Arturo Taracido Veira
El culto a la violencia
De unos años a esta parte, querido Heliodoro, se viene pregonando, como culminación y consagración de una práctica victoriosa, el culto a la violencia. Se arguyen en su favor —signo jubilar de estos tiempos— y se emplea como catapulta contra los contradictores potenciales o declarados, el argumento de que la violencia es también arma usual de los poderes constituídos.
No te dejes engañar. El culto a la violencia es uno de tantos pasos atrás que se marcan en los vaivenes humanos del camino de la civilización. Suponen en ella siempre un retroceso, cualquiera que sea el nombre glorioso que ostente como rótulo o el aparente bien que se le señale como fin. Los grandes creadores de religiones perdurables la han condenado como la condena el quinto mandamiento crsitiano, siquiera en numerosos casos sus seguidores hayan apelado a interpretaciones capciosas y sofisticadas para justificarla. Pero hay un principio moral heredado de lo más escogido de nuestros mayores que ha soportado victoriosamente las asechanzas de estos tiempos azarosos: el de que el fin no justifica los medios, y al que todo espíritu ponderado, humano, debe atenerse firmemente sin prestar atención a objeciones engañosas. Cierto que el poder constituído se ve compelido algunas veces a apelar a ella. Pero en los países civilizados lo hace en virtud de atribuciones establecidas en las leyes, que, teóricamente al menos, emanan del pueblo, y no debe olvidarse que, en las democracias efectivas, los hombres que encarnan el poder están obligados, de acuerdo con esas mismas leyes, a dar cuenta de las razones que les han movido a emplearla.
Sobran en la historia de la humanidad ejemplos de enemigos de la violencia cuando eran víctimas de ella y que luego, al verse dueños del poder, la aplicaron a sus detractores con más saña de la que habían empleado con ellos. Su intransigencia primaria no había sido atenuada ni aún con el triunfo, y constituyó en el resto de su vida norma de conducta ser implacables con el adversario, sin advertir que proporcionaban a éste motivos tan sólidos y graves como los que a ellos les habían llevado a adoptar actitud revolucionaria sin cuartel. Así se perpetuaba la violencia. Adquiría carta social de naturaleza.
No; la violencia engendra violencia. Se dijo de muchos modos y en innumerables ocasiones, y la realidad lo ha confirmado. Al fin y al cabo, es manifestación primaria de la lucha por la existencia, resto de animalidad. Si la civilización ha proporcionado algún bien de alto valor, ha sido precisamente el de modificar estos instintos primarios a medida que evolucionaba su capacidad mental. Las religiones que más perduran son las creadas por seres excepcionales que predicaron y practicaron el bien y condenaron la violencia. Pero aún en nuestros tiempos destacan con relieve ejemplar en tal sentido De Valera en Irlanda y Gandi en la India, prefiriendo el propio sacrificio a todo acto violento: ser víctima a ser victimario. El triunfo de esta conducta egregia, exponente de un espíritu de primera magnitud y para adoptar la cual se precisa valor sin límites, no puede ponerse en duda.
Es éste, querido nieto, tema del que cabe hablar mucho. Dejémoslo por hoy. Tu abuelo
Más sobre la violencia
Deduzco, querido nieto, de cuanto me dices en tu carta después de haber leído la mía anterior, que mis razonamientos no han llevado a tu ánimo la convicción de que toda violencia es condenable. No me extraña. Algunos de sus defensores actuales tienen tal categoría intelectual, que han llegado a convertirse, para desgracia de nuestra época, en rectores políticos de una juventud, generosa como todas las juventudes, pero también ingenua y bien dispuesta a dejarse seducir por cuanto ofrece a su mente inexperta la apariencia de fórmula redentora de toda injusticia social.
Esa generosa ingenuidad tiene larga historia. Cuéntase que Eliseo Reclus, el gran geógrafo francés nacido en el primer tercio del siglo pasado, profesó en el anarquismo entonces naciente que postulaba la evolución de la sociedad sobre la base del hombre puro, adornado de todas las virtudes, doctrina social que atraía a los espíritus más selectos; y que cuando fué llamado a filas para cumplir el servicio militar, solicitó autorización para no hacer uso de sus armas contra el enemigo, en el caso de que la unidad a que pertenecía tuviera que tomar parte en combate. Anarquistas de este tipo anteriores a la teoría de la propaganda por el hecho preconizada posteriormente dentro de la misma ideología social, quedaban en las postrimerías del siglo XIX y principios del presente, antes de que lo eficaz los arrinconase por “demodés” e inservibles. Yo mismo he logrado conocer a algunos. Su preeminencia no podía ser duradera, a pesar de su elevada categoría espiritual.
A esa época sucedió la de los magnicidios y -en los países en que las masas de toda condición, integrada por analfabetos de distintas categorías- la lucha violenta, alevosa, con agravantes frecuentes de nocturnidad. Pero aún en esa época tenebrosa he podido conocer aquí, en nuestro pueblo, discípulos destacados de aquellos idealistas de principios de siglo que aceptaban la lucha de clases como lucha tenaz, heroica, de principios, pero incruenta, y me honré con el trato de tres: dos tipógrafos y un carpintero cuyos nombres me complace recordar como ejemplo de ecuanimidad y amor a la justicia: Manuel Moret, Trabadela y Juan Dopico. El primero, simpático cascarrabias que en sus reacciones súbitas ocultaba la elevada dosis de bondad en que inspiraba todos sus actos; en el último tercio de su prolongada vida contaba con numerosos amigos, entre ellos muchos artistas, que le rindieron homenaje en Madrid y La Coruña. El segundo, cuyos escritos periodísticos le habían acreditado como excelente y ponderado escritor, hubo de conmoverme en circunstancias críticas anteponiendo el dolor de su pueblo, España, al suyo personal producido por desgracia irreparable. Del tercero puedo decir que , dada su exquisitez espiritual -así, exquisitez- no habría adoptado otra actitud que la de su correligionario Trabadela si tuviera que afrontar la dolorosa situación de éste.
Conocí a otro, del que jamás evoco el nombre sin conmoverme, que pasó por la prueba de fidelidad a sus ideas y a su clase más dura a que un hombre puede ser sometido. Y la soportó lleno de dignidad. Era hombre de palabra fácil, elocuente. No tengo noticia de que aconsejase nunca, en su calidad de “leader” proletario, actitudes de violencia, salvo la que pueda suponer mantenerse firmes en la defensa de los derechos comunes.
Eran todos ellos nobles luchadores que no desdeñaban, en las horas de paz, el trato ni la mano del adversario. Que nos sirvan a todos de ejemplo.