Revista poética Almacén
Punto de encuentro

[Alfredo Bruñó]

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El encuentro en una ventana abierta al tiempo

Hará cosa de tres años se me ocurrió ir a ver un partido del Levante. Sé admirar la belleza del fútbol, en ataque y en defensa, en lo individual y lo colectivo. También, el juego en los despachos es digno de cualquier intriga novelesca. ¿Por qué no suscita más literatura este deporte? Era el primer partido de la temporada, a finales de agosto, principios de septiembre; venció el Levante al Atlético de Madrid, que se volvía a segunda división. El resultado ha desaparecido de mi memoria.

Fui a pie al estadio, igual que voy a pie a todas partes, y volví también andando. De regreso a casa, con las ganas de orinar apremiando, oprimiendo, paré en un bar. Soy incapaz de entrar en un bar a usar el servicio sin pedir nada. He visto que otros lo hacen; yo no sigo su ejemplo, tampoco los juzgo. ¿O debo repetir que la mala educación es inerradicable? Normalmente pido un café, lo más breve en cuanto a tiempo y precio que sirven en los bares.

Esa vez pedí un cerveza, sin embargo, como si algo en esa parte del alma que toma las decisiones sin nuestro permiso me obligara a quedarme: a pasar un rato más entre futboleros, la gente que mejor define el estado de ánimo de nuestra sociedad. En la calle había expresiones de alegría, voces, la gente del barrio celebraba la victoria.

De pie ante la barra, a mi derecha tenía la ventana que en los bares valencianos y en cuanto hace buen tiempo se abre a la clientela que no quiere entrar pero quiere beber. Es la terraza de estar de pie. La vida junto al Mediterráneo es muy de la calle. Ante la barrita de la ventana estaban cuatro hombres de mediana edad, cuarentones. Hablaban a gritos. Cada vez que se terminaba, exigían al camarero que volviese a poner la canción del verano a todo volúmen; era "La bomba".

Los cuarentones, vestidos con pantalón de chandal y camiseta con anuncios, cadenas de oro, anillos en el meñique, hacían como que bailaban, saludaban a las chicas, hacían lo que podían para mostrar una alegría que, desde donde yo bebía mi cerveza, tardé un tiempo en traducir en felicidad. La felicidad es lo único realmente elusivo de la condición humana; lo único por lo que de verdad vale la pena luchar.

Aquella ventana de aquella acera cercana al Estadio Ciudad de Valencia era lo último que quedaba de las vacaciones de aquellos cuatro cuarentones. El ambiente del bar semejaba esa arena que queda en el suelo de la ducha a la vuelta de la playa, el aire olía un poco a bronceador. Oscurecía y mucha gente acababa de volver de la playa, pero aún les faltaba un rato para entrar en casa

Hay deportes que invitan al griterío y otros que invitan a otra forma de estar con la humanidad, más pausada, y quizá también más alegre, más ligera. El griterío y la tristeza, o la felicidad comprada, que es lo mismo, parecen ser las señas de identidad de nuestro tiempo.

En la euforia del bar lleno, la terraza llena, la ventana ocupada, la bomba a todo volumen, para mí molesta como la arena entre los dedos de los pies cuando uno ya se ha puesto los zapatos, descubrí una felicidad auténtica: aquellos hombres celebraban la victoria de su equipo y el fin de las vacaciones. Estaban como nuevos, como si tuvieran veinte años. Sólo les hacía falta saber que el día siguiente era festivo.

Escribo esto ahora que la liga termina y las vacaciones se acercan. Es en la primavera cuando la vida en la ciudad más me gusta. En verano prefiero huir hacia lugares más frescos. Sólo quería recordarme a mí mismo que todo se acaba. Y todo vuelve a empezar otra vez.


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