Escribo, como era mi costumbre hasta no hace mucho —y no sé por qué me aparté de ella— desde la barra de un bar. En este caso es The News, uno de esos falsos pubs ingleses (la mayoría intentan lo irlandés) que se pusieron de moda en España en los años 90. Este me gusta porque está lleno de libros; no se pueden tocar porque forman parte de la decoración, pero uno tiene la sensación de calor que dan los libros a quien es aficionado a ellos. No sé si se habrá hecho, pero alguien debería de escribir su tésis doctoral sobre la escritura en los bares. Pessoa y Gómez de la Serna son dos ejemplos famosos.
Para mí, alguien que escribe en bares es un escritor de paso, alguien que tiene clara su propia transitoriedad y la aprovecha como materia literaria. Son personas conscientes de la vida como viaje. Me viene a la mente la “Oda marítima” de Álvaro de Campos; pienso en las greguerías de Ramón, una literatura tan rápida y eficaz que podría ser el perfecto paradigma de la vida urbana —los azucarillos, que los llama Ramiro Cabana, otro escritor transeúnte. Recuerdo también que Nietzsche aseguraba que tenía que caminar sus ideas para clarificarlas, y pocos escritores tan claros, clarividentes, hay como él; me refiero a los que vale la pena leer.
El otro día encontré un par de versos de August Kleinzahler que me llamaron la atención:
The beauties of travel are due to
The strange hours we keep to see them.
(Algo así como que lo bello que uno encuentra en los viajes se debe a los extraños horarios que uno mantiene para ver esa belleza). El viaje, como la escritura, para ser necesarios, por lo menos para quien los emprende, debe romper la rutina. Somos muchos, aunque no sé si mayoría, los que al viaje le pedimos una diferencia radical con nuestra diaria vida. Ahora, eso no significa que haya que viajar a la luna. Uno puede emprender un viaje en su misma ciudad. El truco está en cambiar de ojos, de punto de vista, para que la ciudad vuelva a latir como cuando uno la vio la primera vez.
El gran viaje del siglo XIX, aunque fuera turístico y en gran medida programado igual que los de hoy, tenía mucho que ver con volver a la vida normal para contarlo. En la vanguardia estaban los naturalistas, los exploradores, los cartógrafos, los espías y los literatos y artistas. La clase media tomaba alternativas más trilladas (viajes multitudinarios a los Alpes), pero sentía la misma necesidad de contar sus experiencias. Así, numerosos libros relataron la experiencia que sus autores y autoras —porque había muchas mujeres publicando en este género— habían derivado del viaje. Incluso se podría decir que este era un género principalmente femenino, y burgués. A menudo, cosa que hoy nos hace gracia y parece un poco escandaloso, quienes escribían estas memorias plagiaban de las guías publicadas por Baedeker, Cook y Murray.
Pongo un ejemplo. Quizá lo que la guía recomendaba era levantarse a las tres de la madrugada, caminar unos cuantos kilómetros en la oscuridad y llegar a un sitio determinado a ver el amanecer. Jan Palmowski cuenta cómo los libros escritos por turistas copiaban casi palabra por palabra lo que ponía la guía, en su descripción de estas experiencias de lo sublime. Palmowski también cuenta, y esto me parece una información de gran valor, que muchas mujeres consideraban que su Baedeker era incluso mejor compañero de viaje que un hombre de carne y hueso.
Veré si puedo explicarlo. En la mayoría de los casos, las mujeres recibían una educación mediocre en cuanto a libros, aunque quizá rica en otros aspectos que hoy valoramos menos y tienen que ver con la casa, la cocina y el vestido. Los hombres recibían una educación clásica. A mediados del siglo XIX, esa educación ya incluía la noción de lo sublime (y la de lo bello) ideada por Kant, una noción que propulsó buena parte de la experiencia Romántica, y que ha sobrevivido hasta nuestros días con nuestra admiración por la belleza natural. Entonces, está claro que una mujer dependería de un hombre para saber cómo entender lo que estaba viendo. Antes de que nadie se escandalice, debo aclarar que sin el andamiaje cultural nuestra experiencia se queda muda, sin capacidad de expresión. Incluso celebramos a quienes encuentran nuevas formas de decir las cosas, de describir la experiencia del mundo. Así de importante es tener los medios para entender lo que vemos y sentimos. Así de importante es la educación y su apertura al mayor número posible de personas.
