La relación que guardan los cascos antiguos de las ciudades con sus ensanches modernistas, con sus grandes avenidas y con los edificios de viviendas en bloque del último cuarto de siglo, es materia de estudio para urbanistas y arquitectos, afanados en buscar soluciones que aminoren la violencia del engranaje entre la ciudad moderna y la antigua. Unidas por la necesidad, que no por la estética, parecen soportarse estoicamente. Esa unión es, más que artificial —desde luego toda ciudad lo es—, ortopédica, en cuanto trata de corregir, en la medida de sus posibilidades, las deformidades ocasionadas por el crecimiento irrefrenable de su espacio vital. Es una unión nunca acabada, pues la ciudad crece y se desarrolla como un ser vivo —me pregunto: ¿deberían morir, entonces, las ciudades? Desde luego: ¡hay ciudades moribundas!—.
Recuerdo vagamente un símil de Wittgenstein para explicar la naturaleza y el comportamiento del lenguaje. Para el filósofo vienés las primeras palabras de una lengua son como los cascos antiguos de las ciudades: sinuosas, asimétricas, caprichosas, construidas por aluvión, sin apenas orden ni concierto. Como el barrio granadino del Albaicín o el lisboeta de la Alfama. Más adelante, a medida que estimula su crecimiento, la razón hace que el lenguaje se haga rectilíneo, coherente, que trace grandes avenidas de claridad y distinción, donde sea reconocible cada estrato, cada elemento, cada dispositivo de la máquina compleja. Las grandes “perspectivas” de San Petersburgo serían el paradigma de ciudad racional, rectilínea, perfecta.
Dicen que la ciudad es reflejo del modo de vida de sus habitantes. Si ello es así, los ciudadanos contemporáneos a las “ciudades-dormitorio” quedarán bastante mal parados frente a la historia. Ahora bien, ¿se sabe el ciudadano de nuestos días habitante de la ciudad? Intuyo que no. Hoy asistimos a la creación de ciudades despersonalizadas, que asumen como mal menor el uso de la calle como accesorio: ya nada está a la vista, todo se concentra en unos pocos lugares monotemáticos a los que dirigirse para realizar las actividades de ocio propuestas por la publicidad más agresiva. Pero en la calle ya no se vive. Se transita. Es curiosa la creación masiva de “ciudades”. Cito de memoria: “ciudad de la luz”, “ciudad de la justicia”, “ciudad del cine”, “ciudad de las artes y de las ciencias”, “ciudad del transporte”. Delata a sus autores el uso tan abusivo del término “ciudad” para referirse a esas promociones inmobiliarias: con él se quiere designar a un complejo arquitectónico más o menos coherente y cerrado, que sea identificable desde el exterior con una imagen homogénea. ¿Pero es eso, realmente, una ciudad? ¿No es precisamente un ejemplo de la anti-ciudad? La ciudad es símil de diversidad, heterogeneidad, diferencia, mezcla y confusión de individuos. Por el contrario, de seguir los pasos de tales iniciativas, acabaremos construyendo compartimentos estancos donde llevaremos a cabo nuestras actividades en un ambiente de incomunicación y abotargamiento.
Leía el otro día, gracias a nuestro vecino Libro de Notas, que Sevilla, al igual que otras muchas ciudades modernas, “se ha convertido toda ella en afuera de sí misma”. Eso decía Carlos Colón en su breve artículo “Cráteres comerciales”, usando una expresión de raíces foucaultianas. Su lectura despertó mi interés por una idea que rondaba ya por las afueras de mi mente desde que visité el primer centro comercial. No contento con ir a comprar lo que fui a comprar, me detuve en la observación de los escaparates y los corredores, me demoré en los lugares habilitados para el descanso, repuse la sed en la terraza de un bar rodeado de otras terrazas y otros bares, compré un periódico y leí las noticias, vi salir gente de las salas de los cines, casi me atropella un carrito de la compra cargado hasta los topes, y no pasaba un minuto sin sentirme como abducido, como transportado a un mundo cargado de irrealidad y fantasía, pero que me resultaba tremendamente familiar. ¡El edificio entero era una reproducción a escala de una ciudad!
Pero a diferencia de la espontaneidad que guía el caos de los mercados y las plazas, me sentía absorbido por el edificio del centro comercial, guiado por la indiscernible presencia de un hilo conductor que movía mis pasos y los de toda aquella gente: como autómatas perfectamente ensamblados, nuestras idas y venidas parecían programadas, los descansos y los refrescos, los lloriqueos del niño, las risas de los adolescentes, el cansino trabajo de las cajeras, todo respondía a un esquema prefijado, monótono e invariable. El centro comercial cobraba vida autónoma sin que sus habitantes lo percibiéramos. Monstruo silencioso y sutil, el edificio sabe que el éxito de su empresa requiere pasar desapercibido. Esa ciudad dentro de la ciudad nos envía “afuera de nosotros mismos”, nos niega la presencia del barrio al transportarnos al extrarradio, a los suburbios de nuestras vidas. Alejados de la ciudad, ingresamos en un mundo construido para ser consumido mentirosamente: pues somos nosotros los que realmente somos consumidos por el edificio, fagocitados por sus escaleras mecánicas y sus escaparates.