanfinfla lo que diga la gente”, con lo cual su supuesto significado queda aún más críptico.
Otras veces, estos neologismos populares se aplican como insultos más o menos disimulados, una forma de zaherir sin dejar del todo claro qué oprobio se le achaca al insultado. Así un sujeto puede ser un mindundi, o un chiquilicuatre, chisgarabís, papanatas, chafalmejas, zarrapastroso, gurrumino, zascandil, incluso un perfecto gilipollas, sin que tengamos muy claro a qué exactamente refería la palabra en origen aunque su significado, a fuerza de uso, termine por quedar bien definido.
Como también se puede ser sandunguero si se tiene sandunga, dicharachero si se habla con dicharachos, pachorriento si le domina la pachorra, o chilindrinero si cuenta chilindrinas. Otra cuestión es de dónde proceden esos extraños sustantivos que tienen todos los visos de haber nacido una noche de jarana y cuchipanda.
También los encomios pueden ser objeto de la imaginación en el léxico: fetén, chipén, pocholo o pintiparado han ido quedando arrumbadas, para ser sustituidas por guay, chupi, chachi (o chachi-piruli, que es más que chachi), chido, que dicen en México, o macanudo que decían (ya no tanto) en Argentina.
Un grupo curioso es el aplicado a un malestar más bien repentino y de causa desconocida, es decir: un soponcio, un patatús (o patarrús), yeyo, jamacuco, arrechucho o sopitipando.
Queda, en fin, otro puñado de difícil clasificación: encocorar, turulato/turuleta, impepinable, pingorotudo, empampirolado, cuchufleta, rechoncho, barahúnda, entenguerengue, corotos, mandanga, …
Seguro que conoce usted unas cuantas propias de su barriada o grupo de amigos. Cuídelas, mímelas, no se avergüence de usarlas por el hecho de que estirados lingüistas no las hayan tenido en estima, son parte de nuestro patrimonio tanto como la más refinada y culta de las glosas; y yo diría que expresivamente mucho más útiles que los vanos circunloquios que emplean muchas veces políticos, juristas, periodistas y otros grandilocuentes.
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Más de lo mismo:
Refanfinflar, repampinflar por Pedro Álvarez de Miranda
Desde su publicación en 1937, Ferdydurke había sido objeto de críticas que consideraban la novela de Gombrowicz poco más que una provocación estrafalaria: suponía, en contenido y continente, un enorme desafío a las convenciones narrativas y a la tradición literaria. Dos años después, en agosto de 1939, el autor fue invitado a visitar Argentina con motivo de la inauguración de la ruta de un nuevo transatlántico. Cuando llegó a Buenos Aires a bordo del Chrobry, Polonia había sido borrada del mapa, invadida por las tropas nazis de Hitler. Desorientado por el rumbo político que tomaba una Europa al borde de la Segunda Guerra Mundial, Gombrowicz decidió quedarse un tiempo en Argentina, sin llegar a imaginar que aquello que prometía ser una corta estancia iba a convertirse en el exilio definitivo de Polonia.
Lejos de su patria, en una tierra de la que ignoraba incluso la lengua, Gombrowicz retomó la literatura y se propuso llevar a cabo él mismo, en 1946, la traducción de su única novela. La idea empezó a tomar forma entre un círculo de amigos, admiradores y amantes de la literatura con los que se reunía en cafés del centro porteño para charlar o jugar al ajedrez, y pronto prendió el entusiasmo. En ese ambiente desordenado y festivo, sin diccionario polaco-español, asesorado en por los poetas cubanos Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu, Gombrowicz intentaba avanzar, párrafo a párrafo, en la ardua tarea de autotraducirse. Apenas conocía el español, por lo que muchas veces el francés sirvió de lingua franca a varios de los asistentes a la tertulia, que sugerían y propiciaban nuevos cambios y reescrituras de la obra. La traducción comenzaba siendo literal e iba paulatinamente despegándose del original; cada palabra se sometía al juicio de la asamblea.
La versión final de esta curiosa labor traductológica comunitaria, fruto de largas tardes de debate en el Café Rex de Buenos Aires —entre otros—, fue publicada por la editorial Argos de Buenos Aires y sentaría las bases de otras ediciones en distintos idiomas. Gombrowicz se inspiró en esta versión pulida, por ejemplo, para la traducción francesa que también realizó él mismo con Roland Martin, un joven francés de Buenos Aires, y que firmaron con el seudónimo «Brone». La segunda traducción francesa, de Georges Sédir, basada en la edición polaca y por tanto traducida directamente de esa lengua, no se publicaría hasta 1973.
