Los ojos de las moscas no tienen párpados. Recuerdo escuchar esa frase en alguna clase de ciencias de primaria como quien desvela repentinamente entre una multitud al humano con el que quiere compartir su vida. La carencia de párpados es la mirada eterna, sin descanso: paraíso e infierno. Las aves los tienen, pero son transparentes: apenas una leve retina que se opone entre el ojo y la realidad. La mirada es inquisición, aprehensión de un mundo siempre subjetivo, porque la mosca, el ave o el hombre ven con distorsiones y curvas y cromatismos distintos cada objeto. Pero todo ojo mira hacia afuera, proyecta una luz recolectora que nos devuelve una imagen única y cambiante del otro, pero nunca de uno mismo: el ojo es un telescopio que vive en la paradoja de poder ver las estrellas más lejanas, pero no sus propias lentes. Y para eso está el reflejo. El agua tranquila de un estanque, el hielo bruñido, el metal, cristal luciente: el espejo como ortopedia de los ojos, como órgano ajeno pero propio que nos devuelve la mirada. Sólo desde el reflejo empezamos a saber quienes somos, y sólo sabiendo quienes somos podemos superar el espejo. La ficción siempre supo más que la realidad, y por eso pueblan los cuentos los espejos que reflejan a la mirada del hombre su futuro, o el presente lejano, o el pasado traicionero. No ve la bruja en el cristal opaco a la joven hermosa, sino a sí misma en sus deseos; no ve el príncipe lujosos palacios orientales y enemigos, sino los suyos propios anhelados. La bola de cristal, un espejo tridimensionado, se clarea y nos muestra pasajes paralelos que desnudan nuestra soledad o nuestra esperanza, o lechos futuros en los que dormiremos cuando nos miremos al espejo desde la vejez.
Cada vez que nos vemos, simulacro e ingrávida estatua, nos creamos. Cada vez una arruga, la memoria arada de un beso o un zarpazo; cada vez un gesto, el daño o el placer de lo por sentir; cada vez un cuerpo, terso o dominado por la flacidez, la materia agrupada por los años; cada vez el vello sobre lugares distintos, una relación de vientos y periplos; cada vez las mejillas, el decoro o la vergüenza; cada vez una boca, contenedor de todos los sabores infringidos; cada vez los ojos, tan fuertemente llorando; cada vez un iris, la descendencia veteada como rascado en mármol un retazo.
Cada vez un espejo, oráculo propio y necesario.