Bueno, pues hubo mujeres que, con el Baedeker bajo el brazo, ya no necesitaban que ningún hombre aportase la información cultural necesaria para entender que tal o cual vista era digna de verse. La guía, con su información detallada (incluso de los sitios que era mejor evitar) sirvió para liberar a las mujeres de la pesadez de tener que viajar con un hombre, normalmente un familiar o un amigo de la familia. En ese momento, en la segunda mitad del XIX, las mujeres, gracias a una guía turística, encontraron una libertad para viajar que hasta entonces no habían tenido.
Ya he dicho al principio que me gusta escribir en bares, lo hago en las paradas de descanso durante mis viajes por la ciudad, a la que trato como si fuera nuevo en ella. Nuevo, aunque no recién llegado, ya que tengo información privilegiada, adquirida en los años que llevo aquí. De The News caminé por la calle Correos hasta Colón, de ahí hasta la Gran Vía y paré en el Aquarium, donde sirven excelentes dry martinis a precios incluso mejores. ¡Y sólo me tomé uno! Mientras lo hacía, se me ocurrió la idea de bajar a la playa a ver el amancer. Me parecía que este artículo debía terminar con algo trillado que sirviera de ilustración. Pero es difícil ver un amanecer por la tarde. Y ya era tarde para ver el atardecer, imposible además en la playa de Valencia, que queda al oriente.
Así que decidí ir a ver el anochecer. Cogí el autobús y llegué en 15 minutos. Al llegar a la playa me encontré con un imbécil que estaba aprendiendo a tocar el clarín. En el cielo nublado se habría un claro tan azul, rodeado de nubes tan brillantes que lo único que se me ocurrió como comparación fue la pintura napolitana del 500. Había dos barcos fondeados al fondo y a la derecha, como corresponde a las letrinas. Leí un artículo el otro día que trataba de la enorme cantidad de basura y aguas negras que los barcos de turistas dejan en cada puerto. A la izquierda queda la Pobla de Farnals, un espectacular remedo de Benidorm venido a menos y lleno de edificios con aluminosis. En uno de sus complejos de apartamentos encontré una vez una pista de tenis a la que, por especular al máximo con el último metro cuadrado, no le habían dejado espacio fuera del terreno estricto de juego. Así, si uno quería perseguir un servicio que viniera rápido y un poco sesgado, se daría de bruces contra la valla, quizá sufriendo alguna lesión irreparable.
El atardecer se alargaba. Ya no había sol pero quedaba aún bastante luz hasta la noche. En la playa encontré gente que corría; hombres y niños que jugaban al fútbol; mujeres jóvenes de muslos como el oro, preciosos, que jugaban al volibol; parejas de mediana y alta edad que paseaban; gente con sus perros y un letrero que prohibía la entrada de los perros en el arenal; una patrulla de la policía. Andando por la arena se me ocurrió que yo era la única persona que no estaba haciendo ejercicio. Estaba claro porque yo era la única persona que llevaba un libro y un periódico bajo el brazo. De repente pensé, riéndome, que quizá a la patrulla no le hiciera gracia esta actitud mía de pasear, de sentarme en la arena a leer: esta actitud diferente. Pero claro a nadie le importa lo que uno haga en la playa, mientras no moleste a los demás.
Al final decidí sentarme a esperar al anochecer. Y decidí también eliminar todas las referencias culturales que pudiera tener de un anochecer en la playa. Quería verlo con ojos absolutamente nuevos. Como si fuera una primera vez absoluta, la primera vez que anochecía en una playa de Levante. Y lo logré, con un poco de meditación para sacarme las palabras del cerebro. Lo logré y no puedo contarlo. Si lo hago, se convertirá en una experiencia cultural más y la perderé. O quizá al escribir este artículo ya lo he hecho. No lo sé.
Es extraño, pero la belleza del mundo llega a un punto que se vuelve indescriptible. En cuanto la describimos se vuelve trillada, si no somos capaces de encontrar un lenguaje nuevo. Pero no creo que podamos escapar de las palabras. Esas mismas palabras que nos trillan la experiencia también nos la abren. Si no ¿cómo comprenderíamos lo que estamos viendo y sintiendo?