La versión que se maneja actualmente, reeditada en España por Seix Barral, vio la luz en 1964 e incluye un esclarecedor prólogo de Ernesto Sabato y una nota sobre la traducción del propio Gombrowicz.
Por tanto, leer Ferdydurke en español no es leer una traducción del texto original en polaco, sino una recreación comunitaria de la novela perpetrada por Gombrowicz (y compañía). La singular metodología seguida en el proceso de traducción añade al texto una sensación de extrañeza que no hace sino incrementar el desconcierto que la novela misma pretende producir: esa perplejidad, ese asombro primigenio ante la literatura se logra así por partida doble. Las excepcionales circunstancias de la traducción de Ferdydurke lo son aún más, si cabe, dado que vienen a reafirmar el carácter excepcional del texto, como un guiño cósmico lanzado a la posteridad.
]]>Pero una de las principales causas de que se mantenga hoy en día es, como ocurre con el xiaopin, la difusión televisiva. Y es que la escasa duración del xiangsheng lo hace perfecto para galas de fin de año, espectáculos conmemorativos y demás mandanga de la televisión china, que no olvidemos que ven millones y millones de personas desde unas ciudades que, a excepción de Pekín o Shanghi, no tienen demasiado acceso a un teatro generalmente caro y occidentalizado. Ni lo tienen ni, a juzgar por el público de las salas, tampoco les apetece mucho ir.
El xiangsheng, propio de Tianjin y otras ciudades del norte de China, forma parte de un abanico de géneros cómicos englobados dentro del shuochang (说唱), es decir, del “hablar y cantar” [1]: una forma de narrativa teatral basada en la representación vocal que se acompaña de instrumentos de percusión o de cuerda. Aquí están el baiju 白局, oriundo de Nankín; el dagu (大鼓algo así como “gran campana”) o el shuoshu (说书, formado por los caracteres de “hablar” y el de “libro”). El xiangsheng se caracteriza por su carácter cómico, por sus críticas (de filo romo) y por representarse o bien en el dialecto de Pekín o bien con un marcado, marcadísimo, acento del norte que asegura las risas del personal. Pero la razón es más bien histórica. El género nacerá allá por la Dinastía Ming y se desarrolla durante la Qing, con una marcada influencia Jurchen (manchú). Y aunque en origen este género se trataba simplemente de un monólogo cómico, fue durante esta dinastía y hasta los años veinte del pasado siglo cuando evolucionó poco a poco hasta aceptar dos, tres o más actores, algunos de marcada fama actualmente como Hou Buolin.
Los componentes sí que se mantienen: shuo (说, el discurso), xue (学, la imitación), dou (逗, algo así como la mofa) y chang (唱, la canción). Es después de 1949 cuando su popularidad aumentará, hasta el punto que, actualmente, es uno de los géneros más representados tanto en vivo como en las ya mencionadas galas televisivas. Aunque el vestuario varía, siempre es curioso ver las túnicas o hanfu de vivos colores que visten los actores, a juego con los tocados negros, que dan un aire añejo a un texto a veces de viva actualidad: no son escasas las piezas de xiangsheng que ironizan o critican aspectos de la sociedad china o la corrupción que siempre empapa a las altas esferas del Partido Comunista, de la que hablan estudiantes, taxistas y demás gente de a pie y que siempre es comentada en todas las redes sociales… estos diálogos cómicos no llegan a ser contestatarios ni excesivamente corrosivos. Pero el hecho de que exista es una prueba de que ni la apertura económica ni la censura en los medios pueden restar identidad a géneros teatrales que con el paso de los siglos, no hace sino transformarse a la medida de una sociedad que también demanda, poco a poco y cada vez más deprisa, un cierto cambio.
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[1] Actualmente, shuochang también es el nombre que se le da en chino al rap.
Ambulancias, coches de bomberos, de policías, de protección civil… en hileras interminables con las luces de emergencias destacando sobre las primeras sombras que empezaban a tomar el día. Vagones de tren escorzados sobre el suelo, empinados unos en otros, rotos como muñecos torturados, lejos las vías de dónde la razón las situaba. Y a la izquierda del cuadro, sobre una especie de plazita de asfalto, cuerpos, muchos cuerpos cubiertos con matas, alineados con todo el orden que le faltaba al resto de la escena.
