Ángel González
(Aria Condizionata)
A la viuda de don Crescencio del Pulgar le gustaba mucho la ópera. Cada vez que una compañía italiana visitaba la ciudad, la viuda se sentaba sola en su palco, justo encima del escenario, con la espalda erguida y el ceño adusto, seria como una estatua y escrutadora como una esfinge. En esas noches mágicas de estreno, cuando lo mejor de lo mejor de los que son alguien en la ciudad se revestía de sus mejores galas para hacer ostentación de refinamiento y llenaba por completo el teatro, todo el mundo estaba pendiente de la expresión de la viuda de don Crescencio del Pulgar, "la del dedo", como era llamada por algunos envidiosos de tertulia y té con pastas.
Desde que la entonces joven esposa de don Crescencio llegara a la ciudad, hacía ya bastantes años, no habían faltado las malas lenguas ni los chismes de merienda ociosa sobre su supuesto origen humilde. Los más aventurados y lenguaraces contaban historias sobre el pasado sórdido de la del Pulgar, llenos de tugurios de suburbio obrero o de lupanares de puerto de mar en los que alguien sabía de buena tinta de alguien que conocía a un tercero que la había visto bailar desnuda frente a un público ebrio de marineros tatuados y rijosos.
Don Crescencio, que era ya sesentón y tenía fama de rijoso persiguechachas, había, según algunos, recogido a su lozana esposa del arroyo como quien dice, encandilado por los atractivos sensuales de la mujer. Otros, más gráficos, insistían en que la del Pulgar le chupaba la verga al viejo tan bien que él era capaz de dejarse hacer cualquier cosa con tal de tenerla amorrada a su entrepierna. Alguno hubo que, de puro envidioso, afirmó saber de buena tinta que el difunto don Crescencio solía pasearse en calesa cerca del mercado central, en busca de mocetones recién llegados del pueblo, que llevaba a casa para que su mujer les chupara las rurales y juveniles vergas, mientras él se excitaba contemplando. Claro que esto se dijo después de la muerte del industrial, cuando los hijos, fruto de su anterior matrimonio, impugnaron el testamento, y corrieron bulos calumniadores sobre la reciente viuda, apadrinados en algunos casos por los leguleyos de los furiosos nenes.
El testamento quedó como estaba, y dicen que esto fue obra del abogado de la del Pulgar, que terminó comprando el silencio de los desheredados retoños del difunto. Luego pasaron los años, y el irreprochable comportamiento de la viuda de don Crescencio acabó por ahogar, a fuer de irreprochable, las calumnias y las críticas de la gente que es alguien en la ciudad. Abandonado el luto riguroso que luciera tras el fallecimiento de don Crescencio, la viuda siguió mostrándose, no obstante las expectativas de muchos, decorosa en su comportamiento. La falta de excesiva rigidez en su vida social, el dolor contenido, la dignidad sin exageración, las alegrías mesuradas y una indefinible elegancia en todos sus gestos y apariciones acabaron por convencer a la buena sociedad de que la viudez de la del Pulgar no era la histriónica exageración de quien alberga muy otros sentimientos de puertas adentro.
Fiestas amables y tertulias caseras ¾en las que el chocolate con tejeringos acompañaba al más refinado té inglés, y en las que no faltaban antiguos denostadores de la señora de la casa, ganados ahora para su causa¾ salteaban de vez en cuando la monotonía de la viuda del Pulgar. Cuando el final del verano indicaba el inicio de la temporada de ópera, la viuda de don Crescencio, vestida elegante y decentemente, rodeada del halo cuasi místico de elegancia y savoir faire que había sabido cultivar, se sentaba con la espalda erguida en su palco, y todo el mundo quedaba pendiente de sus gestos.
La audiencia, el empresario, el director de la orquesta, el tenor, la soprano, hasta Andrés, el tramoyista, todos estaban pendientes del gesto de la viuda del Pulgar, como si de éste dependiera el éxito o el fracaso de la representación. Tanto era así que, una semana antes de cada estreno, un enorme y precioso bouquet de flores, enviado por la empresa del teatro, hacía su aparición en el recibidor de la mansión de la calle Cervantes, domicilio ya de don Crescencio, ora de su magnífica viuda. Acompañaba siempre a las flores un sobre, con dos entradas de palco privado, sobre el mismo escenario, que era donde ella siempre hacía aparición sola, erguida y hierática como una diosa de las artes, como una musa inalcanzable y reverenciada, de cuyo gesto de aprobación o condena pendían el éxito o el frío fracaso.
