Desde los inicios de la modernidad, la sensación de disgusto y desagrado ha sido una constante de la cultura occidental. Nos invade ese malestar común a todo estado psicológico de insatisfacción. No estamos donde queremos estar, ni somos quienes deseamos ser. Las cosas no siempre funcionan como esperamos, y a menudo sentimos nuestros deseos insatisfechos. Rastreamos el mundo con nuestros sentidos para tratar de adaptar nuestras creencias a la realidad, con afán de no errar en el devenir de los acontecimientos que dependen de nuestras acciones. Ocurre sin embargo que nuestras acciones son movidas por los deseos más inmediatos, y son precisamente esos deseos los que se muestran de modo más irracional, menos reflexivo, más maleable. Cuando creemos satisfecho un deseo, otro viene a ocupar su lugar sin solución de continuidad, y acabamos así convertidos en individuos infantilizados, incapaces de decidir entre una cosa o la otra, pues queremos las dos. Ya nos decía el refrán que no se puede estar en misa y repicando... ¿Por qué insistimos en contradecirlo?
¿Cómo se explica que esa permanente insatisfacción, ese sentimiento de carencia y de escasez estén tan arraigados en nuestra cultura? La aceptación de nosotros mismos como seres vivos que se sienten y se piensan libres requiere el previo reconocimiento de nuestras limitaciones, requiere saber que nuestras acciones son producto inexorable de nuestras carencias. Y que tanto el no como el sí pronunciados de pie frente a la encrucijada responden en último lugar a nuestra limitada capacidad de decisión. Toda bifurcación de caminos es una prueba de fuego: quien después de elegir se detiene, retrocede, vuelve a pensar, mira otra vez lo no elegido y opta al final por esto último, acabará por echar de menos la primera opción, y le acechará insistente una pregunta: ¿cómo hubieran sido las cosas de haber seguido el primer sendero?
¿Quiere ello decir que en la cultura occidental no hemos aprendido a ejercer la libertad? ¿Que desconociendo nuestras limitaciones pedimos más, siempre más, sin alumbrar un límite razonable a nuestra apetencia? Quizás el asunto lo entendamos mejor si lo vemos desde el punto de vista opuesto, esto es, desde la imposibilidad absoluta de elección. Porque debemos reconocer que hay una encrucijada aún peor que aquella a la que se enfrenta todo ser libre. Es la de aquél que carece de encrucijadas, la del que no tiene dilemas, la de aquél cuya vida sólo conoce una alternativa, movido por la necesidad más acuciante: saciar el hambre. Entre vivir y perecer no caben conjeturas, no cabe especular acerca de la posibilidad de la otra senda. A lo más que se atreve el individuo situado en esa tesitura es a alzar de vez en cuando su mirada en una interrogante sin perspectiva, como escrita a ras de suelo. Sabe de la certeza cruel de su sufrimiento, y sabe también que ese dolor le viene de fuera, y que la fortuna le mantiene ahí postrado, a los pies de esa bifurcación mentirosa: pues otra vida distinta a la suya le habría tocado vivir de haber nacido otro (duele la perversidad de ese dilema: nadie nos pidió opinión al nacer).
¿Cómo no sentir entonces cierto sonrojo y bastante pudor ante la sensación de malestar que habitualmente acompaña nuestras vidas de librepensadores acomodados? ¿Cómo se articula ese malestar con el de aquél que se ve acuciado por el hambre? Quizás habría que plantearse todas las preguntas al revés, y constatar que no son nuestras creencias las que acaban adaptándose a la realidad, sino que es la realidad la que acaba adaptándose a nuestras creencias. Y que nuestros deseos son sutiles artefactos inventados por nuestras creencias para salir airosas de sus engañosos diálogos con la realidad. Vivimos encerrados en una burbuja de felicidad virtual, donde el aire se condensa alrededor de una mentira contagiosa. Nos creemos libres para saciar nuestro apetito, cuando es esa misma creencia la que nos mantiene esclavos del deseo: a su imposible satisfacción ligamos nuestra felicidad, nuestra imposible felicidad. ¿Cómo no vivir insatisfechos?