Al dejarlo atrás y tratar de rearmar lo que acababa de ver un adjetivo se impuso para describirlo: dantesco: nada original, y aunque mi aversión a los lugares comunes evitó que lo verbalizase, en los días siguientes fueron multitud los periodistas que lo utilizaron. Y eso es lo que me sorprendió: la mejor palabra para describir un accidente ferroviario es una derivada del nombre de un autor medieval cuya obra esencial era un descenso a los infiernos. Y no es sólo que la inmensa mayoría de mis contemporáneos que utilizan esa palabra no hayan leído La Divina Comedia, sino que la descripción que Dante hace del infierno está muy alejada de nuestra sensibilidad, principalmente porque toda ella es en clave alegórica y simbólica y nosotros vivimos atados a la más práctica y palpable materialidad de los hechos. ¿Cómo es posible que un autor perviva ocho siglos después para describir con exactitud un desastre de la tecnología más moderna?
Porque la palabra que me vino fue dantesco, pero las imágenes que utilicé para comparar lo que había visto fueron todas ellas referencias cinematográficas: la escena del accidente me recordaba a descarrilamientos, accidentes aéreos, desastres naturales y escenarios bélicos vistos en películas. O, ¿por qué no nombrarlo de guerniquiano? Kafkiano es el otro gran ejemplo, pero la obra del checo es muy reciente y mucho más cercana socioculturalmente a nuestra sensibilidad, lógico por lo tanto que la sintamos cercana y usable.
Y pensé en cómo la ficción se impone hasta el punto de que una construcción fantástica viaja siglos y se condensa en un adjetivo que nos sirve para dar sentido a lo que nos rodea. Por que otro término repetido en múltiples crónicas y testimonios del accidente fue infierno, más directo que dantesco por cuanto elide la referencia cultural de uno de sus descriptores, pero igual de ficticio, pues ni uno ni otro tiene como referente algo real.
Unos fragmentos del Infierno de Dante:
En verdad que me hallaba justo al borde
del valle del abismo doloroso,
que atronaba con ayes infinitos.
Oscuro y hondo era y nebuloso,
de modo que, aun mirando fijo al fondo,
no distinguía allí cosa ninguna.
[…]
Llegué a un lugar de todas luces mudo,
que mugía cual mar en la tormenta,
si los vientos contrarios le combaten.
La borrasca infernal, que nunca cesa,
en su rapiña lleva a los espíritus;
volviendo y golpeando les acosa.
Cuando llegan delante de la ruina,
allí los gritos, el llanto, el lamento;
allí blasfeman del poder divino.
[…]
todo el sitio ondulado hacen las tumbas,
de igual manera allí por todas partes,
salvo que de manera aún más amarga,
pues llamaradas hay entre las fosas;
y tanto ardían que en ninguna fragua,
el hierro necesita tanto fuego.
Sus lápidas estaban removidas,
y salían de allí tales lamentos,
que parecían de almas condenadas.
[Traducción de Luis Martínez de Merlo]
Y una pintura de Gustavo Doré, que aplicó la visión patético-realista, ya tan nuestra, a la descripción dantesca:
]]>A vueltas con la calor.
Anuncia un tuit de @RAEinforma que “en la lengua general culta, «calor» es masculino: «el calor» (*«la calor» se considera hoy vulgar y debe evitarse)”. (Nota: es cita copiada del DPD)
#RAEconsultas En la lengua general culta, «calor» es masculino: «el calor» (*«la calor» se considera hoy vulgar y debe evitarse).
— RAE (@RAEinforma) July 24, 2013
Hombre, pues no puedo estar de acuerdo. Si acaso será “coloquial”, que se puede ser coloquial sin ser vulgar, y viceversa.
Pero “la calor” y el calor son dos cosas distintas; o, mejor dicho, la calor es una forma particular de calor, como la describe Carmen Rigalt:
“En Madrid ya tenemos suficiente con la calor, que bastantes sudores nos da. La calor es esa bofetada de fuego que te sorprende cuando por la noche das media vuelta en la cama, o cuando vas a salir de casa para ir al supermercado y te quedas pegada al asfalto como una lapa. La calor de Madrid es ausencia de aire, de respiración y de vida.”
El artículo en femenino, como se ve, añade el matiz implícito de que es climática, agobiante y veraniega por antonomasia, mientras que “el calor” puede precisar de un adverbio o calificativo para igualarse en magnitud y momento. Además, no puede emplearse en femenino para los usos figurados (“afecto”, “entusiasmo”, etcétera) ni, por supuesto, para referirse a la forma de energía en física. Diferencias que no hacen sino confirmar que transportan conceptos ligeramente distintos, un caso no tan distinto a los sustantivos “margen” o “terminal”, ambiguos pero en los que predomina uno u otro género según el significado.