El empresario actual, hijo del anterior, intentó en cierta ocasión convencer a su padre de que enviase una sola entrada, con tal de reducir gastos, e incluso insinuó que el resto de butacas en ese palco también podrían venderse. El padre, serio y firme, prohibió tajantemente a su futuro sucesor hacer tal cosa, advirtiéndole que el uso que la señora viuda del Pulgar hiciera o dejara de hacer con la otra entrada era asunto exclusivo de tan insigne dama. Además, según afirmó el honrado empresario, la segunda entrada se consideraba como una cortesía de la empresa hacia la memoria del difunto don Crescencio.
De esta forma, cada temporada se repetía varias veces el ritual mágico, y cada estreno los cientos de oídos de la mitad de cientos de espectadores que abarrotaban el coqueto teatro parecían concertarse con la mirada de la viuda del Pulgar y escuchar, más que los acordes melodiosos de una obertura, o la pasión y el lirismo de tal o cual aria, los gestos cuasi imperceptibles de agrado o enojo, de excitación o desprecio, de placer o dolor que dejaban entrever las severas facciones de la viuda del Pulgar.
Esta tiranía, que algunos podrían haber juzgado excesiva, no solía ser, en cambio, ni demasiado severa ni flagrantemente injusta. Bien es cierto que hubo alguna ocasión en que la impecable representación de una obra magnífica llegó a pasar desapercibida, o incluso pataleada, cuando la audiencia, observando una mueca de descontento en la expresión de su musa tirana, condenaba automáticamente la obra sin derecho a apelación. Pero como de todas formas la gente, incluso la que es alguien, suele gustar de dictablandas, siempre y cuando no se descubra prevaricación en quien las tiraniza; y como, por otra parte, la autarquía operística de la viuda del Pulgar era por lo general benévola, su autoridad reinaba con tal majestad que las críticas periodísticas del día siguiente al estreno siempre encontraban hueco para referir, de manera más o menos directa, lo que ellos consideraban el juicio de la más experta de las aficionadas a la ópera y la más elegante de las grandes señoras de la ciudad.
La viuda del Pulgar, que se llamaba Magdalena Realejo, leía luego en la cama esponjosa, ahumada con lavanda, mientras desayunaba, las reseñas de la crítica, y se partía de risa, tanto que a veces tenía que levantarse a mear, porque se le aflojaba la vejiga con tanto cachondeo como se formaba con sus asistencias a los estrenos de ópera. Magdalena, claro está, sabía que el teatro entero estaba pendiente de ella, intentando leer en su cara el placer o la indiferencia. Por eso se reía Magdalena, porque esa audiencia de los que son alguien en la ciudad no sabía que su musa aún conservaba muchos trajes elegantes que habían sido de su marido, el difunto Crescencio, que en paz descanse, que era un viejo verde pero tenía un corazón como para quererle, a pesar de lo viejo que era. Y claro, no sabían que ella, cose que te cose, los había arreglado, que para la aguja Magdalena siempre había tenido muy buena mano, y los había ensanchado en los hombros, y rebajado en las cinturas, y les había sacado el dobladillo. Y quedaban que ni a la medida, puestos encima de los cuerpos jóvenes y nervudos de los marineros, o de los reclutas de pueblo, que luego entraban de los primeros al abrirse las puertas del teatro, con la otra entrada, la que siempre seguía enviando el imbécil del empresario, y se metían en los urinarios hasta que casi todo el mundo estaba en silencio esperando a que se levantara el telón. Luego, en medio de la obertura, el recluta o el marinero, o el mozo de cuerda, que también los había, entraba sin ser visto en el palco de la viuda del Pulgar. Ella lo estaba esperando, con la espalda erguida contra el respaldo de la silla, las piernas separadas y la mirada fija en el escenario, y el trajeado mocetón se arrodillaba de espaldas a la baranda del palco, y empezaba a lamer el coño de Magadalena, que no usaba bragas cuando iba a la ópera, por razones de comfort.
QUIERO DARME DE ALTA PARA CONTINUAR RECIBIENDOLOS QUE HAGO?
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