Marcos Manuel Sánchez
Los hechos se suceden a una velocidad de vértigo: el empleado está tranquilo, realizando los deberes propios de su puesto. Acaba de colgar el teléfono situado sobre una mesa donde ordenador y papeles son testigos mudos del devenir diario. Otros tantos escenarios se repiten cada par de pasos en la gran oficina acristalada.
Nuestro empleado pone empeño en sus funciones. Hoy ha empezado bien el día. Ha obtenido respuesta satisfactoria por parte de un buen cliente. Está pensando incluso en hacer algunas propuestas imaginativas al departamento para bien del negocio.
Al instante siguiente nota una presencia helada que se acaba de manifestar a su derecha.
-Macho, estos informes no tienen pies ni cabeza —dispara su jefe mirando por encima de las lentes de enfoque progresivo—. No has aprendido nada en los últimos cursos que te han dado…
Con gesto airado y una sonrisa despreciativa desaparece del escenario.
En unas décimas de segundo, la mente del empleado se ve envuelta en una marejada de sorpresa, confusión y miedo. De súbito le sudan las palmas de las manos y un cosquilleo característico en esas situaciones se apodera de él.
El jefe se vuelve antes de cruzar la puerta de su despacho:
—Quiero los informes de nuevo en mi mesa para antes de la hora de comer —espeta con furia mal contenida, atajando un vano intento del empleado por entender lo que está bramando.
Aquella escena podía haber transcurrido en un despacho cerrado y no ante veinte compañeros que intentan aparentar que continúan sus tareas como si nada aunque no le quitan ojo. Ellos saben bien lo que se siente en esas ocasiones. Alguno incluso suspira aliviado por no haber sido objeto de aquellas iras.
Pero son conscientes de que en cualquier momento les tocará aguantar una de esas.
La congoja de nuestro empleado es superior a la que se extiende sobre los demás, no por lo reciente de la reprimenda pública sino porque es objeto de las ínfulas de su superior con mayor frecuencia que los otros, lo que desde hace tiempo le hace sospechar que se ha convertido en la diana de su jefe.
Se siente como un felpudo pisado por zapatos embarrados, como una escupidera, un sifón de desagüe, un vertedero de residuos.
Su autoestima flota como una pavesa conducida al azar por un viento errático, cada vez más lejos de un lugar seguro donde asirse.
Al intentar revisar los informes para localizar la causa del ataque frontal que ha sufrido, solo encuentra un par de anotaciones del superior que carecen de significado claro. Piensa entrar en el despacho del bramante para solicitar esclarecimiento del asunto pero se retrae. “No vaya a ser que la fastidie más aún”. La falta de seguridad le destroza por dentro pues no es capaz de encontrar explicación a la reacción de su jefe. Repasa su denostado trabajo una y otra vez y su preocupación crece.
—¿Qué querrá que ponga aquí? ¿Qué tengo que hacer para que no lo rechace de nuevo?
Así una y otra vez. Si nuestro amigo habla en una reunión, lo hace cohibido por la presencia cortante de su superior, el cual le tiene enfilado. Tiene que pensarse mucho lo que va a decir, cómo lo va a decir y qué palabras evitar para no caer en las garras del opresor.
Así las cosas, nuestro empleado ve el horizonte cada vez más difuso y oscuro. Termina creyendo que no está capacitado para su trabajo, la presión psicológica le acompleja y mina su confianza en sí mismo.
Son los mecanismos que accionan el “mobbing”.
Por desgracia, el acoso en el trabajo no cede terreno a la tolerancia y al trabajo en equipo, al saber delegar y transmitir confianza a los subordinados.
Tan cruento resulta “ejercer el liderazgo”, la “orientación al logro” y todos esos términos que su jefe está habituado a escuchar en los cursos para directivos.
No parece que la difusión de esta actitud de algunos mandos realizada en los medios de comunicación en los últimos tiempos vaya a contribuir a atemperar estos comportamientos, que por restrictivos de la iniciativa personal y del derecho de todos a desarrollar el trabajo en un ambiente propicio, debe considerarse, cuanto menos, punible. Hasta el momento, poco se ha hecho en el aspecto legal para proteger al acosado. Muchos son los que sufren (la mayoría en silencio) este hostigamiento despiadado, teniendo que recabar ayuda del psicólogo como víctimas, pero es que esta ayuda se hace necesaria igualmente para el hostigador, que es quien presenta un cuadro clínico que difiere de la normalidad y ha de tratarse.
Es deprimente que haya tenido que saltar a los medios la noticia del mobbing por los casos valientes de aquellos que han denunciado la opresión, pero ¿y los que la han sufrido tradicionalmente? El acoso laboral se ha producido desde siempre, pero debía suceder que resultaba por todos asumido que los jefes tienen malas pulgas o aquello de “el que manda, manda” o que la cultura del sometimiento laboral absoluto a la pirámide jerárquica estaba más extendida en otro tiempo. Esto nos habla acerca de la penitencia del silencio que se han impuesto las víctimas y de la falta de solidaridad en quienes les rodean, quizá por temor a que las iras del que manda les salpiquen a ellos, quizá porque ese tipo de hermandad no se prodiga en los humanos de hoy. Cualquiera se para en una carretera a auxiliar a un accidentado, o decide hacerse donante de sangre, incluso se ofrece a llevar a su casa en el coche propio a un compañero de trabajo que no vive demasiado lejos; pero si echar una mano significa poner supuestamente en jaque el puesto de trabajo se prefiere mirar hacia otro lado.
Quién sabe, acaso con la actitud contraria, denunciando colectivamente al acosador, es como se conseguiría parar a esos pequeños monstruos de oficina, es decir, impedirles descargar sobre otro sus ocultas frustraciones.