Existe el mito de que “la calor” es expresión de origen andaluz; pues no: viene de muy antiguo y es que, en los inicios del idioma y hasta el siglo XVIII en que la Real Academia empieza a poner orden, muchos de los sustantivos en “-or” eran ambiguos: el/ la dolor, la temor, la humor, la color. Este último, por cierto, lo sigue siendo aunque casi únicamente se emplea en masculino. Luego, por la razón que sea, fue arreciando el masculino (en catalán y francés, sin embargo, prevaleció el femenino).
Otra cosa es que los andaluces lo hayan mantenido más vivamente, tal vez porque es en su tierra donde más y mejor se manifiestan esas calores estivales, y ya he dicho antes aquí que un pueblo habla como piensa. Sin embargo me consta que es ampliamente utilizado en Castilla y Extremadura, en Cataluña, Valencia y Baleares (aunque con influencia de su lengua propia, como ya dije) y en Hispanoamérica, México especialmente, además de que la expresión es bien entendida, incluso en aquellas regiones peninsulares o americanas en que los rigores caniculares no son tan marcados.
Y, en definitiva, coloquial o no, aporta su óbolo a la riqueza expresiva de nuestro idioma, y no creo que deba evitarse en la lengua “culta”; en todo caso en la “formal”, que también son dos cosas distintas.
Por cierto que “la canícula” debe su nombre a que, hace unos milenios, por estos días se dejaba ver al amanecer la estrella Sirio o “del Perro” (ahora esta efeméride tiene lugar ya a finales de agosto). Así que los romanos llamaron a este periodo los “caniculari [dies]”, días de perra, aunque —dicen las malas lenguas- no tanto por las altas temperaturas meteorológicas como por la mayor apetencia de fornicio que sentían por estas calendas.
Sea como fuere, hablar de “canícula veraniega”, como leo y oigo a veces, es una redundancia sin sentido ya que no hay más canícula que la tórrida temporada en la que se enseñorea “la calor”.
Saltos malayos.
Mundial de natación en Barcelona, prueba femenina de saltos de trampolín. La periodista de RTVE reiteradamente se refiere a Pandelela Rinong Pamg, una de las contendientes, como “la saltadora malasia”. Al punto empiezan a surgir por las redes sociales comentarios indignados y burlescos, indicando que el gentilicio correcto para las ciudadanas del país asiático es “malaya”.
Lo cierto es que, en principio, a mí también me suena mejor la última; pero tengo la experiencia de que el oído es muy mal gramático, así que, antes de juzgar, prefiero echar mano de los textos normativos y me encuentro con esta sentencia inapelable del DPD:
El gentilicio es malasio […]. También se emplea como gentilicio del país el adjetivo malayo, que en sentido estricto designa a los individuos de la etnia oriunda de esta zona y, como sustantivo masculino, la lengua que hablan.
Me quedo un poco “a cuadros”, pero acato y respeto el dictamen. Es decir, que ni todos los súbditos malasios son malayos, si no son además de la citada etnia, ni todos los malayos son malasios, que podría haber alguno nacido en Carrión de los Condes, un suponer.
En cualquier caso, vaya desde aquí mi felicitación a la comentarista profesional, que entiendo que se lo curró porque estas cosas, como dije, no son intuitivas.
Perdonen las disculpas.
La compañía aérea de capital británico Iberia monta una especie de subasta web para un vuelo a Nueva York, pero —previsible- el chiringuito se le viene abajo porque el servicio no da abasto, y los organizadores se ven obligados a recular y publicar un mea culpa que reza como sigue:
“Os pedimos disculpas a todos los que estabais deseando participar en nuestros social flight y no lo habéis conseguido. Las millones de peticiones recibidas en los primeros minutos han colapsado los servidores y no podemos continuar.”
Molesta bastante a la vista ese “las millones de peticiones” que transgrede el uso tradicional de la concordancia. Aunque la concordancia de género provoca en ocasiones vacilaciones y alternativas, no es el caso de un artículo señalando al cardinal, de la misma forma que no se dice “los decenas de viajeros”.
Pero el caso es que también me llama la atención el “pedimos disculpas”. Sin duda es correcto, vaya por delante, pero me deja reflexionando sobre la veleidad del término “disculpa”, que según el verbo que lo enarbole tiene por sujeto al ofensor o al ofendido.
Propiamente hablando, “disculpa” es la quita de la culpa; en algún momento tal vez incluyó la prenda o favor ofrecido para compensar el agravio. Así que inicialmente la disculpa correspondería a quien tiene la culpa y la fórmula sería “presentar disculpas” u “ofrecer disculpas”; y el agraviado debería “aceptar las disculpas”, porque nobleza obliga.
