En el repertorio de modelos estándar de conversación para encuentros sociales no deseados pero inevitables (vg. hablar del tiempo en el ascensor), los padres desarrollamos un catálogo especializado para las circunstancias que se nos imponen cotidianamente. Padres por la mañana, con niña, a la puerta del colegio esperando que abran. Padres por la tarde, sin niña, a la puerta del colegio esperando que abran. Padres en la piscina esperando el final del cursillo de natación. Padres en la Coral esperando el final de las clases de canto. Padres en las fiestas de cumpleaños de otros niños... Las circunstancias se pueden multiplicar hasta límites difíciles de creer para quien, de grado o a la fuerza, contraviene el fatum biológico.
Sospecho hace tiempo, ante la pasión con que determinados progenitores destilan su sabiduría en semejantes situaciones, que para algunos el infante es tan sólo la ocasión, la posibilidad de ejercer en tales ámbitos como maître à penser de la banalidad. Incluso más: que aún algunos de estos tan sólo educan a sus hijos para que en el futuro sean interlocutores válidos de semejantes conversaciones, mediante un esfuerzo constante, sostenido, para refrenar cualquier posibilidad de conocimiento de los niños, e inmergirlos en el mundo real de los intercambios banales, del horror silentii, del hablar por hablar.
Disculpará el amable lector que no detalle ejemplos: mi mente rehúsa guardar semejante información, lo cual me convierte en un perfecto estúpido en semejantes circunstancias, pues no aprendo de una vez para la siguiente. Puedo proporcionarles, eso sí, un pequeño repertorio de temas recientes, que todavía no he logrado erradicar de mi cerebro: pormenores y circunstancias de las enfermedades infantiles. No de sus retoños, sino de ellos mismos. Moda infantil temporada de verano. Top ten de las preferencias musicales de sus hijos que ellos mismos alientan desaforadamente en casa y en el coche, y que, oh sorpresa, se corresponde con sus propios gustos. Top ten de programas televisivos para adultos que sus hijos siguen con fruición y que, oh sorpresa, se corresponden con los que ellos ven. Vídeo-juegos predilectos (aquí la indefinición entre padres e hijos es absoluta: nunca se precisa).
En mi ingenuidad, se me ocurrió hace unos días hacer partícipes a otros padres de las preguntas de Irene y de mis modestos intentos de respuesta, por ver si cabía alguna forma de diálogo no autista. Fui reprendido severamente por turbar la ignorante paz de mi niña (¡malvado!). Por no haber sabido encontrar una explicación mítica o un bello cuento alusivo (¡incapaz!). Se me advirtió de las graves consecuencias que en forma de insomnio infantil podían acecharme (¡maltratador!) y se me ofrecieron didácticos ejemplos de preguntas y respuestas, el noventa por ciento de las cuales estaban basadas en el principio básico de la educación familiar en nuestro país: “no me marees”. La capacidad de algunos padres para rehuir su responsabilidad en la formación de los hijos es apabullante, pero lo que realmente me preocupa es la influencia que ejercen sobre mi niña a través de sus retoños.
Irene lleva semanas manifestando un horror silentii muy preocupante. En su expresión se parece más al miedo a la oscuridad que a una predilección por la algarabía. Estoy sumamente desconcertado y, de momento, sólo se me ocurre llenar el silencio con mi voz leyendo y explicando el porqué de las cosas. Aunque no soy precisamente la alegría de la huerta.