No sé si todos los niños hacen las mismas preguntas, del mismo modo que ignoro si todos tienen la misma parsimonia para comer. Sospecho que no, puesto que el padre de su mejor amigo del colegio afirma con campechano énfasis que a Irene le caducan los yogures en la mano. Hiperbólica verdad. Debo confesar que me interesan poco los otros infantes. Mejor explicado, me aburren las cotidianeidades pueriles de los demás. Les parecerá sacrílego que lo confiese a estas bajuras de la sección, pero debe recordar el lector amable que no pretendo una didascalia universalmente válida, ni aleccionar sobre la paternidad a través de mi propia experiencia. Sólo persigo un eco temporal, el deseo que mi niña me lea cuando yo ya no sea y ella ya no lo sea; construyo consuelo para mí ahora, y para ella en el futuro, no sabiduría.
Irene preguntó el otro día cómo se movía la luna. Azorado, intenté reconducir la cuestión hacia un terreno en el que me sentía más cómodo: el de las causas y las consecuencias.
—Querrás decir por qué.
—No, no. Quiero decir lo que he dicho. ¿Cómo se mueve la luna?
—Ah, que dónde tiene el motor.
—Sí papá. Eso.
Intento vano. Casi estulto. Que, en palabras de Carl Sagan, “pasemos por la vida sin entender casi nada del mundo” no depende de nosotros, sino de quienes han tenido alguna responsabilidad en nuestra crianza y educación. De su ignorancia o de su pereza. Ambas me son ajenas tras años de duro trabajo para lograrlo («amica humilitas, sed magis amica veritas»), con lo cual no tenía escusa para no contestar, y me tuve que poner a ello, aunque el inexorable final de la historia fuese el desconsuelo de un universo autosostenido, sin dios y sin magia (¡ahora que está leyendo Harry Potter!).
Puede que no resulten en exceso evidentes las implicaciones diferenciales entre el cómo y el porqué: en las segundas hay un elemento fideísta que puede ser colocado por el progenitor en el momento en que se canse de ascender en la cadena explicativa: esa es la causa porque sí, porque lo digo yo. En la explicación del cómo no cabe tal posibilidad.
La mecánica del universo exige un ajuste explicativo muy fino: para el porqué bastaba con un: “la luna no se mueve, es la tierra la que se mueve”. El cómo implica necesariamente que la luna se mueve. Es lista mi niña. Excluyó de un plumazo dialéctico las posibilidades de fuga. Irremisiblemente abocado a explicar la fuerza gravitatoria con la muleta de la electromagnética, conseguí que entendiese la razón por la que pesan las cosas, por qué pesan más o menos según el tamaño del planeta, y por qué la luna no cae sobre la tierra. Fue agotador, así que aplacé más explicaciones. Pronto llegarán, pues una amiga mía, docente en ciencias, me informó que estas cosas no se explican en la escuela, según los planes de estudios, hasta los doce años.
¿Quién ha decidido que los niños son imbéciles? ¿Quién que pueden creer una interpretación mágica o feérica del mundo, y no su contrapartida científica? ¿Quién que la mera trascendencia les consuela? Así nos va.