Pero en algún momento de la historia de nuestra lengua parece que la “disculpa” y el “perdón” empiezan a mezclarse y hoy ya no sabe uno bien dónde empieza una y termina el otro, de forma que se piden disculpas o se ruegan disculpas cuando se ofende, pero se exigen disculpas o se demandan disculpas cuando se considera uno lesionado por los actos del otro. Sin embargo, pedir, rogar, demandar y exigir son matices de intensidad de la misma acción. Imagínese el contrasentido de pedir disculpas, que se concedan y, en consecuencia, se acepten las disculpas… el mismo que las pide, claro.
Repito: la Real Academia y otros lingüistas ya se han pronunciado sobre el tema y, como es de sentido común, la fórmula está aceptada, tanto para pedirlas como para ofrecerlas; al fin y al cabo lo importante en el idioma es que el receptor entienda sin problemas el mensaje, aunque muchas veces no parezca claro por qué se dice así y no de otro modo.
Y ahora, si me lo permiten, con estas reflexiones variopintas les dejo, que voy a darme otra zambullida. Y a mis lectores del hemisferio boreal: que pasen un buen verano.
Calor en el Diccionario de Dudas
Discusión en Wordreference
Fundéu: los miles de personas
RAE: ¿ofrecer o pedir disculpas? (En Wordrefence.com)
Nota de Iberia en Facebook
Si tienen algún amigo que no sea hispanohablante nativo, preferiblemente noreuropeo, norteamericano u oriental (árabes, africanos y latinos algo menos), prueben a tomarle el pelo retándole a que diga la frase anterior. Aun cuando lleve muchos años residiendo entre hablantes del castellano, lo más probable es que no pueda alcanzar una pronunciación aceptable y se debata entre sudores y ejercicios gimnásticos de laringe.
Cachondeitos de terraza veraniega aparte, tampoco los hispanos, tanto de aquí como de allá, somos unas hachas pronunciando lenguas extranjeras. Bastante tenemos con pronunciar la nuestra con una diversidad rayana en lo infinito.
De hecho, no he utilizado un ejemplo con el fonema /j/ español, fricativo velar, porque muchos lo pronunciamos de forma más o menos relajada como “hache aspirada” y sería injusto exigir a nuestro cobaya fonético que lo hiciera más correctamente que los propios hispanos.
Todo parece indicar que las lenguas se aprenden por imitación, al menos en la más tierna infancia. Esto es válido tanto para la gramática como para la fonética. Los infantes aprenden sin aparente dificultad una, dos y tres lenguas con solo moverse en los ambientes donde se hable.
Sin embargo, y superada la pubertad, en el aprendizaje de una segunda lengua la estructura gramatical puede ser asimilada con mayor o menor dificultad y el debido entrenamiento, pero la fonética (digamos, popularmente, “el acento”) parece quedarse estancada en los dejos inherentes a nuestra lengua materna y primaria.
No solo es prácticamente imposible alcanzar la pronunciación de un nativo, sino que además el neohablante tiende a aplicar los recursos fonológicos que adquirió junto con su idioma natural.
Y no únicamente cuando intentamos expresarnos en una lengua foránea, sino incluso dentro de nuestro idioma, hay rasgos incrustados que no son fáciles de evitar. Consideremos simplemente el seseo de un andaluz o el yeísmo rehilado de un argentino, que suelen permanecer después de vivir muchos años en un entorno donde el habla común no los presenta.
Más aún, el hablante incluso consciente de su diferencia, parece incapaz de articular el sonido como un nativo, aunque escuche y repita con esfuerzo. Parece como si el aprendiz, “en su cabeza”, reconociera como fonemas válidos los sonidos que logra emitir. Uno no es realmente consciente de su acento.
A esta aparente incapacidad para modificar los mecanismos fonéticos en la edad adulta se le ha denominado (un tanto drásticamente) “fosilización fonológica”. Aunque, más poéticamente, Thomas Scovel lo llamó “fenómeno Joseph Conrad”, en referencia al novelista británico que al parecer, y a pesar de haber escrito toda su obra en un inglés envidiable, nunca pudo erradicar de su habla un notable acento polaco, su lengua materna.
La hipótesis más desalentadora mantiene que, durante el desarrollo físico, se atrofiarían los mecanismos fisiológicos de la fonología (laringe pero también lengua, labios, etcétera) unido además a un encasillamiento del área neurológica del lenguaje, lo que conlleva la pérdida de la plasticidad necesaria para adquirir nuevos mecanismos del habla.
