En verano, los árboles de mi calle muestran toda su frondosidad y espesura. Por la única ventana de mi piso no se ven más que ramas y hojas, y los edificios de enfrente. Vivir separado del suelo y de la calle, por encima de las copas de los árboles permite ensoñar situaciaciones menos mundanas, ciudades extrañas o conocidas.
A principios de julio y durante el resto del mes y agosto, la gente se irá yendo de la ciudad. Con el paso de las semanas de calor va pareciendo que estoy sólo en ese mundo alejado de la calle, que soy su único habitante. Por las tardes, pongo el aire acondicionado, me sirvo una copa y leo libros de viajes. Los prefiero antes que viajar en verano, entre aglomeraciones, comida preparada con premura, malos humores de camareros y conserjes de hotel, carreteras peligrosas, trenes llenos, aviones sin suficientes plazas, gente que grita porque sus vacaciones no se parecen a lo que había planeado.
Para viajar me gusta el frío y la lluvia. La luz opaca de muchos días de invierno permite ver otras ciudades desde un punto de vista melancólico: sé que no podré quedarme, sé que no viviré aquí, sé que la belleza de esta ciudad no dejará más que una sensación de tristeza por abandono. Es como amar a una mujer de lejos, ese ideal de los trovadores. Ciudades como Venecia y Lisboa se prestan especialmente a estas tristezas alegres. Por eso prefiero verlas bajo la lluvia.
Valencia, donde vivo, tiene una luz especial que mi amigo Colom llama “esa luz especial de color naranja” en una de sus obras de teatro. Esa luz, sin embargo, sólo se muestra en primavera y en otoño. La luz del verano es demasiado dura, blanca, esa luz mediterránea que tan felices hace a las gentes del norte, que no comprenden más que el gris de sus climas. Vienen a la costa y se muestran encantados. Pero no saben que la luz de los días de primavera es la mejor, la más bella, la que hace de esta ciudad un sitio donde vale la pena vivir.
La luz del verano es violenta. Por eso prefiero verla reflejada en el verde de los árboles y a través de la ventana. A alguno esta forma de entender la vida le puede parecer un tanto vicaria, como la de los voyeurs o la de quienes se deleitan con el ruido que hacen sus vecinos de arriba cuando follan. Tiene algo de eso, lo admito, aunque mis vecinos no hacen ruido y no me interesa lo que ocurra en las ventanas de los edificios de enfrente. Esta forma de vida tiene más que ver con la vicariedad que proporciona la literatura, con soñar otros lugares y otros tiempos.
Cuando viajo a ver la lluvia en otras ciudades tengo la impresión de vivir en la imaginación de otro, en una novela o en un poema. En esos viajes es como si no perteneciera a la realidad aunque, haga lo que haga, siga perteneciendo a ella. Lo que me parece extraordinario, sin embargo, es la posibilidad, dentro de lo real, de cambiar de punto de vista, de llenar los ojos con la mirada de un otro imaginario. Es como leer. Es lo mismo que leer. Pero habitando uno mismo los libros.
Cuando, en la primavera, brilla la luz naranja en mi ciudad, no necesito viajar. Esa luz me da ya esa sensación de extrañamiento, ese cambio de punto de vista del que hablo. Vivir en Valencia en primavera o en otoño es como vivir en otra ciudad, y tengo la sensación de estar lejos de mi vida cotidiana. Así que entre esta luz en mi ciudad y la lluvia en otras ciudades tengo todas las ensoñaciones que quiero. En verano, miro un rato las copas de los árboles, cierro la ventana, pongo el aire acondicionado y me siento a leer.