El rostro de un cadáver con los ojos parcheados y la cara feliz de su verdugo mirando a la cámara. Cuerpos desnudos hacinados formando montículos que semejan una colina baldía y desierta que nadie quiere conquistar. Las capuchas son para el torturador la universalización del daño: no humilla a un hombre, ni a un nombre, sino a todos, a una carne. Los que vemos esos gestos de orgullo del torturador ante sus víctimas, vemos la humillación en el ejecutor, y despreciamos su gesto, su incomprensible modo de actuar, la obra de la bestia.
Un hombre está arrodillado ante las cámaras; su mirada no delata pánico ni consciencia. Detrás, un puñado de seres le rodean. En un momento dado la escena estática se transforma: se saca un cuchillo de carnicero y agarran al hombre hincado y lo tumban y el hombre comienza a gritar con estruendo y los alaridos nos traspasan mientras vemos cómo con el cuchillo comienzan a cortarle el cuello, sin dudas ni vacilaciones, y los aullidos van apagándose bajo un gorjeo insoportable, y, finalmente, su cabeza nos es mostrada en el aire, cogida de los pelos, muda ya para siempre.
Mi mirada sólo soportó el principio y el fin, pero escuché el sonido. Mientras lo hacía recordé las matanzas en mi casa. Participé de adolescente, cuando ya la musculación creciente me otorgaba el estatus de hombre. Yo odiaba hacerlo, pero tenía que cumplir ante aquella gente que no me consideraba de los suyos. Tenía miedo del enorme animal, pero tampoco entendía demasiado bien aquella barbarie. Entre cuatro o cinco lo agarrábamos. Yo procuraba situarme sobre alguna de las extremidades traseras, lejos de la boca y del cuchillo. El cerdo gritaba en cuanto sentía el contacto del primer hombre sobre su piel y ya no paraba hasta la muerte, y aquellos bramidos ensordecedores podían tocarse con las manos, y se pegaban a los huesos y permanecían allí hasta muchas horas después del sacrificio. Yo envidiaba en el matarife su destreza en el manejo del acero, pero sobre todo su decisión, su absoluta ausencia de duda o de indeterminación sobre lo que estaba haciendo. Cuando la bestia estaba suficientemente inmovilizada, él tentaba con la hoja sobre la piel buscando el corazón y de pronto, como un zahorí que encuentra el pozo, empujaba con firmeza la empuñadera. Era entonces cuando había que agarrar con todo el alma, y yo volcaba mi cuerpo sobre el cerdo y pedía en silencio que se muriese ya, que se callase ya. Pero los cerdos son fuertes, y el cuchillo debía removerse en la cavidad abierta para acelerar el vaciado del corazón, y la sangre manaba en chorro y golpeaba contra un cubo que la recogía, caliente. El final se advertía porque el bramido incesante se llenaba de brotes, de cascadas, de estertores. Mientras procedían a quemarle con rastrojos el vello del cuerpo yo corría a quitarme bajo el agua el sudor impregnado del olor de la agonía.
No pretendo compararlos. Sólo constato que ambos, los poseedores del cuchillo, actuaban con la misma decisión incomprensible, y que nosotros y ellos agarrábamos con idéntico resultado. Sólo quiero decir que ninguno de ellos —ni de aquellos ni de estos— tenía la más mínima sensación de culpa, que el orgullo era el bálsamo general a todos, que aquella gente amaba a sus madres y sus hijos, y hacía el amor con sus mujeres y sus hombres unas horas antes o unas horas después, como tú o como yo. Sólo quiero decir que quizás nosotros, en esas mismas circunstancias, llegaríamos al mismo punto de animalidad; sólo digo que el bárbaro y el hombre pueden ser uno sólo, y que el espejo, siempre el espejo, puede devolvernos la desagradable respuesta de que ese rostro que lo contempla puede, en cualquier momento, dejar el beso y abrazar la nausea.