Sin embargo, si bien es cierto que a nivel cerebral se produce una fijación del mecanismo del habla en zonas bien delimitadas del cerebro (“área de Broca” y otras), no se ha podido establecer aún una correlación entre estas y la destreza fonológica propiamente dicha, además de que existe un cierto desajuste entre el periodo de fijación (alrededor de los 4-5 años de edad) y el final de la “etapa crítica” para la adquisición natural de los sonidos idiomáticos que parece sobrevenir algunos años más tarde; lo que no quita para que nuevos avances en neurología y neurociencia terminen por encontrar una conexión.
Y respecto a los mecanismos fisiológicos, no se han encontrado tampoco modificaciones significativas del aparato fonador que avalen esa hipótesis.
Es más probable (o al menos parece más lógico) que la explicación pase porque el hablante incorpore al idioma del que no es nativo las fonéticas que cree similares al que sí lo es, una fórmula que le es muy cómoda por conocida. Se crea así lo que denominamos una “interlengua”, una mezcla extraña del idioma materno y el adquirido.
Esta incorporación o “transferencia” de elementos propios al idioma en aprendizaje, no se limita a los sonidos; también el léxico y las estructuras gramaticales componen la interlengua, pero mientras estos van desapareciendo gradualmente con la práctica real del idioma, los fonemas permanecen, en especial aquellos que no tienen una correspondencia aceptable en el idioma propio.
El problema es que el receptor nativo puede incluso tener dificultad para entendernos, mucho más si intervienen vocablos con sonidos similares (p.ej. el italiano “casa” —casa- y “cassa” —caja-), o cuando el aprendiente asocia indebidamente una grafía con su sonido, como suele suceder a los betacistas hispanohablantes con los grafemas v-w en lenguas germánicas (“Wie viel?”, ¿cuánto?).
Los estudios más recientes, impulsados por el creciente interés en el aprendizaje de segundas lenguas, se inclinan por que no existe una fosilización completamente invalidante, sino que muchas veces es culpa de una metodología que incide poco o defectivamente en la importancia de la fonología en la enseñanza de idiomas. A pesar de lo cual reconocen que, seguramente, nunca hablaremos inglés, alemán o francés sin denotar nuestros orígenes castellanohablantes.
Ni ellos sabrán nunca pronunciar bien la erre.
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Glosario del instituto Cervantes
Fosilización fonológica en estudiantes chilenos (PDF en inglés)
El mito del ‘periodo crítico’
Quizá las mejores sean las que ejemplifican el eterno conflicto del traductor: alcanzar un equilibrio (siempre precario) entre la poesía y el sentido. Surge el dilema, cuando se enfrentan fondo y forma, entre conservar la idea original intacta o iluminarla bajo una luz, si bien distinta, quizá más favorecedora. Traducir de manera fiel pero fea, respetando lo que se dice pero haciéndolo de forma que nos duela el oído (y por tanto un poco el alma) quizá contentará al autor pero le hace un flaco favor a los lectores.
De la necesidad de conservar la poesía hasta en la traducción —quizá sobre todo en la traducción, donde las decisiones del texto final están en manos de otro— y de huir de palabras malsonantes sabía mucho Borges, que durante una sesión de supervisión a su traductor al inglés, Norman Di Giovanni, se dio cuenta que este último andaba atascado en su labor al toparse con la expresión «laborioso rasgueo de guitarra». Para traducir rasgueo, Di Giovanni propuso strumming; Borges preguntó qué era eso del strumming. El traductor contestó, explicó, matizó; Borges le dijo que no, que con rasgueo se refería a esos momentos en los que uno va a una fiesta esperando que haya música y en lugar de música hay un hombre que pinza una cuerda de guitarra, ajusta la clavija, después prueba de nuevo con otra cuerda, y así. ¿No es eso laborioso?, dice Borges. Di Giovanni responde que sí, pero que eso en inglés se llama tuning. ¿Acaso no hay en español una palabra para tuning? Sí, responde Borges, pero es tan fea que no he podido usarla.
Otro ejemplo de estrecha colaboración entre autor y traductor en busca de la proporción adecuada entre la fidelidad y la similitud lírica es la de Anthea Bell y W.G. Sebald. En efecto, después de varias décadas de vida en Inglaterra y de contacto con la traducción en la facultad de East Anglia, Sebald conocía la lengua inglesa tan bien que el método era casi una escritura a cuatro manos: Bell enviaba un borrador con una serie de preguntas y Sebald añadía, recortaba o suprimía cuanto fuera necesario para producir en el texto inglés un efecto equivalente al de su prosa en alemán. Esta fórmula tuvo resultados curiosos, entre los que cabe citar una extensa correspondencia sobre polillas y varios intercambios epistolares que versan sobre la dificultad de volcar al inglés la última frase la novela Austerlitz, que en el original tiene nueve páginas. La traductora confesó haber tenido la tentación de poner un punto en alguna parte, pero entendió de inmediato que esa frase de nueve páginas no era un ejercicio ni una demostración de destreza, sino una metáfora de lo que esa misma frase refleja: la «inútil industria» de los nazis que intentan maquillar el campo de concentración de Theresienstadt antes de que llegue la Cruz Roja.
