La muerte no siempre existió. Se calcula que ésta evolucionó hará solamente unos 1000 millones de años, cuando 2 primitivos organismos —bautizados por la tradición hebrea como “adán” y “eva”— practicaron por primera vez el sexo de fusión, esto es, cuando recombinaron genes procedentes de fuentes diferentes para producir un nuevo individuo. Hasta entonces, la muerte era ajena a los primeros cuerpos (microbios y bacterias) que, en origen, eran inmortales, como refleja acertadamente el relato bíblico.
La reproducción uniparental sin sexo fue la única modalidad durante los primeros 2000 millones de años de la vida en la Tierra. Una molécula de ADN creaba otra molécula idéntica a ella por división celular, pudiendo multiplicarse ilimitadamente sin que por allí apareciera ningún cadáver. Teniendo energía, agua, alimento y espacio suficientes, todas las bacterias y otros organismos son, literalmente, inmortales.
Pero “adán” y “eva” inauguraron una modalidad muy conocida por los humanos, pues somos su resultado: practicaron sexo, dando lugar a individuos similares pero no idénticos. Técnicamente, el sexo es la mezcla o unión de genes (moléculas de ADN) procedentes de más de una fuente. Aunque “sexo” no tiene porqué ser genital, ni equivaler necesariamente a reproducción: cualquier organismo puede recibir nuevos genes —entregarse al sexo— sin reproducirse. Nosotros asociamos sexo con reproducción porque quedaron ligados durante la evolución de nuestros ancestros animales.
Efectivamente, el envejecimiento y la muerte eran desconocidos en el “Jardín del Edén”, es decir, antes de la aparición del sexo. La vejez y la muerte natural, tal como las conocemos los mamíferos, evolucionaron en protoctistas arcaicos (unos descendientes de las bacterias). Estas diminutas células individuales tuvieron que fundir sexualmente sus núcleos para sobrevivir. Como consecuencia, partes de las células, duplicadas por la fusión, se hicieron redundantes e innecesarias. La muerte se hizo inevitable, y la conexión sexo/muerte también.
Por ello no es casual que religión y cultura asocien el sexo con la muerte. Freud atribuyó toda actividad psicológica al impulso sexual (eros) y al impulso de la muerte (tánatos), pues en nosotros la vida tiene que ver tanto con la creación sexual de una identidad nueva, única y singular como con su destrucción: los organismos que se reproducen sexualmente existen como individuos discretos (en significado físico) durante un tiempo limitado.
El sexo es una manifestación de la tendencia natural a mezclar las cosas, de la vocación de la materia a derivar hacia otros estados y de una “idea” del tiempo: El Big Bang, el estallido primordial que dio lugar a todo, aún no ha acabado. En el “Jardín del Edén”, pues, estaban presentes todos los desarrollos posibles, tanto si luego tuvieron lugar como si no. Por eso sorprende la reacción de las Iglesias contra Darwin.
Hace muy poquito reconocía ¡por fin! un célebre y racional astrofísico, que si se admite la teoría del Big Bang hay que admitir que todo, todo, está compuesto de la misma materia primordial —“energía que no se crea ni se destruye, se transforma”—, que “somos descendientes de las estrellas” y hasta que podemos volver a creer en la astrología. El morir, pues, se revela como algo accidental. La muerte, por el contrario, como algo sustancial. Justamente lo contrario que nos ha hecho creer la religión judía: de ahí el pesimista juramento matrimonial “Hasta que la muerte nos separe”.
No guardo rencor porque nunca me he casado y ya soy vieja para emociones demasiado conocidas, pero sí pido al Vaticano, si no es molestar, dos cositas relacionadas con este asunto: a) que digan la verdad, es decir: “Hasta que la muerte nos vuelva a unir”; y b) satisfacción a una curiosidad personal: ¿cómo se desplazaba la serpiente antes del castigo?
Gracias,por tu escrito,que reune sobriedad y calidad, aguda reflexión, y no carece de cierto sentido del humor, .....donde hay talento...enhorabuena.
Comentado por Angel el 7 de Julio de 2004 a las 05:35 PM