Irene está entrando en una edad especialmente crítica: empieza a entender. Comienza a cruzar entre sí la información que su cerebro-esponja ha ido adquiriendo en cinco años y medio, y sus demandas de información implican un razonamiento previo que es necesario reconstruir para poder rellenar lagunas, y, sobre todo, para dirigir dicho razonamiento. Sí, he dicho dirigir, palabra maldita entre quienes por convicción o ignorancia creen que el niño ha de ser libre para extraer sus propias conclusiones sobre el mundo y todo lo demás, opinión que evidentemente no comparto. Incluso conservo testimonios preciosos de niñas que no la comparten: la hija de mi primera mujer, educada en una escuela laica de elite (i.e. de pago) durante la etapa fundamentalista del movimiento de renovación pedagógica en este país, que a los diez años maldecía a los profesores que pretendían que dedujera las reglas gramaticales, en lugar de que le fueran enseñadas. No entendía por qué debía perder el tiempo con lo que al fin y al cabo no era sino arbitrario y convencional: “¡me lo aprendo y ya está!”. Chica sensata, pues recrear la ciencia en cada generación implica la abolición implícita de la historia del pensamiento humano, y no estamos en este mundo para perder el tiempo, nos queda demasiado por hacer.
Mi hijastra se llama Roser. Su sensatez la ha llevado a estudiar económicas y antropología social, y a convertirse en una linda mujer de veintiséis años, razonablemente feliz y razonablemente independiente. Irene no sabe todavía cuánto le debe: para empezar, su mera existencia.
Irene, como decía, necesita ahora más atención que nunca, más intuición que nunca. Sus conclusiones acerca de la realidad física son absolutas en un sentido metafísico, y su percepción de lo que ello implica la abruma: tiene miedo de lo que significan determinadas cosas, de lo que implican otras. Empieza a percibir que los afectos no bastan para entender el mundo.
Es la cara y la cruz de explicarle cómo se mueve la luna. Ante la perspectiva que un viaje en nave espacial pueda durar años, ha jurado no subir nunca a una (huelga decir que esa ingenuidad no la he desmentido), pero ya ha manifestado reiteradamente su firme creencia de que, cuando ella sea suficientemente mayor para conducir, los coches vuelen. Debo confesar que he sido débil: tampoco lo he desmentido, ni siquiera lo he matizado. Otra consecuencia es su razonamiento-pregunta más reciente: "Papá, ¿qué hay debajo del infinito? Porque ya he entendido que los planetas están suspendidos en el infinito, pero, ¿qué hay debajo?". Mi primer intento de explicación de la magnitud del infinito provocó un ataque de terror que logré aplacar a precio de paralizar la explicación.
Su actitud ante el final de la primera entrega de Harry Potter fue la misma: recordaba que algo malo le había pasado a Ron, el amigo de Harry, en la película. Y se negó a que le leyera el final. Negociamos. Primero lo leería yo para mí, y una vez supiera qué le había pasado a Ron, y se lo explicara, podríamos leer el final. Así lo hicimos.
¿Moraleja? Padres y maestros laicos deberíamos llevar en la cartera una estampita de san Cristóbal: con un niño en los hombros vadeando el río.