Las polillas, por su parte, eran una de las grandes aficiones de Sebald, y un largo extracto de Austerlitz está lleno de polillas, siempre denominadas con su apelativo científico. La traductora debió lanzarse en busca de los equivalentes en inglés, y esta tarea, ya de por sí tediosa, se convirtió para ella en una tortura, pues le tenía fobia a estos insectos voladores. En este caso la fobia ayudó a la traductora que, en un intento por curarse en el pasado, había optado por enfrentarse al objeto de su temor irracional estudiando imágenes de polillas en un libro de ciencias. Después de un tiempo se dio cuenta de que había comenzado a concentrarse en los nombres para no tener que fijarse en las imágenes: cuando tuvo que traducir Austerlitz, todo ese conocimiento se reveló extremadamente útil. Pero lo más interesante (y quizá más frustrante para Bell) es que Sebald acabó eliminando del extracto los apelativos de las polillas, porque consideró que en inglés sonaban mucho más siniestros que en alemán y rompían el efecto buscado del extracto.
Dos ejemplos, por tanto, de autores partidarios de mantener la belleza aún a costa de perder la palabra exacta. O, como indicaba Valéry, que el empeño por mantener la fidelidad al sentido suele verse abocado al sacrificio de valores poéticos.
La obligación de renunciar bien a la precisión textual, bien a los valores poéticos, establece desde siempre los obstáculos a los que se enfrentan los traductores literarios.
]]>Generalmente con la finalidad de que se constituya como sujeto, complemento directo o complemento del nombre, cualquier componente del lenguaje puede sustantivarse, ya sea verbo, adjetivo, adverbio e incluso preposiciones y pronombres, locuciones y hasta oraciones completas:
Morir es solo el principio.
Lo mejor es el final.
Hay un antes y un después.
El mismo que viste y calza.
Tú pon el desde que yo decidiré el hasta.
Tengo aquí lo tuyo.
Quien bien te quiere te hará llorar
Ya sé lo que hicisteis este fin de semana.
Evidentemente, la forma más usual de sustantivar algo es escoltarlo con un artículo, de forma que no quede duda de cuál es su nueva función.
Pero, junto a la sustantivación funcional, usada por el hablante como recurso gramático eventual, está la sustantivación semántica o lexicalización, que implica que el vocablo se convierte en un sustantivo que designa un concepto propio, desligado de su anterior función y que incluso adopta las mañas propias del nombre con flexión de género y número.
Algunos ejemplos paradigmáticos son el sustantivo “porqué” (el porqué, los porqués, no confundir nunca con la conjunción átona “porque”), el mañana (ya no es el adverbio para el día después de hoy sino que es sinónimo de el futuro y es distinto del sustantivo femenino “la mañana” como parte del día), el bien y el mal, el sí y el no,…
Habría que aclarar que no podemos hablar propiamente de lexicalización de los infinitivos verbales en general, ya que el infinitivo es en sí mismo una forma sustantiva, salvo en los casos en que la sustantivación implica una desviación semántica; es decir: cuando aporta un concepto más o menos independiente de la forma verbal que lo origina: el amanecer, el anochecer, el deber (los deberes), el poder o un poder (p.ej. documento notarial), placer (el verbo placer –me place, como te plazca- ha quedado anacrónico en castellano, por lo que es difícil reconocerlo ahora como el sustantivo lexicalizado que es realmente), pesar (de dolor: “a mi pesar”, no de medir el peso), cantar (como colección de rapsodias: cantar de los cantares, cantar de mio Cid).
Es significativo que los hablantes parecen tender a lexicalizar aquellos infinitivos que sirvan para referirse a parámetros humanos (pesar, sentir –el sentir popular-, saber –el saber humano-, mirar –es tierno su mirar-, andar –la soltura de sus andares-, etcétera), frente a los que son propios de objetos inanimados, que rara vez sufren el proceso de llegar a ser concepto autónomo.
Pero, sin duda, el mayor conjunto de sustantivos lexicalizados lo compone el que procede de adjetivos (y participios,que es la forma adjetiva del verbo). Sin embargo, tampoco aquí cualquier calificativo evoluciona naturalmente a nombre con valor semántico propio.
Aunque no hay reglas estrictas ni marcas que permitan predecir que un adjetivo pueda ser lexicalizado, es infrecuente que alcancen ese rango aquellos que difícilmente se puedan aplicar a personas. No han sido lexicalizados, por ejemplo, profundo, ancho, frondoso, repentino, escaso, etcétera.
Pero, aun en el caso de los adjetivos propios de persona, parece haber una curiosa asimetría: lexicalizamos con muchísima mayor frecuencia aquellos con una carga peyorativa o negativa que los que resultan laudatorios.
Así, nos referimos con frecuencia a “un grosero”, “una enferma”, “un inútil” o “un mentiroso”, mientras que solo en una sustantivación funcional algo forzada emplearíamos sus antónimos: “un amable”, “una sana”, “un útil” y “un sincero”, respectivamente, y que prácticamente siempre se emplean como meros adjetivos (un señor amable, una persona sana, un empleado útil, un amigo sincero), negándoseles la opción sustantivada, menos aún lexicalizada.
Hablamos de “los ilegales”, pero nunca de “los legales” (pese a que el adjetivo “legal” haya sido implantado por el lenguaje de los jóvenes de fin de siglo: un tío legal), de los condenados e imputados, pero no sustantivamos a “los absueltos” o a “los exculpados”.
Bueno, reconozcamos que también hemos hecho sustantivo con genio y sabio (los genios de la pintura, los siete sabios de Grecia), pero también en este caso los adjetivos propios de la nesciencia (tonto, idiota, estúpido, lelo, necio,…) ganan por goleada.
Incluso podemos encontrar casos en los que se hayan lexicalizado los dos extremos, y ambos sugieren características negativas: un enano/un gigante, un flaco/un gordo, un pobre/un rico (“rico” parece un adjetivo beneficioso, pero cuando queda lexicalizado suele implicar desdén o burla: “los ricos son así”).
Tengo para mí que uno habla como piensa, máxima aplicable tanto al individuo como al colectivo. Tendré que concluir entonces que, como especie parlante, somos mucho más proclives a la maledicencia, la descalificación y el insulto que al enaltecimiento y el elogio. Así nos va.
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Inspirado por:
El proceso de sustantivación y lexicalización de los adjetivos con artículo en Español (PDF) de Antonio Briz, UCM, 1990
También como esclava fue regalada a Hernán Cortés en 1519 junto con otras mujeres, algunas piezas de oro y un juego de mantas, después de que este derrotara a los tabasqueños. Tras bautizarla e imponerle el nombre cristiano de Marina, Cortés descubrió que hablaba náhuatl y empezó a asignarle las labores de intérprete del náhuatl al maya, recayendo en Jerónimo de Aguilar, náufrago español rescatado por Cortés, la tarea de traducir el discurso producido del maya al español. Así, haciendo uso de tres lenguas y dos intérpretes (lo que suele denominarse hoy en día como interpretación por relé o relay), se llevaron a cabo todos los contactos entre españoles y aztecas, hasta que finalmente la Malinche aprendió español.
Según Alberto Manguel, no es de extrañar que el primer intento de entender la lengua del otro en la tierra colonizada se lleve a cabo gracias una mujer, «a través de un instrumento nuevo, más débil que el de las armas viriles, menos prestigioso que el modelo clásico de traducción, de un San Jerónimo o de un Alfonso el Sabio».
Cuenta José Cadalso en la novena de sus Cartas marruecas sobre la relación entre Hernán Cortés y la Malinche: «Una india noble, a quien se había aficionado apasionadamente [Cortés], le sirve de segundo intérprete y es de suma utilidad en la expedición; primera mujer que no ha perjudicado en un ejército y notable ejemplo de lo útil que puede ser el bello sexo, siempre que dirija su sutileza natural a fines loables y grandes». De Jerónimo de Aguilar, de quien ya hemos comentado que se ocupaba de la traducción del maya al español, dice Cadalso: «Sigue su viaje [Hernán Cortés], recoge un español cautivo entre los salvajes, y en la ayuda que este le dio por su inteligencia de aquellos idiomas, halla la primera señal de sus futuros sucesos, conducidos este y los restantes por aquella inexplicable encadenación de cosas, que los cristianos llamamos providencia, los materialistas casualidad y los poetas suerte o hado».
Amante de Hernán Cortés, madre de su primogénito ilegítimo, casada después con otro hombre por orden de este, intérprete y tía dura (tuvo un papel relevante en la conquista de México, y a menudo se la recuerda por su valor en la batalla), todo ello en menos de treinta años, la Malinche personifica un ideal de intérprete-guerrera, y viene a confirmar que se puede ser decisivo en la conquista sin ser capitán o soldado.
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